El último psicópata
Visto ahora, ‘American Psycho’ es un universo completo y cerrado, una coda cruel a la década prodigiosa. Casi una parodia. Pero también un texto premonitorio


En 1991 ya me gustaba leer, pero era demasiado joven para American Psycho, novela de Bret Easton Ellis publicada en marzo de aquel año en un fuego cruzado de indignación y críticas atroces. No era para menos: trata sobre Patrick Bateman, un impoluto ejecutivo de Wall Street que se desdobla en el más sádico de los psicópatas, sus crímenes descritos en primera persona con la misma minuciosidad que los trajes y las marcas que consume. “Es difícil saber lo que Mr. Ellis quiere decirnos, porque nada con demasiada comodidad en la ciénaga que pretende denunciar”, denunciaba The New York Times. Proseguía: “Bateman le saca los ojos a mendigos, le raja el cuello a niños y le hace cosas a los cuerpos de las mujeres no muy distintas a las que el autor le hace a la prosa...”. Mi favorito es un confundido Norman Mailer: “Las primeras 50 páginas son casi inaguantables. No hay violencia (...), pero el cerebro recibe una miríada de aburridos estímulos. Ningún personaje del libro tiene rasgos, solo ropa. Resulta que estamos en la cabeza de un asesino en serie, pero desde la segunda página nos asaltan frases como: ‘Price lleva una chaqueta de seis botones de lana y seda Ermenegildo Zegna, camisa con puño francés Ike Behar, corbata de seda Ralph Lauren y unos zapatos pala vega Fratelli Rossetti’, Y en la página cinco: ‘Courtney abre la puerta y viste una blusa Krizia color crema, falda Krizia color óxido y zapatos de tacón Manolo Blahnik”. Luego glosa muebles, lámparas halógenas, restaurantes, reuniones y conocidos que equivocan sus nombres al saludarse. “La narrativa nunca se cansa porque no hay narrativa”, lamenta Mailer, pero le concede talento al autor: “Cuando lees a Beckett por primera vez es difícil no enfurecerte por lo monótono del lenguaje. En este caso, nos asfixian lujosos bienes de consumo (...). Es aburrido e intolerable, pero no lo puedes dejar. Como un vicio que no da placer”.
Lo peor es que la historia no pretendía ser una crítica al sistema sino que venía desde un lugar más íntimo: el propio vacío consumista de Ellis, por entonces un jovencísimo autor de éxito viviendo en Nueva York. Lo cuenta Andrea Aguilar en su reportaje del número de ICON de noviembre: un texto apasionante que analiza lo que hoy queda de aquel tratado de materialismo y violencia. Visto ahora, American Psycho es un universo completo y cerrado, una coda cruel a la década prodigiosa. Casi una parodia. Pero también un texto premonitorio, porque el narcisismo y el culto al éxito ya no son escandalosos sino cotidianos. El libro es capital. Nadie podrá contar mejor el histrionismo urbanita triunfador; después de aquello, solo hay decadencia.
Han corrido una suerte parecida muchas de los relatos con las que hemos crecido. La fatigada comedia romántica, por ejemplo. La típica película a lo Un dios salvaje, que pretende denunciar la barbarie bajo nuestra frágil capa de civilización pero se queda en cliché. O, como arguye Ferran Pla en su columna, el último lugar común de la ficción en mostrar signos de agotamiento: el filme con pretensiones bergmanianas o woodyallenescas que se recrea en la decadencia de un matrimonio de mediana edad. Las grandes historias son universales, pero los arquetipos se cansan. “Todavía no contamos historias de personajes no normativos más allá de sus rasgos”, sostiene Carlos González, coprotagonista de la serie Maricón perdido, junto a Gabriel Sánchez. Ambos, con Manu Soler (última incorporación a la serie HIT), protagonizan el reportaje de moda de este número. Forman parte de una nueva generación de actores que reclaman una ficción, y un mundo, fuera de los estrechos cajones donde nos empeñamos en colocarlos. Aunque tengamos que perder de vista dos o tres obras maestras.
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