Alberto García Alix: “Nunca he maquillado nada. ¿He sido drogadicto? Sí, no hay más. Tampoco me arrepiento ni me odio"
El retratista español por excelencia indaga en su archivo y descubre incluso fotos que había olvidado

A estas alturas, la obra de Alberto García-Alix (León, 1956) es incuestionable. Es el retratista de su generación más famoso y valorado dentro y fuera de España. Solo hay que recordar alguno de sus galardones: Premio Nacional de Fotografía en 1999; Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia desde 2012, o la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, otorgada por el Ministerio de Cultura de España en 2019. Hay obras suyas en el Reina Sofía, en la Fundación Botín e incluso en el Prado. Con 69 años mantiene una actividad envidiable. La aparición a finales de 2024 del segundo volumen de su Archivo Nómada (Cabeza de Chorlito) continúa la labor de organizar sus miles de fotografías, en este caso en el periodo comprendido entre los años 1982 y 1986, con la Movida en su cénit y posterior decadencia. A su vez, La ausencia como estímulo (Cabeza de Chorlito-Estampa/ IFEMA Madrid), es reedición y reescritura de la conferencia que García-Alix dio en 2023 dentro del ciclo Fantasmagorías contemporáneas, comisariado por Pilar Soler Montes.
¿Produce vértigo la decisión de mirar para atrás y hacer recuento? No fue idea mía, sino de Frédérique Bangerter, la editora de Cabeza de Chorlito. Cuando vino con la propuesta, me negué, porque publicar todo, hasta las fotos malas, era algo que no entendía. Eso es muy de los autores. Queremos que se vea lo que creemos mejor, pero Frédérique dijo que no, que se tenía que ver todo. Y así empezó a prepararse. La verdad es que cuando vi el resultado quedé muy contento. Es curioso, porque para mí ha supuesto revisitar muchas fotos que ni recordaba ni reconocía. Digamos que está el 88% de lo que se hizo, ya que de una fotografía puede haber cuatro o cinco tomas. Como libro de archivo que es, tiene la virtud de que también permite ver las calles del Madrid de esa época. Se sobreentiende, por esa carga de información que tiene la fotografía, todo, la vida, ¿no?

Al inicio del texto Mi vida más leve, se pregunta si fue “un hombre equivocado”. ¿Piensa que hay errores que el afán artístico sabe transmutar en aciertos, o solo hay que convivir con ellos? Hay que convivir con ello. Yo nunca he maquillado nada. Nunca me ha dado reparo decir la verdad. ¿He sido drogadicto? Pues sí, no hay más. Tampoco me arrepiento. Tampoco me odio. Tampoco me fustigo. Soy un privilegiado... No me importa si una vida o una obra son tumultuosas. Lo que pasa es que si abres mis libros, ya en el primero, en alguna de las fotos del año 1976, están las jeringuillas, nada más empezar. Y es una parte importante de las fotos. En el segundo tomo desaparecen, pero no es que no las hubiera, solamente no hay fotos. Uno aprende que las fotos son muy chivatas. No se puede prever qué dirán años después, pero registrar todo eso... En el primer tomo, es un mundo más íntimo, más callejero. Cuando empecé a hacer fotos, lógicamente, quería hacer fotos en la calle, constantemente. Era mi safari. Me sigue gustando mucho. Las calles siempre se renuevan, siempre están sucediendo cosas. Necesitan paciencia, mucho ojo, ser muy rápido, patear, saberse colocar bien, como hacen los grandes reporteros. Siempre hay una especie de baile cuando caminas con la cámara por la calle.
A propósito del primer volumen del Archivo Nómada, ¿qué recuerdos han vuelto de aquellos comienzos? Yo no tenía conocimientos fotográficos, no conocía fotógrafos, no estaba en ese mundo. Aun así, desde muy temprano me sentí poderoso, en el sentido de ser propietario de mi mirada. Eso es lo que me gustó. Mirar. La independencia de la mirada. Al principio, la cámara me sirvió para adentrarme y descubrir el mundo y, de alguna manera, el hecho fotográfico. El primer tomo acaba en el momento en que salgo del ejército, en 1981, y voy a ver una exposición de August Sander, luego otra de fotografía americana. Fueron dos exposiciones que marcaron mi sentimiento fotográfico. Con la de August Sander, el retrato y la independencia de la mirada se hacen evidentes, algo que uno no sabía o intuía pero que ya se revelaba. Con Sander, con los norteamericanos, con Elliott Erwitt, Danny Lyon, Diane Arbus... Más adelante, también Café Lehmitz, de Anders Petersen. Le hicimos un libro en Cabeza de Chorlito. Es uno de los trabajos que más me han gustado de la historia de la fotografía. Extraordinario. Los personajes, lo que pasa, la empatía con la que se coloca el fotógrafo. Es espectacular... Pero, como te decía, en el primer volumen del archivo mi saber era escaso. Enseguida aprendí a revelar bien los carretes y vino ese sentido de propiedad en la mirada. Fui autodidacta. Con todo, siempre pienso que si uno tiene un buen maestro, camina más rápido. Y un maestro nos enseña a amar lo que nos divulga. Yo no tuve esa suerte, pero rápidamente amé con locura la fotografía.

