¿Está la crisis de la vivienda deteriorando nuestra vida sexual?
La dificultad para encontrar casa hace que la privacidad y la intimidad sean, en muchos casos, metas difíciles de conseguir. Algo que no solo les ocurre a los jóvenes, también a adultos divorciados o personas de la tercera edad que viven en residencias o no tienen la comprensión de los hijos


Virginia Woolf habló de la necesidad de tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas y Friedrich Nietzsche dijo que “la arquitectura (que podría ser sinónimo del espacio) es una especie de elocuencia del poder expresada en formas, elocuencia que unas veces persuade e incluso acaricia y otras se limita a dictar órdenes”. Últimamente, se tiende a decir que todo lo que nos pasa, que nuestra felicidad o infortunio, es producto de nuestra manera de ver el mundo y de relacionarnos con él. Teoría que tiene su parte de razón y que es muy conveniente para el que manda y establece las normas, porque lo exonera de toda responsabilidad. Sin embargo, el entorno, el ecosistema, también determina muchas cosas. La actual crisis de la vivienda en España, por ejemplo, además de los precios del alquiler por las nubes y los de compra también disparados, se ha convertido en un entorno hostil para desarrollar una vida sexual plena.
Karen tiene 28 años y vive en Palma (Mallorca); comparte piso de dos habitaciones con otra chica de su misma edad. Cada una paga 600 euros al mes, más facturas. Karen tiene novio desde hace un año y lo trae a dormir (que no a vivir) a casa unas tres veces por semana; pero a su antigua compañera de piso no le agradaba que hiciera esto. Si coincidían por la mañana en la cocina, preparándose o tomando el desayuno, ella evitaba el contacto y tenía que esperar a que se fueran. Se sentía incómoda, entre otras cosas porque tenía problemas para relacionarse y sufría de ansiedad. Conocedora de esta situación, Karen era muy comprensiva y hasta retrasaba las llegadas a casa con su pareja para no molestar a su compañera, pero la cosa no funcionó y ella se fue. Su nueva compañera es más accesible. Acordaron que se podían traer parejas a dormir a casa, pero un día le dijo a su vecina de cuarto que “hacía mucho ruido” y le pidió que tratara de evitarlo en el futuro. Karen empieza a sentirse observada, espiada y monitorizada en su vida sexual y eso no le gusta, ni a ella ni a su pareja.
En 2016, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) acogió la exposición titulada 1.000 m2 de deseo. Arquitectura y sexualidad, que exploraba la importancia del espacio en los comportamientos sexuales, basándose en las manifestaciones artísticas, culturales y arquitectónicas en la sociedad occidental desde el siglo XVIII hasta nuestros días. A la pregunta de la revista Yorokobu: “¿Cómo puede influir el espacio en los comportamientos sexuales?“, Rosa Ferré, comisaria de la exposición, contestaba: “Puede influir en varios sentidos. Por un lado, hay mecanismos, códigos, ambientes que actúan como motores del deseo, que despiertan físicamente nuestros sentidos. Pero además, los espacios están codificados. Un espacio se compone de referentes que apelan a algo. Los espacios para el sexo apelan a nuestras fantasías, a nuestra mitología sexual, a nuestros fetiches, a liberar nuestros deseos. Otros nos domestican, nos dicen cómo tenemos que comportarnos, nos anuncian que estamos siendo observados, que no podemos hacer lo que queramos”.
Es cierto que una de las tareas de la adolescencia y la temprana juventud, cuando todavía se vive en casa de los padres, puede ser la de buscar lugares donde disponer de intimidad; ya sea para uno mismo o por si hay compañía. Los pisos compartidos son una batalla ganada en pro de la privacidad, que solo estará cien por cien asegurada cuando el individuo tenga casa propia. Una meta cada vez más inalcanzable en la era de la precariedad, los trabajos inestables, los sueldos basura y la condena de compartir piso hasta el final de los días.
“Intimidad y privacidad son cosas distintas”, señala Santiago Frago, sexólogo y codirector del Instituto Amaltea de Sexología, en Zaragoza. “La intimidad es un aspecto más profundo de la vida privada. Se puede tener lo segundo sin lo primero; pero no lo primero sin lo segundo”, explica. Para “perderse en la piel del otro sin perder la propia piel”, como dijo el sexólogo Abraham Pasini en su libro Intimidad, se necesita un espacio. Los jóvenes siempre han tenido este problema, que generaciones anteriores solucionaban muchas veces con el coche. Hacerlo en un patinete eléctrico ya no es lo mismo; pero, además, incluso el coche puede ser peligroso. Por eso muchos padres permiten ya que sus hijos lleven a dormir a casa a sus parejas; y los que cuentan con padres más tradicionales acaban buscando una solución. “Si hay deseo y se quiere estar con alguien, siempre se encuentra la manera de hacerlo. Incluso una pequeña dificultad puede resultar excitante, avivar la libido y la fantasía”, apunta Frago.
