¿Es vestir ‘mal’ un privilegio de ricos? “Si lo hace alguien con poder, es audacia o ironía”
De grandes y controvertidos empresarios como Sam Bankman-Fried a asesores políticos como Dominic Cummings, varias figuras se han hecho célebres por su aspecto desastrado. ¿Pero podrían hacerlo si no fuesen hombres blancos, ricos y poderosos?


El crítico y periodista de moda Eugene Rabkin, fundador y editor de la revista StyleZeitgeist, escribió hace dos años un texto en el que explicaba el motivo por el que quienes pertenecen a clases desfavorecidas se esfuerzan por vestir con elegancia. “La aspiración surge de la necesidad de demostrar constantemente que te has ganado tu lugar en la sociedad”. Opina que, por ello, los privilegiados son quienes no necesitan hacer de su armario un aliado para demostrar algo, precisamente porque no tienen nada que demostrar. “¿Para qué vestirte, entonces elegantemente?”, se pregunta. Su tesis es, en resumen, que vestir mal es un privilegio.
La experta en lujo Beatriz Carranza coincide al señalar que alejarse conscientemente del código dominante y vestir mal “a propósito” exige capital cultural: saber qué es lo que se está rompiendo y por qué. “En ese sentido, puede convertirse en una forma sofisticada de comunicar estatus, porque estás demostrando que no necesitas seguir las reglas para ser validado. No obstante, para que esta conducta tenga éxito, el contexto es esencial. Hay culturas y círculos sociales donde el vestir mal o no seguir un protocolo pulido puede ser tomado como una ofensa porque no muestra respeto hacia los anfitriones de la reunión”, advierte. “La ropa que no sigue las convenciones, o que directamente es percibida como fea, teniendo en cuenta las implicaciones subjetivas de este término, puede jugar en tu contra si no tienes detrás un contexto que respalde tu elección. En cambio, si lo hace alguien con poder o reconocimiento, se interpreta como audacia o ironía”, añade.
Rabkin, que ha compartido ahora de nuevo en sus redes aquel texto que escribió en 2023 al considerar que su contenido tiene hoy más peso que nunca, habló entonces con W. David Marx, autor de Status and culture (Viking, 2022). El escritor señaló que ser un hombre blanco, rico y heterosexual conlleva haber nacido con una ventaja de estatus, lo que reduce la necesidad de presumir de él con las posesiones. “Esto también permite vestirse con discreción, ya que la gente no asume que uno es realmente pobre. Con el tiempo, este desapego a la señalización a través de las posesiones se convierte en una señal de estatus elevado”, decía.
El periodista Robert Armstrong reflexionó en 2016 acerca del antiestilo de Boris Johnson y aseguró que la informalidad en la vestimenta puede, en momentos cruciales, transmitir un mensaje de poder y derecho. “El estilo despreocupado suele ser una expresión de privilegio. ‘Sí, puedo permitirme ropa bonita, pero eso no me importa; ¡mira cómo la llevo!’. ‘Sí, soy el alcalde de Londres, pero me lo tomo a broma como bien puedes observar por mi peinado”, explicó Armstrong en Financial Times.


