John Candy, el actor que vivió rápido, triunfó pronto y murió joven: “La industria le quería gordo”
El estreno del documental ‘John Candy: yo me gusto’ arroja una nueva luz sobre la estrella de la comedia a través de los comentarios de sus mejores amigos en Hollywood


“Empezamos al mismo tiempo y éramos los peores. Entramos en el espectáculo y nos dieron lo que teníamos que hacer, pero luego había que improvisar, y nadie quería trabajar con nosotros porque no sabíamos lo que hacíamos, así que trabajábamos solos”.
Lo cuenta a cámara un emocionadísimo Bill Murray, y el compañero al que se refiere es el cómico canadiense John Candy (Toronto, 1950, Durango, 1994). Cuesta creer que hubiese un momento en el que dos de los actores que definieron el cine gamberro de los ochenta pudiesen ser “los peores”, pero Murray suena sincero en John Candy: Yo me gusto el documental recién estrenado en Amazon Prime sobre la figura del actor que este año habría cumplido 75 años. Una efeméride que alentó a su compatriota Ryan Reynolds a dedicarle un homenaje porque, según declaró: “No puedo creer que no haya un documental sobre John Candy, y no sé si quiero vivir en un mundo sin él”.
Para subsanar esa carencia, contactó con el actor y director Colin Hanks, que en principio lo descartó. “No sé cómo hacerlo. Es un tipo tan majo. No sé cuál podría ser el enfoque”, reconoció a The Hollywood Reporter. Atendiendo al resultado final, Candy es algo más que un “tipo majo”. La estrella de El gran despilfarro (1985) se revela a lo largo del metraje como un hombre que renunció a papeles por ver crecer a sus hijos, no quería que le conociesen sólo por sus apariciones en la pantalla; un marido fiel que conoció a su mujer durante una cita a ciegas y permaneció a su lado hasta el día de su prematura muerte y un actor talentoso y venerado por sus compatriotas.

El día de su funeral Toronto cerró su autopista principal para el cortejo fúnebre, un honor que solo habían recibido las visitas papales o las de los presidentes de su país vecino. Y también un actor querido por sus compañeros, que aún hoy hablan de él con un nudo en la garganta. Por el documental pasan figuras como Catherine O’Hara, Martin Short, Dan Aykroyd, Steve Martin o Macaulay Culkin, que lo califica de “unicornio” por lo extraño que resultaba encontrar a alguien como él en Hollywood, y Mel Brooks, su director en La tienda de los horrores (1986) y La loca historia de las galaxias (1987), que le lanza el halago definitivo: “Era un gran actor porque era una gran persona”.
Además de su bondad y su respeto por todos los miembros del equipo, también sorprende la falta de escándalos. No hay demasiado alcohol, ni drogas, aunque la cocaína siempre sobrevoló sobre su biografía, algo que el documental esquiva, quizás porque entre los productores están los hijos del actor. Un material tan blanco como poco emocionante. Pero el entusiasmo de Reynolds era contagioso y Hanks, cuyo padre (Tom Hanks) trabajó con Candy en Voluntarios (1985) y Un dos tres... Splash (1984), indagó con más profundidad en la historia y descubrió aspectos ocultos y desconocidos del cómico.

Por ejemplo, el trauma que sufrió por la temprana muerte de su padre, que falleció a los 35 años, cuando John apenas tenía cinco. Un drama que arrastró durante toda la vida. También los problemas de ansiedad que siempre había tratado de ocultar. “John había empezado a sufrir ataques de ansiedad y pánico, y había comenzado a ir a terapia para superarlos, porque todo lo que le había funcionado durante toda su vida, de repente, ya no le servía”, revela Hanks. Y también la lucha contra un estigma en Hollywood: su peso. Llegó a superar los 150 kilos, y a pesar de que en cada entrevista había un motivo de mofa al respecto, Hollywood no lo quería delgado.
Candy siempre sintió que su vida tendría una fecha de caducidad temprana y la vivió a toda velocidad. Comía en exceso y también fumaba en exceso, un paquete al día, pero hubo un punto de inflexión: la muerte de John Belushi por sobredosis en 1982, al que estaba unido desde sus inicios en el grupo teatral Second City. Fue un fallecimiento que le recordó al de su padre.
No fue un buen estudiante; era un melómano que tocaba la batería y que mantenía un ojo en la interpretación porque le permitía crearse una coraza, pero no descartaba otras ocupaciones. Tenía futuro como jugador de fútbol americano; en el campo era bastante más rápido de lo que su corpulencia presagiaba. Parecía destinado a la alta competición hasta que una lesión de rodilla frenó en seco su carrera, un accidente que también frustró su intento de alistarse en el ejército estadounidense para luchar en Vietnam, mientras los jóvenes estadounidenses se escapaban a Canadá para eludir el alistamiento. Candy buscaba un propósito en la vida.

