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Una semana en el Festival de Ortigueira: madrileños, hippies y ‘raveros’ en busca de una vida más salvaje

El bosque de Morouzos en Ortigueira (A Coruña) se transforma durante unos días de julio en una comunidad autogestionada y sin patrocinadores que atrae a 100.000 personas en busca de música, naturaleza, comunión y fiesta

Daniel Soufi
Un visitante del festival posa para el fotorreportaje de ICON cuando ya anochece.

Llegar a Ortigueira no es sencillo. Está casi en la punta de la costa atlántica, abrupta y brumosa. Los coches abarrotados recorren delgadas carreteras junto a autocares nocturnos en cuyos cristales empañados se intenta dormir sin resultados satisfactorios. El traslado desde el parking hasta la zona de acampada, ubicada en un extenso eucaliptal frente a la playa de Morouzos, normalmente se realiza bajo la lluvia, pero este año no cae ni una gota.

La llegada y salida del festival tiene un aire de penitencia. No hay taxis ni autobuses para llevar a todo el mundo hasta el bosque. Algunos emprenden el camino a pie. Llevan un macuto en la espalda, una silla plegable colgada en el cuello, un colchón hinchable, una nevera encajada entre el brazo y las costillas, un saco de dormir sujeto con una goma en la cintura y un palé de cerveza. Desde 1978, cada segunda semana de julio, este pueblo que normalmente no llega a los 5.500 habitantes recibe la visita de miles de personas: unas 100.000, este último año. Muchas son de Madrid, de un espectro social que no excluye las clases medias, las altas y las altísimas. A los pocos días ya nadie sabe muy bien de dónde viene nadie. Hay punkis y hippies auténticos, raveros como los de Sirat y los que vienen a Ortigueira para asalvajarse, para disfrazarse de elfo, de duende, de mago, de demonio. La entrada del festival es gratuita, la diversión cuesta lo mismo que el precio de un disfraz.

Desde el miércoles ya no queda un hueco libre en la zona de acampada. Las tiendas de campaña han invadido todos los caminos. “Ya estamos en el límite”, reconoce Alberto Balboa, director del festival. “No podemos acoger más gente, porque el festival se ha puesto de moda”. En 2013 ya tuvieron problemas de afluencia y tomaron algunas medidas. Ahora se plantean volver a hacerlo. El principal problema, explica Balboa, es el exceso de vehículos: no hay espacio para aparcar. De momento, descartan cobrar entrada. “Queremos que siga siendo un festival libre e igualitario. Además, hicimos un cálculo para ver si compensaba cobrar por los conciertos, pero concluimos que cerrar el casco urbano tendría un coste muy superior al ingreso que nos aportarían las entradas”.

Festival de Ortigueira
Muchos visitantes al Festival de Ortigueira optan por llevar su caravana, otros acampan en los pinares.

Hay quien viene con la furgoneta dos semanas antes de que empiecen los conciertos de música celta que han hecho famoso al festival en toda Europa. Llegar pronto es necesario para coger sitio en una de las dos calles principales donde se concentra el comercio de la zona de acampada. Hay venta de casi cualquier cosa: desde arneses hasta sesiones de tarot o reiki. Hay muchos puestos de comida. Son todo elaboraciones caseras. Gran variedad de opciones veganas: wok de tallarines salteados con verduras, boloñesa de soja texturizada, crepes, pizzas cocinadas en un horno de leña, garbanzos con curry. Los precios son razonables. Para elegir bien, conviene observar tanto el aspecto del plato como la mirada —y el rostro— de quien lo prepara. No toda inspiración produce belleza.

La calle comercial está repleta de perfiles delirantes. Venden hidromiel. “La hidromiel es buena. Todo lo que pasa por el cuerpo de la abeja tiene buen espíritu”, asegura un vendedor francés. Cinco chicos se detienen frente al puesto de una mujer de entre 50 y 60 años y le preguntan si tiene galletas de marihuana. “Tengo, de varios tipos”, responde ella, y acto seguido les muestra su catálogo. “Hay tres intensidades: normal, fuerte y súper fuerte”. Luego les interroga sobre sus hábitos de consumo. Su tono de voz es perfecto: inspira confianza, pero también deja claro que no conviene bajar la guardia.

El Festival de Ortigueira está muy cerca de playas enormes y vírgenes.
El clima es imprevisible durante los días que dura el festival.