Hace tres años habló en el mismo medio acerca de los desastrosos looks de Sam Bankman-Fried, fundador de FTX, la plataforma de intercambio de criptomonedas. “Dirigir un negocio multimillonario con una camiseta, pantalones cortos arrugados y zapatillas desgastadas parecía un pavoneo tecnológico de lo más normal. ‘Puedo vestirme como un adicto a los videojuegos que no ha lanzado nada porque aquí en FTX todo gira en torno a la meritocracia; estamos demasiado ocupados creando disrupciones como para preocuparnos por la ropa, y además, soy más rico que tú”.
Vestir mal en el mundo de la política es mucho menos sencillo para las mujeres, como demuestra la serie de Netflix La Diplomática en una escena en la que la vicepresidenta de Estados Unidos, a quien da vida Allison Janney, da a la diplomática Kate Wyler, interpretada por Keri Russell, una lección sobre cómo su estética manda mensajes y no puede ser descuidada. “Probablemente pienses que tu pelo indica que estás demasiado ocupada sirviendo a tu país como para un moldeado. Pero se interpreta como que te acabas de despertar, algo que envía una señal que creo que es mejor no enviar. Prueba a ponerte un sostén con un poco de relleno. Sé que no hay mucho que ocultar, pero cuando se te abre la chaqueta, se te notan los pezones”, explica a la estupefacta Russell, que confiesa a continuación que lleva un imperdible en la bragueta porque ha tenido un problema con la cremallera.
Pero una cosa es el descuido premeditado y otra vestir mal a propósito, opina Luke Sweeney, de la sastrería londinense Thom Sweeney. “Vestir informal no tiene nada de malo. Los hombres con estilo pueden llevar tanto camiseta y zapatillas como esmoquin. Pero el tipo de informalidad del que hablamos no tiene nada que lo redima. Primero, es intencional —un hombre adulto tiene que esforzarse mucho para verse tan mal— y segundo, demuestra cierto desprecio por quienes te rodean, sobre todo si eres un personaje público”, comenta en un artículo en el que GQ analiza el ¿estilo? de Dominic Cummings, el que fuera asesor de Boris Johnson y que apareció con un look que Begoña Gómez Urzaiz describió en ICON como “el término medio entre el traje que nunca lleva y los looks de exraver que ha seguido llevando”.
La periodista aseguró que vestir mal en el trabajo es algo que tan solo se pueden permitir quienes tienen mucho poder y Kate Finnigan decía en la edición británica de Vogue que Cummings vestía así adrede. “Desprecia a los políticos de carrera, así que elige no vestirse como uno. Se ha inventado su propio código (…). El look de athleisure [moda deportiva para el día a día] cutre es un corte de mangas a la historia y la tradición del parlamento”, aseguró.
La socióloga Tressie McMillan Cottom escribió un texto llamado The Poor Can’t Afford Not to Wear Nice Clothes (Los pobres no pueden permitirse el lujo de no llevar ropa bonita) en el que coincide con la reflexión de partida de Rabkin. “¿Por qué la gente pobre toma decisiones estúpidas e ilógicas para comprar símbolos de estatus? Supongo que por la misma razón que todos, excepto los más ricos, compran símbolos de estatus. Queremos pertenecer”, escribe. Asegura que resultar “presentable”, como condición suficiente para un trabajo remunerado y digno o para interacciones sociales exitosas, es un privilegio. “El hippie blanco envejecido puede cortarse la coleta de su rebeldía juvenil y acceder a la alta dirección, mientras que los Panteras Negras envejecidos nunca podrán superar por completo los efectos de la estigmatización contra la que buscaban una revolución. Lo presentable es relativo y, como la vida, no es justo. En cambio, lo aceptable se refiere al acceso a un conjunto limitado de recompensas que se otorgan al pertenecer a un grupo”, dice.
El sociólogo de moda Pedro Mansilla explica a ICON que el verdaderamente rico y privilegiado se lo puede permitir casi todo. “La clase alta, especialmente la clase alta antigua, ha coqueteado desde hace mucho tiempo con estas salidas de tono. En cierto modo lo hacen también para epatar al burgués, que es incapaz de saltarse una norma, pues es el más celoso guardián de las costumbres imitadas de la aristocracia que ellos no se atreven jamás a romper”, dice.

Entonces, la voluntad de vestir premeditada y llamativamente mal, ¿puede ser vista como un símbolo de estatus? “Inicialmente sí”, responde Mansilla. “Otra cosa es que termine conformándose como tendencia. Imaginemos que de pronto, todos los pijos, para ir a tomarse la cervecita a Jorge Juan, empiezan a ir vestidos de Piratas del Caribe”, fantasea.
Silvia Bellezza, Francesca Gino y Anat Keinan publicaron en Harvard un estudio llamado The Red Sneakers Effect: Inferring Status and Competence from Signals of Nonconformity (El efecto de las zapatillas rojas: inferir estatus y competencia a partir de señales de inconformidad) en el que investigan cómo reacciona la gente ante comportamientos inconformistas como entrar en una boutique de lujo con ropa deportiva en lugar de un atuendo elegante o usar zapatillas rojas en un entorno profesional. “Estos gestos pueden actuar como una forma particular de consumo ostentoso y generar inferencias positivas de estatus y competencia a ojos de los demás”, dicen. Beatriz Carranza, al hablar de esta tesis, señala que romper las normas de vestimenta en ciertos entornos transmite seguridad, siempre que el entorno perciba que tienes la autoridad para hacerlo. “No es solo una cuestión estética, es una herramienta silenciosa de diferenciación”, asegura.
Rabkin, que señala que la moda puede ser percibida (a veces, con motivos) como superficial y materialista, tiene la respuesta idónea cuando escucha a quienes se mofan de los que no tienen dinero pero aun así se esfuerzan por vestir bien: “Para quienes no tienen mucha dignidad en sus vidas, sí la hay en vestirse bien”. Porque como dijo Armstrong, teniendo en cuenta que la moda es siempre una máscara, “no hay disfraz más tradicional ni más teatral, para quienes ostentan el poder, que el de la indiferencia”.
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