El deseo también necesita de un espacio
Lo que no está tan claro es lo que ocurre cuando el deseo no es tan grande, cuando no hay pareja estable o cuando la posibilidad de una relación esporádica se aborta por falta de privacidad. “Indudablemente, los problemas para acceder a una vivienda, la necesidad de compartir casa y, en el peor de los casos, hasta habitación, influyen necesariamente en la vida sexual de los individuos, en la frecuencia, en la calidad de las relaciones y en el deseo”, sentencia Gloria Arancibia Clavel, psicóloga y sexóloga, con consulta en Madrid. “Es cierto que en algunos casos esta dificultad del encuentro puede aumentar las ganas, pero si el deseo no es muy fuerte, puede acabar inhibiéndolo. No olvidemos que la falta de deseo es uno de los principales problemas que se ven en consulta. Y no solo en mujeres, también lo acusan hombres entre 35 y 45 años. Una edad de supuesta plenitud sexual”.

Pero si las parejas estables, con falta de espacio, acusan este problema en la frecuencia o calidad de sus relaciones, los encuentros esporádicos son todavía más complicados, porque se une la falta de confianza para llevar a alguien a casa o para ir a la suya. “Esta dificultad puede hacer que muchas personas con un deseo no muy fuerte se olviden de su faceta sexual y se centren más en el trabajo, los amigos, las cañas en el bar o las vacaciones. Las estadísticas nos confirman una y otra vez que las nuevas generaciones tienen menos encuentros sexuales que sus padres o abuelos. Es probable que la falta de espacios sea una de las causas”, opina Arancibia.
Este problema se agrava cuando las personas han pasado ya la adolescencia y juventud y se encuentran en la mediana edad. Como subraya Francisca Molero, ginecóloga, sexóloga, directora del Instituto Iberoamericano de Sexología, miembro de la Academia Internacional de Sexología Médica y presidenta de honor de la FESS, “quienes peor lo llevan son las personas ya maduras. Pienso en el caso de alguien que se ha divorciado, que puede tener 50 y tantos años y que vuelve a casa de sus padres. Entonces sus progenitores ya no son tan comprensivos, son mayores y es muy probable que no vean con buenos ojos que su hijo/a traiga gente a dormir. Es una sensación incómoda para todos”. La también sexóloga clínica y terapeuta del Centro Máxima, en Barcelona, añade: “Y está también el caso de la madre o el padre divorciado que vive con su hijo de veintitantos años y que evita llevar al novio a casa para que su hijo no le juzgue o porque le da vergüenza; porque no todos los hijos tienen claro que también hay que respetar las relaciones sexuales de los padres. El espacio es muy importante, porque el sexo necesita de un lugar donde sentirse seguro, dejarse llevar y atreverse a perder el control”.
En la vida de todo ser humano hay momentos donde la privacidad puede no estar garantizada. A saber, en la infancia y adolescencia, con padres que entran en las habitaciones o aporrean las puertas cuando están cerradas, preguntando: “¿Qué estás haciendo ahí tanto tiempo?”. Las casas compartidas, en la etapa de estudiante o de empleos mal pagados, son la lotería; y la mayor o menor privacidad dependerá de los compañeros y de las normas establecidas. Tal vez se pueda vivir una etapa idílica si se tiene piso propio, antes de la llegada de los hijos que, como dice Santiago Frago: “A menudo desconocen la existencia de las puertas y de la intimidad de los padres. Cuando estos les explican cómo vienen los niños al mundo, los pequeños escuchan atentamente y algunos dicen ‘¡vale, quiero verlo!”.
Si el matrimonio se rompe, y con él la hipoteca, es posible que se viva un periodo sin vivienda propia, de prestado, en casas de amigos o se vuelva con los padres. Finalmente, la tercera edad es la que lo tiene más complicado, porque en la gran parte de las residencias no se permiten visitas nocturnas. Incluso muchos hijos desaprueban que sus padres, ya mayores, se permitan el lujo de tener novio y llevarlo a casa; con lo que muchos abuelos renuncian a echar una cana al aire. Aunque no es el caso de Elisa, 70 años, Madrid, que vive con su hija, madre soltera, y con su nieto de 21 años. “Desde hace unos meses me veo con un amigo en un hotel. Alquilamos una habitación por horas, cada 15 días, porque ni él ni yo nos sentimos cómodos en nuestras casas”.
Recetas para buscar la intimidad
En este panorama desfavorable para las relaciones placenteras hay que buscar estrategias para el encuentro en entornos seguros, donde desnudarse en cuerpo y alma. “Deberíamos olvidar el individualismo en aras del colectivismo”, señala Molero, “y volver a esa época en la que las personas se ayudaban unas a otras. Se dejaban espacios o, si tenías casa y te ibas un fin de semana, le pasabas la llave a esa pareja que sabías que no tenía lugar para la privacidad porque vivía con los padres o por cualquier otra causa. Antes estaban también el coche o la tienda de campaña, pero ahora ya no te dejan acampar en muchos sitios”.
“En las casas compartidas hay que hablarlo y llegar a acuerdos”, añade Arancibia, “pero para que las circunstancias no nos hagan claudicar ni perder el deseo hay que procurar mantener la conexión, la sensualidad. Si no siempre son factibles las relaciones a puerta cerrada, hay que manifestar el afecto y el deseo con caricias, besos, miradas, manifestaciones de afecto que pueden hacerse en público. Podemos ser conscientes de que tenemos una limitación, pero hay que buscar los espacios, los momentos de intimidad, los fines de semana, los viajes al campo. Todo menos renunciar al placer por no tener dónde”, sostiene la sexóloga.
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