En el puesto de al lado, un hombre llamado Roro celebra la existencia de un lugar como el camping de Ortigueira: una microsociedad de decenas de miles de personas que se gestiona y se regula de forma autónoma. No miente. Es posible que no exista en España —ni quizá en Europa— un ejemplo de comunidad autogestionada de semejante magnitud. Dentro del bosque no hay rastro de organización alguna, ni pública ni privada. No hay vallas que limiten el paso, aunque en los últimos años se ha prohibido la entrada de vehículos. Todo lo que ocurre en Ortigueira se resuelve desde dentro. Uno no cree que algo así pueda funcionar hasta que lo ve con sus propios ojos. “Eso es porque vives en Babilonia”, sostiene Roro con firmeza. “Yo también vivía en Babilonia, pero hace tres años abrí los ojos”.

Balboa, director del festival, quiere respetar el modelo de autogestión que impera en la zona de acampada. “La gente se organiza internamente. Nosotros facilitamos algunos servicios, como la recogida de basuras. Si no hay problemas de orden público, no intervenimos. Y hasta ahora no los ha habido”. Compara el ambiente de Ortigueira con el espíritu romántico y ácrata de míticos enclaves como Woodstock. “La gente valora estar bien en el festival y en la acampada. Saben que, si la cosa se complica, esa tranquilidad se va a acabar. Y a nosotros nos gusta que siga así. El Ortigueira es eso”.

El paisaje del bosque gallego es el fondo constante de las escenas festivaleras.
Se podría definir la iconografía del festival con tres conceptos: carpas, sudaderas y mucho verde.

Es habitual la venta de diferentes tipos de droga (blandas, duras o de tipo alucinógeno) en los alrededores del festival. “Sabemos que pasa, somos conscientes y la Guardia Civil también es consciente”, explica el director del festival. “Cada año, antes del festival nos reunimos y valoramos cómo atajar este problema en la medida de nuestras posibilidades. Hay que ser realista y comprender que si en otros festivales y, en general, en el resto de la sociedad se consume droga, aquí también nos vamos a encontrar con esta situación. Lo que sí puedo decir es que tenemos muy pocas incidencias relacionadas con el tema de salud, salvo algunas pequeñas excepciones”.

Los madrileños

Por la noche el camping se divide entre quienes se quedan y quienes bajan a los conciertos. Hay media hora de caminata hasta el puerto, donde se levanta el escenario del festival. Allí se mezclan los festivaleros con las familias del pueblo. El precio de un mini de cerveza no supera los cinco euros. En pocas discotecas de las grandes ciudades españolas se baila con la intensidad y la euforia que despiertan los acordes de la música celta. Este año el plato fuerte es la veterana banda francesa Gwendal. Cuando llueve, los conciertos en Ortigueira adquieren un sentido casi épico. Los madrileños, si pudieran, le pondrían un precio a esa épica y se la llevarían a casa, metida en el macuto.

No es 'Sirat', es una escena del Festival de Ortigueira.
El amanecer nunca es un problema en el festival: alguna rave improvisada y cercana acoge a los visitantes.

La impresión es que, aunque en Galicia se hayan inventado ingeniosos insultos para referirse a la gente de la capital —como fodechincho o PUMA (Puto Madrileño)—, nadie se toma demasiado en serio el despreciarles. “¿Yo cómo me voy a quejar? Si no paro de vender estos días”, dice el camarero de un bar enfrente de los conciertos, mientras sirve unos últimos licores café. La misma opinión tiene uno de los taxistas que cubre el trayecto entre la zona de acampada y el pueblo: “¿Quejarse de que vengan muchos madrileños? Yo eso no lo he oído nunca. Como mucho, preferiría que viniesen más espaciados, para no tener tanto agobio”.

Reloj, bolso y camiseta térmica por si por la noche enfría. El uniforme festivalero.
Gran parte del encanto del festival está en la comida casera que se vende en varios puestos.

Al terminar los conciertos, se regresa a la zona de acampada, donde la fiesta adopta un formato muy distinto. Desde hace algunos años, Ortigueira no se entiende sin las raves, las fiestas de música electrónica. Suele haber varias al mismo tiempo. Algunas son fijas e icónicas, como la rave de la playa, la de la carpa azul o la de música clásica, en la que además se celebran febriles recitales de poesía. Otras son itinerantes, brotan espontáneamente a cualquier hora de la noche. La música que se pincha en cada rave es distinta. Lo habitual, durante los días de mayor intensidad —de jueves a domingo—, es que haya al menos una en marcha en todo momento. Quienes las integran puede que hayan visto salir el sol y aún no se hayan acostado, o que estén recién despiertos y desayunados.