Todo lo conducía a la interpretación, para la que estaba dotado de manera natural. Sin embargo, dudaba: quería un trabajo estable que le permitiese casarse y fue su mujer quien lo alentó. Empezó a hacer teatro para niños y una amiga le dijo que conocía a otro cómico que era igual que él, que debían conocerse. Era Dan Aykroyd y fue amor a primera vista.
Juntos entraron en Second City, una compañía teatral que reunía a lo mejor de la improvisación de Estados Unidos y Canadá y que acabó convirtiéndose en un programa televisivo, “un Saturday Night Live” para pobres. Por allí estaban Martin Short, Catherine O’Hara, Harold Ramis, Rick Moranis, Eugene Levy y Bill Murray, que, al igual que Candy, sentía que su genio era muy inferior al de sus compañeros, pero eso les estimulaba a ambos. “La gente de hoy no sabe lo malo que tienes que ser para ser un perfeccionista; tienes que ser malo y saber que eres malo porque no hay nada como ser malo para querer mejorar”, confiesa Murray en el documental.

A pesar de las dudas, los personajes de Candy se popularizaron hasta el punto de que un día Steven Spielberg se presentó en una de las grabaciones para ofrecerle un papel en 1941 (1979). Creyó que era una broma. Y no lo era, pero 1941 fue el mayor fracaso del director. Sin embargo, su cara ya se había colado en la gran pantalla, su hábitat natural. Murray y él coincidieron nuevamente en El pelotón chiflado (1981), un éxito que llevó a que, cuando Harold Ramis fue incapaz de encontrar un final para ¡Socorro! Llegan las vacaciones (1983); le llamase de urgencia para que interpretase a un trasunto de sus personajes cómicos de The Second City. Su sola presencia salvó la película y ganó un millón de dólares por apenas un cameo.
Se consagró en Un, dos tres... Splash como el exuberante hermano de Tom Hanks. Hanks temía que la energía desbordante del canadiense lo opacase y fue cauto con él, pero como reconoce en el documental: “John no intentaba quedar por encima de mí”. Con el permiso de Ron Howard, creo largas escenas improvisadas en las que alentaba a Hanks a ser aún más gracioso. No fue la única vez que intentó sacar lo mejor de sus compañeros. Cuando rodó La loca historia de las galaxias, donde era Vomito, un trasunto de Chewbacca, consciente de que tenía todos los chistes buenos, mientras el casi debutante en comedia Bill Pullman no tenía ninguno, sugirió en medio del rodaje dejar alguno para él. Candy sabía que Pullman, ajeno a la comedia, se sentía desplazado en el plató y quiso integrarlo. La secuencia fue un desastre, Brooks se enfadó y hubo que cortarla, pero Pullman no lo olvidó nunca, según explicó a The New York Times. “Su risita y su guiño me tranquilizaron. Al final conseguí recuperarme. Y al día siguiente, Mel me recibió con un abrazo. Jamás olvidaré la generosidad de John Candy. Me enseñó a ser un líder amable. Me quitó un peso de encima”.