¿Lo íntimo y lo autobiográfico tienen cabida en un arte tan fugitivo y veloz? La vida... Bueno, es retórica, lírica aislada... Para hacer fotos tengo más defensas. Para escribir ya no tanto. Me cuesta esa plasmación de la visión, no tengo la disciplina que requiere. Pero es verdad que me sale un cauce muy poético. Respecto a lo íntimo y lo autobiográfico, yo creo que sí. Lo subjetivo, claro que tiene cabida. Siempre he dicho, y esto lo he repetido hasta la saciedad, que una forma de ser es una forma de ver, y viceversa. Bajo esa premisa entiendo yo la autoría artística. Si no hubiera vivido lo que viví, si no hubiera sido así, no tendría sentido lo que he hecho ni lo tendría mi trabajo. La mirada se educa. La educamos.
“Nacemos con dolor de ausencia. [...] Latimos en lo perdido, en lo olvidado,en lo ido y en lo de más allá que no tenemos”, dice a propósito de su reciente proyecto, La ausencia como estímulo. Escribo obligado [risas]. Yo no me siento aquí a la tarde y me pongo a esperar la inspiración... No, siempre es por obligación. Por imperativos externos. Porque me piden un texto, por el guion de una obra audiovisual. Motu proprio, por disfrutar, pues no.
La suya es una pluma de encargo. Sí, porque no disfruto. Me cuesta. Te sientas aquí, con el ordenador, y te pones a pensar la ausencia, a ver dónde pongo la cabeza... Hostia... Además, luego está la presión de entregar el trabajo en un mes, y vamos... La ausencia como estímulo viene porque una comisaria, Pilar Soler Montes, me encargó una conferencia para unas jornadas en la galería Alcalá 31. Me dio dos temas, uno no lo recuerdo y el otro fue el elegido. Inmediatamente repercutió esa palabra en mi cabeza con la fotografía. Tienen que ver. En la mía, bastante. Tuve que profundizar en la reflexión.
¿Siente aún pasión por las motos? Vivo con ellas. Tengo una fuera, tengo esta aquí y otras dos en el taller. Sí, llevo toda la vida con motos... Con los años, a veces uno piensa que empiezan a sobrar muchas cosas. Que con una vale.