El tema de las raves divide al campamento en dos posturas. Para muchos, convivir con ellas es un martirio que impide una verdadera conexión con el entorno natural. Otros vienen a Ortigueira solo por ellas. El año pasado, un grupo de hippies organizó una sentada en señal de protesta. Balboa reconoce que la proliferación de raves es una de sus mayores preocupaciones. “Es complicadísimo regularlo. Los de las raves se cuelan por cualquier sitio, se meten por donde sea”. Las autoridades buscan los grandes altavoces para neutralizarlas. “Una vez que tienes un pinar con 20.000 personas y muchos planteamientos alternativos, no puedes meter a la Guardia Civil a desmontar la rave, porque se puede liar muy gorda. Lo que intentamos es prevenir. Pero la gente ya se sabe todos los caminos y accesos para meter el material”.

Festival de Ortigueira
Una pareja se abraza frente a la Ría de Ortigueira.

Ha habido tiempos más tranquilos en Ortigueira. Alba Orea, de Madrid, asistió por primera vez al festival hace 14 años. Recuerda que aquel primer año no había raves. “Había drogas, eso era igual. El tipo de gente también era parecido. Aunque tengo la impresión de que estaba menos lleno”. Ese ambiente, cuenta, se mantuvo así durante algunos años. “Después fue cambiando hasta convertirse en lo que es ahora, que parece un pueblo con su calle comercial”. De todos modos, algunos amigos le han contado que, poco antes de que ella fuera por primera vez, había aún más raves y más puestos que ahora. Lo que podría señalar una tendencia cíclica.

Ana Belén Noriega, también de Madrid, fue al festival a finales de los ochenta, aunque no recuerda con exactitud el año. Asegura que, por entonces, Ortigueira ya era un festival conocido en Madrid. Llegó hasta allí tras completar el Camino de Santiago. Su recuerdo es que la zona de acampada ya estaba llena. “En esa época la música celta estaba muy de moda en Madrid, no era raro que la pusieran en locales de Malasaña”, recuerda. Ya por entonces acudía gente de estilo alternativo: “Ropa suelta, blusas amplias, tejidas a mano, algún chalequito”. Rememora un ambiente muy animado en los conciertos. Al terminar, la gente regresaba al camping, y no había ningún altavoz: como mucho, el sonido lejano de un violín o una flauta. “Lo que más recuerdo es el rollo de las bruxas, la queimada, el conxuro… y pasar mucho miedo en el bosque”.

Un festivalero descansa en una hamaca.
Descanso y paseo por la playa.

El Festival de Ortigueira está organizado por el Ayuntamiento. “Mucha gente no entiende que no queramos que vengan aquí las grandes empresas”, explica Balboa. “Nosotros no queremos grandes promotoras con precios prohibitivos, como pasa en otros festivales. La ventaja que tiene esto es que tú puedes ser como eres y nadie te va a decir nada. Eso vale su peso en oro”. Confía en que el modelo pueda mantenerse algunos años más, aunque es consciente de los riesgos. “Imagínate que dentro de unos años el equipo que entre decide externalizarlo todo y contratar a una gran productora para organizar el festival. Va a ser difícil encajar ese planteamiento con el espíritu del Festival de Ortigueira”.

Festival de Ortigueira

Aun lleno de gente, bombardeado por constantes decibelios, el bosque no muestra síntomas de fragilidad. Ni siquiera el desenfreno consumista del célebre turista madrileño basta para alterar el estado natural de las cosas. Antes de marcharse, es recomendable dar un último paseo por el eucaliptal. Los rostros refulgen, relajados. Parece que la belleza es propicia a quienes optan por una aventura de libertad tan apacible como incondicional. Tras unos días en el festival, una extraña nube se posa en la mente, y hace imposible recordar las obligaciones de la vida laboral. Venir la semana entera o incluso diez días, repetir durante cinco años Ortigueira solo puede tener un objetivo, y es que este festival mágico, único, incorrecto, al fin deje de interesarnos.

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Sobre la firma

Daniel Soufi
Colabora con distintas secciones de EL PAÍS desde septiembre de 2022. Además, ha publicado en medios como eldiario.es y la revista 'Yorokobu'. Graduado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Carlos III de Madrid. Cursó el máster de Periodismo UAM-EL PAÍS en la promoción 2021-2023.
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