También apoyó a Meg Ryan negándose a insultarla en la pantalla. Según contó el productor de Armados y peligrosos (1986), Brian Grazer, en el podcast de Marc Maron WTF, el personaje de Candy originalmente iba a llamar “perra” al de Meg Ryan, pero a ella no le gustó y Candy manifestó que él también estaba en contra; el insulto salió del guion.Las muestras de entrega de Candy con sus amigos son innumerables. Cuando Chris Columbus le suplicó que apareciese en Solo en casa (1990), Candy solo tenía un día libre y rodó durante 23 horas seguidas. Por allí estaba Macaulay Culkin, que reconoce que Candy fue una de las mejores personas que se había encontrado en la industria. “Ojalá hubiera habido más gente así en mi vida”.
Candy incluso sabía hacer memorables momentos que en otras biografías hubiesen supuesto un descrédito inmediato. Ron Howard recuerda que un día Candy llegó tarde, borracho y exhausto al plató de Un, dos tres... Splash. Howard restó relevancia al retraso, pero Candy fue sincero. “Mira, estoy borracho. Te digo la verdad: estaba en el bar y Jack Nicholson también estaba allí. ¡Jack Nicholson sabía mi nombre, Ron! Y empezó a invitarme a copas", según explicó Howard a The Hollywood Reporter. Candy prosiguió. “Le dije: ‘Pero tengo que ir a rodar’. Y él me dijo: ‘Vas a estar bien, chico. No te preocupes’. Y siguió invitándome a copas. No me fui a dormir, Ron”. Aquel día tenían que rodar la escena de la partida de squash y Candy usó su fatiga para realzar el tono cómico de la película y la convirtió en una de las más divertidas de la película.
Se le recuerda por comedias como Mejor solo que mal acompañado (1987), donde forjó una amistad con Steve Martin que se mantuvo hasta el final de sus días y una relación laboral y casi de familia con John Hughes. Leía todos sus guiones y pasaban las vacaciones juntos. Pero también pudo dar alguna muestra de su talento dramático. Realizó su papel más sorprendente como un abogado a las órdenes de Oliver Stone en JFK: Caso abierto (1991). Su interpretación estuvo a punto de caerse del montaje final, pero sobrevivió gracias a la insistencia de Costner.

Candy tenía interés por mostrar su lado dramático. Su hijo ha contado que hizo pruebas de cámara y vestuario para Uno de los nuestros (1990) y recibió el guión de Pulp Fiction (1994). Sin embargo, rechazó un papel que pudo dar un giro de 180 grados a su carrera, el de Fatty Arbuckle. Hasta cinco veces dijo no a interpretar a la estrella del cine mudo, cuya carrera quedó arruinada por una falsa acusación de asesinato. También dijo no a Cazafantasmas (1984) y el papel acabó en manos de Rick Moranis y lo lanzó a la fama. No fue el único papel que le cedio: él mismo lo recomendó para interpretar el papel de Wayne Szalinski, el padre científico y despistado en Cariño, he encogido a los niños (1989).
El trabajo era extenuante y estaba agotado, pero no quería ir al médico para que no le pidiese que dejase de beber. Su mecanismo de defensa era comer y beber y creía que si no lo hacía no podría trabajar. Empujado por sus allegados, ingresó en un centro para adelgazar, dejó de fumar y perdió 32 kilos. “Pero la industria le quería gordo”, lamenta su mujer. Su agencia le dijo: “Hagas lo que hagas, no adelgaces más”, y él les hizo caso.
Sin embargo, su aspecto era el tema inevitable en todas las entrevistas. “Vamos a hablar de la gran ciudad y si quiere saber lo que es grande, miren a John”, le dice un presentador, en el documental, algo que hoy sería inconcebible. “¿Crees que la gente adora a los gordos?”, le pregunta otra, mientras la mirada del actor se entristece perceptiblemente. “Te tratan como a un ciudadano de segunda”, confiesa en una entrevista recuperada para el documental, “te sientes muy vulnerable y sensible”. “Cuando eres tan grande, la gente te trata de manera diferente y eso duele”, reconoce. Pero también se reafirma. “Me gusto tal y como soy”.
“Era un hombre grande que vivía a lo grande y eso nos preocupaba”, reconocen sus amigos en el documental. Pero cuando uno le dijo que adelgazase, lo borró de su agenda. Y entonces empezó a manifestarse una ansiedad contra la que llevaba luchando desde su infancia. Sufría ataques de pánico, pero no quería medicarse y recurrió a la terapia.
Durante el rodaje de Caravana al este (1994), en México, sufría por el calor y llegó a desvanecerse, pero no quería que nadie lo viese enfermo. Su última comedia estrenada en vida, Elegidos para el triunfo (1993), en la que interpretaba el entrenador del equipo de bobsleigh de Jamaica, había sido un éxito y tenía pendiente de estreno la hilarante Operación Canadá (1995), de Michael Moore. Estaba en la cresta de la ola, pero o tuvo tiempo de disfrutar de ese éxito. Falleció durante el rodaje, en Durango: le encontraron en la habitación del hotel el 4 de marzo de 1994. Nunca llegó a rodar la esperada adaptación de La conjura de los necios, para la que parecía el actor ideal, tampoco Atuk, un guion supuestamente maldito, que engrandeció su siniestra reputación tras su muerte. Macaulay Culkin, que sabe mucho de la industria, habla de otra medición mucho más real. “En Hollywood todo el mundo se vuelve loco o idiota o se muere”.
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