No te enamores en verano
El periodista y autor recuerda un despacho de abogados, el de su madre, que se fue transformando con los años en el laboratorio del mayor tratado sentimental jamás elaborado


Llegaban tambaleándose al final de las escaleras del tercer piso de la calle de Consejo de Ciento. Infidelidades, hartazgos, machistas, violentos, mujeres agotadas. Las vidas resquebrajadas. Pero ella casi nunca contaba nada al volver a casa. Entraba por la puerta y era solo un qué tal el día, bien, en el juzgado. Ya sabéis. Nosotros esperábamos algún detalle, un pedazo de historia para entender el mundo en el que vivía de diez a siete, dependiendo del día y de los casos en la sala de espera. Y cuando quedaba claro que no soltaría prenda, mi padre arqueaba las cejas y yo me conformaba con imaginar qué habría detrás de los regalos que seguían llegando cada Navidad. Los bombones de la señora Parera, las flores de la farmacéutica o las botellas de cava de la portera.
Mi madre era abogada, si es que uno deja de ser lo que fue media vida. Abogada civil. Matrimonial, para ser exactos. Cabalgó esa ola jurídica y social cuando se aprobó la ley del divorcio de 1981. Y más allá de aquella norma y sus rígidas respuestas, asistió al amanecer del derecho al desengaño. El despacho, como el de otros abogados, se fue transformando con los años en el laboratorio del mayor tratado sentimental jamás elaborado. En sus archivos, en las infinitas horas de audiencias y en las sentencias almacenadas en los separadores había respuesta a casi todos los conflictos del alma. También conclusiones. El amor conyugal no existe. O solo un tiempo determinado. Más bien corto. O fugaz. El resto es solo miedo. Rencor. Paciencia. Ella no lo decía así, es verdad, pero podía deducirse. O quizá fue lo que a mí empezó a parecerme con los años.
“Conocerás a tu pareja el día que te divorcies”. Eso sí lo escuché una vez.
Ocurría así siempre. Y con el tiempo, mi padre y yo nos dimos cuenta de un fenómeno extraño. El teléfono rojo de la casa de la playa sonaba a finales de agosto. Decenas de clientes la esperaban ansiosos tras el verano. Ese espacio mágico para proyectar las ilusiones, el lugar perfecto para sanar las frustraciones del resto del año, se convertía en una trampa mortal para un montón de parejas, como esas que se usan para cazar conejos. De tanto esperar las vacaciones, las vacaciones se volvían una cárcel de la que solo querían salir corriendo sin mirar atrás. El verano era la confirmación de lo poco que les unía y de lo mucho que se habían equivocado.
Una pareja, y eso lo averigüé años más tarde, aparecía siempre a primeros de septiembre. Un señor bajito, con bigote, que había llegado de Almería en los años sesenta y prosperó en la ventanilla de la sucursal de un banco. También su esposa, una señora de Barcelona, alta, delgada, hija de un conocido fabricante de papel. A esas alturas del año, cuando el verano había ya borrado las ganas de hablarse, tenían muy claro que debían separarse. Y que lo harían de forma amistosa, juntos. No había otro problema que la certeza ineludible de que habían dejado de quererse, al menos de la forma en que lo hicieron al principio. Pero a medida que avanzaba el proceso se iban arrepintiendo. La dureza y el frío del mes de noviembre, la tristeza de diciembre y la soledad de enero les persuadían siempre de lo mismo: empezar de nuevo no era tan buena idea. “Lo hemos pensado mejor”, resolvían mientras se levantaban. Y aquello se convirtió en un ritual al que mi madre se prestaba siempre con mucha atención, pero cada vez menos rigor.
El verano, ese era el problema de sus clientes, se convertía en un hangar emocional enorme y diáfano sin apenas rincones donde disimular las carencias, los defectos y sus toxicidades. En aquel apartamento de la playa, vivían una ilusión de espacio y tiempo que se esfumaba de golpe en el remolino del desagüe de septiembre. El amor dejaba un poco más cada año de ser como lo habían sentido aquel primer verano. Los divorcios en los meses que asomaban después de agosto, no lo sabían entonces, eran ya un 20% superior al del resto del año. No te enamores en verano, decía mi padre. Llega enero y todo es una mierda.
Aquella pareja, en cambio, fue descubriendo con los años el placer de conformarse. Los secretos de una resignación suave y pasiva fueron poco a poco amansando su rebelión interna y devolviéndoles el uno al otro, como esos trozos de plástico en el océano que la resaca del mar devuelve a la orilla cuando llega el invierno. El episodio del despacho se repitió cuatro o cinco veces más, pero solo se interesaban por cuestiones de forma, familiares. La última, pareció incluso que pasaban a saludar, como si no quisieran olvidar el trabajo que les había costado aguantar, o más bien aguantarse, aquellos años. Todo aquel tiempo domesticando el orgullo permitió también que naciera en ellos una sensación de alivio por no haberse abandonado, como si aquella derrota no hubiera significado una derrota, sino el triunfo por aprender a quererse sin ambiciones. Conformarse, como lo hicieron sus padres y sus abuelos, no podía ser malo. El amor, o lo que fuera aquel primer año, se convencieron para siempre, era solo un relato barato de verano.
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