¿Pero se sigue yendo de viaje? Sí, sí, claro. Y no es solo que me vaya de viaje, es que me echo a la carretera y me sigue poniendo. Cuando me da la luz, el sol, el viento, hasta me río. Ya no me tiro tantas fotos, eso sí. Pero me río porque a veces te pasan los coches mirándote y piensan, “joder, la juventud está loca”, porque bajo el casco se creen que tienes 18 años. Me ha pasado quitarme el casco, que me miren y se sorprendan. Pero el público de las motos se ha vuelto mayor. No ha habido relevo. Ya no atrae a los jóvenes. Cuando yo lo era, solo soñábamos con montarlas, con su velocidad... Las motos, como tal, y esto lo sabe toda la industria, su público, ha envejecido. No tanto como yo, digamos, pero sí. La que está ahí [señala una Derbi Antorcha que el fotógrafo tuvo en su adolescencia] me la regalaron por un cumpleaños. Le mejoramos las amortiguaciones, pero es idéntica a la que montaba a mis 15 años. Esta otra es una joya [una Harley-Davidson XLCR 1000 Cafe Racer], hay muy pocas en el mundo. Tuve la suerte de comprar una en febrero de 1984. Sólo se hicieron 1200, pensando en Europa, en el público rocker, en el público inglés sobre todo, y cuando estos la probaron dijeron, “vaya trasto...”. Ellos tenían mejores. Frenaban más, corrían más... Fue una moto fallida, pero mítica. Durante años recorrí España con ella. Ahora la veo y pienso, “pero qué loco estaba, cómo iba en ese bicho” [risas]. Iba feliz. Trabajaba para montar en moto. Hacía fotos para poder estar dos meses dando vueltas.
En los últimos años, su preferencia por los retratos ha ido decantándose por la atención en los escenarios, los detalles muchas veces igual de crudos que sus personajes fotografiados. ¿Se debe a una mayor voluntad de desnudez? También. Al principio no, porque entonces mi mirada era de aquí [señala su rostro] hacia afuera. Eso cambia. Pensando en el presente, para mí la fotografía es un espacio donde inventarme. Independientemente de lo que mire, lo que sea.

Inventarse pero sin rozar la ficción, ¿no? No, ficcionar no se me da bien. La fotografía me exige un diálogo con lo mirado. Antes de coger la cámara, yo no veo. Sólo cuando estoy detrás de ella me veo obligado a ese diálogo. Ese es el que ha ido tomando más cuerpo en mí a la hora de ver la fotografía.
La escritura, la publicación de sus textos en revistas, en catálogos, en libros, ¿en qué medida se ha complementado con su mirada fotográfica? En bastante medida, sobre todo cuando he hecho los guiones de mis obras audiovisuales. Es otra pulsión creativa. Me encanta la combinación de la imagen y la palabra. La ausencia como estímulo es la tercera o cuarta conferencia que hago sobre ello. La anterior, El paraíso de los creyentes (2015), iba sobre qué es palabra y qué es imagen y marchó tan bien que fue grabada y editada. Me gustó la experiencia. Siempre ocurre lo mismo con mis trabajos audiovisuales. El gran esfuerzo no es la foto ni la imagen, sino el acto de escribir. Conseguir que el guion tenga vida. También considero que se me da bien el ritmo. Que sea circular, hipnótico. El guion es el que pauta y da todo. Empiezo igual, con ataques de pánico. Para hacer la obra de creación De donde no se vuelve (2008), para la gran exposición que me hicieron en el Reina Sofía, tuve que irme fuera y aislarme para poder escribir, porque en Madrid me cuesta, todo me distrae. Una vez que empiezo, siempre es con ataques de pánico, pensando que hay veces en que pagaría por no hacerlo, con todas las presiones de golpe, obligado a escribir de noche, etcétera. Pero en todos los trabajos de escritura, hay un instante en que empiezan a tomar cuerpo, se va notando su respiración, y es maravilloso poner el punto y final porque tienes que presentarlo y ya no da tiempo a sufrir más.

Esa apreciación, retomando sus Archivos Nómadas, ¿le hace a uno más sentimental, más melancólico? Cuando veo esas fotos pienso, joder, ¡qué jóvenes éramos! Veo a los amigos de entonces, congelados en su tiempo, pero no me crean demasiada melancolía. Me hacen más comprensivo. Se encuentran muchos sentimientos con los retratos. Lo repito, yo soy un privilegiado. Estoy aquí, he hecho una obra. Veo a la gente, a los compañeros y sé los desenlaces, sé las historias... Siento una mezcla variada de compasión, amor, afecto, comprensión. “A mayor gloria de Dios”.
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