Nadja Mihalic, extenista: “Se suponía que iba a ser la mejor y, de repente, todo era: ¿cuándo lo vas a dejar?”
Entrenó con algunas de las mejores jugadoras españolas. Se hizo amiga de Paula Badosa y Sara Sorribes. Fue promesa adolescente de la WTA. Hasta que su sueño se convirtió en pesadilla y abandonó. Ahora, la gallega hace terapia con ‘Los que no llegaron’, una autobiografía que reivindica la historia más común de los deportistas de alta competición

A mediados de noviembre, Sara Sorribes volvía a coger la raqueta. Tras siete meses largos retirada de las pistas por razones de salud mental, la tenista castellonense, de 29 años, regresaba a la competición y lo hacía, según declaraba en una carta abierta, “por puro placer”. Más o menos por las mismas fechas, piruetas del destino, su otrora compañera de entrenamientos y amiga Nadja Mihalic protagonizaba su propia y sonada vuelta al tenis, aunque ya no a esos torneos en los que una vez se dejó la piel y, casi, la cabeza. El suyo ha sido un regreso testimonial, en absoluto placentero: el que narra en Los que no llegaron, autobiografía editada vía Amazon con la que la exjugadora profesional de la WTA (Women’s Tennis Association, la Asociación de Tenis Femenino) se ha sometido a una sanadora terapia de choque emocional.
“Al terminar la carrera que cursaba en Estados Unidos, en 2020, dejé completamente el tenis. Entonces empecé a escribir un diario porque, de alguna manera, necesitaba curarme. Y si compartiendo mi historia podía, además, ayudar a otros, mejor”, explica a EL PAÍS. “Acabé muy tocada, en muchos sentidos y en diferentes etapas. Hubo un momento en que me tomé las competiciones como un trabajo que, encima, detestaba. El último año ni lo disfruté. Y luego la pérdida de identidad fue total, no sabía quién era ni lo que iba a hacer con mi vida. De repente, ya no era Nadja la tenista, la deportista, la popular, era solo Nadja”, continúa. Gallega de Santiago, Nadja Manjón Mihalic (para el deporte, el apellido materno, de origen croata, era el de guerra), a los 28 recién cumplidos, aún se siente vulnerable, tanto que en el libro responde por otro nombre. Lo que cuenta, sin embargo, es la cruda realidad: la de una cría que a los cinco años abraza el tenis decidida a convertirse en la número uno del mundo y arrastra a su familia en el intento. “Durante los primeros veinte años de su vida, Ana fue comprendiendo, poco a poco, que las recompensas que ofrece la vida rara vez coinciden con las que una espera”, escribe.
Que Mihalic iba para tenista estuvo claro desde muy pequeña. Descartados el patinaje y la gimnasia rítmica, su compromiso con la raqueta fue tal que, en segundo de la ESO, salió del colegio para estudiar en casa y poder así entrenar prácticamente todo el día, en aras de aquel “sueño que lo ocupaba todo”. Curtida en el club local coruñés y con cierta fama regional, a los ocho años la familia se mudó a Mallorca para que la niña tuviera mayores oportunidades. Cuando la isla se le quedó pequeña, se trasladaron primero a Madrid y, por fin, a Valencia. En las pistas de TenisVal, la academia de Pancho Alvariño y José Artur que vio crecerse a David Ferrer, Pablo Andújar o Álex Calatrava (cerrada en 2016), Nadja rozó el cielo de pelotas afelpadas con la punta de los dedos: los entrenadores se ilusionaron con ella, encantados de un potencial cimentado sobre una prodigiosa resistencia; entrenaba junto a algunas de las mejores jugadoras españolas y tenía la WTA apenas a un servicio (le faltaba un año para cumplir los 15, edad para acceder al circuito profesional). Amén de compañeras, Paula Badosa y Sara Sorribes eran sus amigas. Hasta que el sueño se convirtió en pesadilla. “Estás arruinando a la familia”, le soltó una vez su hermano menor. “Menudo derechazo me dio, pero esa era la situación, que nunca se escondió en casa: mis padres insistían en apoyarme, pero que tuviera claro que se estaban ahogando. A ver cómo separas eso cuando compites y sabes que, si pierdes, se te va a recordar lo que de verdad hay en juego”, dice.
El drama no era poco. Con un padre que, por consenso, había aparcado su trabajo para sacar adelante la carrera deportiva de la hija (los únicos ingresos que entraban eran los de la madre), la presión reventó la burbuja tenística. “Era una inversión a futuro que, si no resultaba bien, suponía el desastre. Imagínate, 12 años fuera del mercado laboral, a ver qué encuentras si tienes que reincorporarte con casi 50 porque la jugada ha salido mal. Y no solo eso, es que significa que tu hija también ha fracasado, y a qué precio. Pero lo hizo lo mejor que supo conmigo, mejor de lo que su padre lo había hecho con él. Y por eso lo admiro”, cuenta Mihalic. “El machaque mental era terrorífico. Se suponía que iba a ser la mejor y de repente todo eran preguntas: ‘¿Cuándo lo vas a dejar? ¿No ves que no llegas?’. En los entrenamientos rompía a llorar. Un día, de camino a la academia en el coche, le dije a mi padre: ‘Da la vuelta, que se acabó’. De no haber sido por la situación económica habría seguido, porque tenía 17 años y me quedaba recorrido, pero ya no había más tiempo familiar y debía tomar una decisión. Me dolió tanto, me dio tanta rabia, sentí tanta impotencia que no quise saber absolutamente nada del tenis a partir de entonces. Intenté borrarlo, como si no hubiera pasado”, continúa, la voz delatando aún la emoción: “El tenis era mi novio de toda la vida, con el que pensaba que me iba a casar, hasta que la muerte nos separe. Y, de pronto, cortamos. Bueno, me deja él, de alguna manera, porque por mí seguiría intentándolo, pero no pude más de cabeza. Lo que tenía claro es que no iba a rertirarme por mis padres. Jamás se me ocurriría hacerles cargar con esa culpa solo porque ya no había dinero”.
