El cesto y la furia: cada verano tiene su amor
De la pasión juvenil a la paternidad: el periodista y escritor Sergio C. Fanjul sabe que solo hay un estío con cada una de las sucesivas niñas que van apareciendo en su hija


Otra vez esa sensación: la luz del sol calienta mi rostro como un puré blando y espeso y me trae aquellos veranos en Caños de Meca, cientos de años atrás, bajando a la playa acalorados, aquellas escaleras serpenteantes donde siempre estábamos a punto de matarnos y en las que una vez encontramos un camaleón de ojos saltones que le hizo mucha gracia. Recuerdo la playa, las noches de flamenco, la arena entre los dedos de los pies, el cajón, la guitarra y la flauta travesera (yo amaba su sonido sinuoso) y el firmamento dándonos cobijo oscuro —todas las estrellas, todas— y perfectamente redondo porque todo era entonces así: esférico y perfecto. Recuerdo su cuerpo fibroso perlado de sal mientras se comía una gamba gorda y hermosa y una gota de mar caía en su ombligo desnudo, plof, y se oían las olas y yo le decía: “Tu piel es dorada como el pollo frito”.
Se llama pico de la reminiscencia al fenómeno por el cual solemos recordar con especial asombro aquello que nos sucedió en la primera juventud, cuando el mundo era nuevo y no se iba a acabar jamás de los jamases: recuerdos que me traen ese puercoespín en el estómago que hemos dado en llamar nostalgia. Por esas latitudes ocurrió aquel verano en el camping Camaleón, Caños de Meca (dicen que ya no es lo que era), donde la gente tocaba el djembé toda la noche y los raveros merodeaban por los bosques y los jipis pernoctaban en las cuevas de la playa y se llenaban la polla de barro y todo sucedía lento: el sol caía a plomo sobre el Atlántico por el faro de Trafalgar, donde se había librado una batalla antigua.
Nuestra batalla era la del amor asilvestrado, qué pasión y qué pocas habilidades comunicativas, qué ganas de comerse el mundo, de saltar las vallas, de colarse en sitios, de cometer pequeños hurtos en grandes superficies comerciales, de ingerir toxinas que daban fuegos artificiales por la noche y luego varios días de tristeza, comiendo plátanos, por el litio. Qué amor y qué desconfianza: quizás era obsesión, como decía una canción que ponían por la radio. A principios del siglo XXI aun no estábamos alerta contra los vicios del tan vilipendiado amor romántico, así que cumplíamos paso a paso la doctrina: queríamos vivir una canción de Los Planetas, de las que siempre acaban mal. Aquel amor acabó un septiembre y dolió unos cuantos más.
El tiempo cambia el mundo, así que hace unos veranos todo aquello parecía muy lejano y fotografié otros amores. Una foto de cuatro mujeres en un bosque de Llanes, aunque solo se ve a tres: una ya no existe, la otra estaba en vías de existir. Marisa Fanjul, a la que amaba como madre y todavía no sabía que pronto iba a morir. Jimena Marcos, a la que amo como amiga. Liliana Peligro, el tenaz y hermoso amor a mi pareja. La cuarta mujer todavía era un proyecto: en la barriga esférica y perfecta de Liliana viajaba Candela, a la que pronto amaría como hija. Tengo que buscar aquella foto.
¿Veis? Cada verano tiene su amor: qué diferente este amor que se construye con las manos, que cuesta y se rebela, que se cuida y se poda y acaba dando forma a una casa y dentro de esa casa va creciendo una niña. Un amor que es como un cesto, que se hace con esmero y luego abriga. Un amor que no sale en las canciones pero que canturreamos cada día. Un amor que preferimos que acabe bien, o que no acabe.
Estos veranos Candela va siendo cada vez otra persona (solo hay un verano con cada una de las sucesivas niñas que van apareciendo), y la Candela de este año, qué mayor, dice “papi llévame en cuello” y caminamos por el borde de la playa de Xixón, esos días nublados que son gratos al playófobo, esos días en los que nos muerde el mar Cantábrico y Candela, croqueta de arena, mira pececitos y salta y se reboza mientras Liliana, eterna y láctea, se ríe mucho rato y hechiza a un nuevo sol.
Cuánto querer en estos años fugaces que ya sufro por perder antes de que se pierdan para siempre, cuando flotamos en las espectaculares piscinas del resort de Benidorm (increíble bufet pensión completa) o en la más humilde piscina municipal de Usera, con vistas a los bloques, donde suena radiofórmula, los chavales de barrio se tiran a bomba y Candela, almiranta de la mar océana, ya es dueña y señora de su churro y sus manguitos.
Qué amor tan diferente, qué vida más frondosa, qué bonito. Os quiero mucho.
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