País Vasco busca a las familias de los presos republicanos que murieron en la cruenta prisión de Orduña
Un listado de nombres permite identificar los restos de cuatro represaliados exhumados y entregarlos a sus familias de Badajoz y Ciudad Real

A Juan Francisco Molina, la lista se la enseñó el alcalde de Mirandilla, en Badajoz. “Oye, mira el listado, a ver si este es familia tuya, que es de aquí del pueblo”, le dijo el regidor pasándole una relación de nombres. Era finales de julio de 2023 y en la lista estaba Miguel Fuentes Molina, un hermano de su abuela del que en la familia sabían que había muerto en alguna cárcel después de la Guerra Civil, pero nada más. “Empezamos a intentar averiguar cosas”, explica Juan Francisco. Y el listado fue la clave para descubrir que Miguel, un agricultor y militante de las Juventudes Socialistas, había fallecido en la prisión de Orduña (Bizkaia) el 28 de mayo de 1941, a los 26 años de edad. “Nos encontramos esto por casualidad y con una suerte brutal, pero mi abuela murió sin saber el destino de su hermano”, señala.
El listado recogía los nombres de los fallecidos en la prisión franquista de Orduña y Gogora —el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos del Gobierno vasco— lo había distribuido entre asociaciones memorialistas y medios de comunicación de Extremadura con la intención de localizar a familiares. La lista la había elaborado Joseba Egiguren, un periodista que ha dedicado años a investigar lo que ocurrió en Orduña, primero en el campo de concentración y después en la prisión central que, acabada la guerra, tomó el testigo en el mismo lugar, un antiguo colegio en pleno centro del pueblo.
Egiguren revisó las defunciones en el Registro Civil y recopiló 225 nombres. De la época del campo de concentración —de julio de 1937 a septiembre de 1939— solo aparecían 24. “Hay testigos que me comentaron que había muerto gente de hambre y por palizas de los guardianes y de esos no hay ningún rastro en los registros”, explica. Pero a partir de la apertura de la prisión en octubre de 1939 —cerró en julio de 1941—, quedaron registrados 201 fallecimientos.
Egiguren incluyó la lista en un libro publicado en 2011, pero había más pistas que seguir: “Vecinos de Orduña indicaban que los presos habían sido enterrados en una zona muy concreta del cementerio del pueblo”. El Ayuntamiento de Orduña se empeñó en que se conociera la verdad y, tres años después, se hallaron 14 cuerpos en una primera excavación. En 2022 y 2024 se realizaron nuevas exhumaciones, complicadas, porque hubo que retirar nichos para encontrar los restos, pero el Ayuntamiento convenció a los vecinos. En total, se hallaron 93 cuerpos —el paradero del resto se pierde en unas obras que se realizaron en el cementerio en los años setenta—, y Gogora está coordinando la identificación de los cadáveres. Hasta ahora ha conseguido dar con la identidad de 23 de los cuerpos. Los últimos casos, a finales de noviembre: los restos de cuatro víctimas viajaron de Euskadi a Badajoz y Ciudad Real, donde fueron entregados a sus familias. Entre ellos, los de Miguel Fuertes Molina, el nombre que había leído en la lista su sobrino nieto Juan Francisco.
La causa de la muerte que aparece en el certificado de defunción de Miguel –y en el de otros muchos— es la “avitaminosis”, el eufemismo en el que se escondían las penurias que acechaban a los presos. Orduña fue un presidio en el que se dejaba morir a los internos de hambre, frío y desatención en unos inviernos que fueron muy crudos. “Los dejaron abandonados entre la miseria que había en la prisión y la falta de comida y ropa”, relata Egiguren. A la prisión de Orduña —cuya población osciló entre los 2.000 y los 4.000 internos—, el franquismo envió a presos de diversas provincias como Albacete, Jaén o Tarragona, pero en especial de Badajoz —de donde proceden más de la mitad de los fallecidos—, Málaga y Ciudad Real.
“Muchos de ellos habían participado en las reivindicaciones por la reforma agraria durante la República. Habían sido miembros o simpatizantes de organizaciones políticas o sindicales como el PSOE o UGT”, apunta el periodista. Provenían de familias rurales, de condición humilde y cumplían condenas de hasta 20 o 30 años de cárcel por delitos como rebelión o auxilio a la rebelión. Estaban en prisión por haberse mantenido fieles a la República. “Muchos eran pobres de solemnidad, no tenían nada. Estaban en Orduña totalmente vendidos, en condiciones muy duras. Y como la prisión no les dio lo que necesitaban, al final fallecieron”. La violencia y el castigo eran habituales en una cárcel cuyo propósito era disciplinar a los presos en la ideología de la naciente dictadura. “A los guardianes los llamaban diablos. Cualquier acto de insubordinación se pagaba muy caro”, señala Egiguren.

Gogora sigue buscando a personas que puedan ofrecer su ADN para cotejarlo con el de los 70 cuerpos que quedan todavía por identificar. “Ahora nos está ayudando también la Diputación de Badajoz enviando cartas a todos los pueblos de donde son los fallecidos en la prisión. Y hay familias, a las que ya les hemos entregado a su familiar, que están yendo pueblo por pueblo, preguntando”, cuenta Ruth Cancelo, técnica de memoria de Gogora: “Se ha generado como una red entre instituciones, familias y asociaciones”.
El reto es identificarlos a todos, como con Manuel Guillén Expósito, un guardia civil fallecido en Orduña en marzo de 1941, a los 42 años. Fue inhumado el pasado 27 de noviembre en el cementerio viejo de Badajoz. “En el momento que vi la cajita estaba muy ilusionada y muy feliz”, cuenta su nieta, Antonia Muñoz. Antonia conoció a su abuelo por las historias que contaba su madre. “Mi madre nos hablaba muchísimo de él y hemos querido a mi abuelo sin haberlo conocido”. Su madre le contaba, por ejemplo, que, con apenas nueve años, vivía sola en una pensión en Ciudad Real para estar cerca de su padre, encarcelado allí, y visitarlo cada día y llevarle comida. Cuando su madre tuvo que regresar a Badajoz por la enfermedad de un familiar, mandaron a Manuel a Orduña. La familia sabía que había muerto en el penal vizcaíno, pero la madre de Antonia falleció hace tres años sin poder recuperar sus restos. “Yo se lo debía a mi madre y lo he seguido buscando”, cuenta Antonia. El día que el Gobierno vasco llamó a Antonia por teléfono para confirmar la identificación de su abuelo, no podía parar de decir “se lo traigo a mi madre, se lo traigo a mi madre”, mientras abrazaba a una amiga. Ambos descansan ahora juntos en Badajoz.
En Orduña, un columbario en el cementerio recuerda a los fallecidos. La prisión volvió a ser un colegio y en el patio en el que los presos intentaban sobrevivir al frío y el hambre, ahora se escucha a unos críos jugar al fútbol. Las vallas ya no se levantan para evitar fugas, sino para impedir que los balones se escapen a la calle. En la plaza frente a la antigua prisión, una placa levantada en un jardín homenajea la memoria de los presos “y de quienes perdieron la vida en defensa de la libertad y en contra del fascismo”. A más de 600 kilómetros, en Badajoz, como en otras provincias de España, se sigue buscando a familiares de aquellas víctimas.

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