El dinero, claro. Y luego que si el tenis es un deporte elitista, de pijos. “Si no tienes problemas económicos, genial. En TenisVal había mucho ruso, gente del este con muchísima pasta que llevaba a sus hijas para quitárselas de encima un rato. Chicas que preferían estar de compras o divirtiéndose y no dando raquetazos. Y tú matándote y tus padres, también. Me pusieron a una de compañera de entrenamiento y fue el acabose”, recuerda. Otro episodio que no olvidará: cuando Sara Sorribes le regaló unas zapatillas porque las suyas tenían agujeros en las suelas. No lo dijo en casa, pero su padre terminó descubriendo el pastel: “Si no había ni para zapatos no iba a pedirle unos tenis nuevos”. El momento le sirvió, al menos, para abrirle los ojos a otra realidad que no había contemplado: lo que ella entendía como pasión, otros lo leían como negocio. “Hay entrenadores que, si tienes buenos patrocinadores, van a muerte contigo, porque es más fácil que ir con una que va fastidiada [en términos económicos] de casa”, lamenta. “Los míos siempre fueron un tanto precarios, me daban las raquetas, el raquetero, los grips y para de contar. Una vez lo intenté con Vodafone, que tenía plaza en el equipo, pero cogieron a Sara”, rememora entre risas, antes de rematar: “Cada cual juega con las cartas que le han tocado. Pero mira Djokovic, que entrenaba en la pared de su casa, su país en guerra”.
Para el caso, Mihalic tampoco lo dudó a la hora de aprovechar lo que el tenis podía ofrecerle. Consiguió una beca para estudiar en una universidad estadounidense y, de repente, se plantó en Ruston, Luisiana, matriculada en Ingeniería de Nanosistemas. Y quemó su último cartucho: “Rechacé ofertas de otros centros más importantes, como la Penn State o la Universidad de Houston, porque quería uno que no me exigiera demasiado. En Luisiana tenían la carrera que me apetecía y había un par de chicas españolas, como Alexandra Starkova, que conocía del circuito, y un entrenador tranquilo. El primer curso eres famosísima, una cosa loca en plan Disney Channel, pero la beca no es segura, porque hay que renovarla cada año y pueden denegártela. Más que un sistema educativo, es un negocio. Y los entrenadores, managers que trabajan para una empresa”. No, no resultó la aventura soñada, aunque ella tampoco esperaba mucho más: “Te da la opción de tener estudios pagados que mis padres nunca habrían podido permitirse. Fue una manera de devolverles lo que habían hecho por mí. Eso sí, a costa de una soledad terrible, que estuve tres años sin poder volver a España [la pandemia de por medio], con una situación emocional complicada, porque yo iba a trabajar en algo que no me gustaba nada”.

De vuelta en España, todavía le duele el tenis. Hasta este mismo año, no podía ver siquiera las competiciones por televisión. Y aún le resulta imposible enfrentarse a películas como El método Williams o la más reciente Rivales, otra historia de esos que no llegaron, versión Hollywood. “Todos los que están por debajo del top 100, e incluso del 50, lo pasan mal. Muchos ni tienen entrenadores porque no se los pueden pagar y por eso se emparejan con otros tenistas. Lo de ir de torneo en torneo con la mujer o la familia a cuestas en la furgoneta y vivir en ella es muy habitual. Yo conozco algunos que han dormido en los vestuarios del club en el que jugaban…”, revela. Con todo, su particular sacrificio le ha servido al final para encauzar su profesión: ahora mismo es jefa de logística de producto de WrldInvsn (léase World In Vision), marca de urban/streetwear con sede en Nueva Orleans que comenzaron un par de colegas de universidad. En ese sentido, no anda tan lejos de Roger Federer, que disfruta su retiro dorado como accionista de la firma On Running. “En mi época estaban Nike, Adidas, Puma y ya, pero entiendo que a la moda le interese asociarse con el tenis. Ahora, que una jugadora aparezca en la pista con una falda de Lacoste que cuesta más de 100 euros, pues no lo veo. Desde luego, no me parece el mejor ejemplo, sobre todo para los niños, porque esa [tener acceso al mundo del lujo] no debe ser la motivación para querer ser tenista”, aduce a propósito del roneo que se traen ciertas etiquetas exclusivas con los héroes de la raqueta. Sobre la traída y llevada cultura del esfuerzo actual, que jalea y ensalza a esos deportistas que compiten incluso física y mentalmente escacharrados (ella misma jugó en EE UU con una lesión de cuádriceps), reflexiona: “Es pura pasión. Los mejores partidos, o en mi caso los que mayor satisfacción me han dado, son los más sufridos, porque sabes que puedes dar todo y más si crees en ti, aun cojo o con calambres. También puede ser que los deportistas de élite estemos un poco tocados, jajaja”.
–¿Pero no estaba acordado que una retirada a tiempo siempre es una victoria?
–Para mí, sí lo fue. La historia de los que no han llegado es la más común, la de la mayoría de la que nadie habla, esos niños que lo han dado todo y esos padres y familias que se han sacrificado por ellos. Llegar es salir en la foto con el trofeo, lo que está estipulado. Pero yo he llegado, quizá no a ser tenista, pero soy independiente desde los 18 años, tengo trabajo y puedo pagarme una casa. Una situación que, lamentablemente, mucha gente joven no puede alcanzar hoy. Claro que he llegado, de otra manera, pero he llegado.
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