Nochebuena, la cena de los monstruos
Cómo sobrevivir a los eventos familiares navideños cuando el trauma parece una identidad


Hace tiempo que llevo pensando en cómo enfrentarme a la Navidad. No suelo ir a eventos sociales de los que no me pueda escapar y este es, sin duda, el más retador y exigente. Lidiar con la familia requiere volver a meterse en la piel del personaje que le asignaron de pequeña dentro de dicha estructura. Una se quita lo que es, lo que ha llegado a ser y lo que ha aprendido, lo que le gusta, lo que odia y lo que le hace reír para retomar, resignada, el traje de hija pequeña, de mimada, de niña un poco díscola y divertida. Este año no estoy nada divertida. Y, claro, mi familia no sabe cómo lidiar con eso.
“De repente tengo un entorno de personas que no han vivido lo mismo que yo y a veces me hace sentir muy sola”, escuché decir hace poco a la antropóloga y periodista María Barrier en un episodio de su podcast Bimboficadas. “Tienes que tener un cuidado conmigo diferente al resto y, si no eres capaz de tener en cuenta mi vulnerabilidad y tener ese cuidado, no te relaciones conmigo” añadía. Lo que describía aquí Barrier no dista mucho de lo que experimentan no solo muchos adolescentes, sino también muchos adultos con cierta desidia existencial. Gestionar encuentros familiares y entre amigos según “lo que nos hacen sentir” y no tanto por los actos, pensamientos o “cosicas”, al fin y al cabo, medio tangibles, genera un fuerte choque de vulnerabilidades.
Mañana cenaremos con nuestros monstruos, pienso. Mañana cenaremos con los protagonistas de nuestras sesiones de terapia. Con el de los dientes afilados, con el hermano con problemas de violencia que nos obligó a ser el hijo fácil, con la sombra de ojos brillantes, con la madre alcohólica que nos convirtió en seres complacientes, cuidadores y de rictus serio, con el gigante de tres metros, con el padre que no nos pasó ni una y por eso ahora no se nos quita la losa del fracaso de la espalda, con el íncubo que no nos deja dormir, con la prima que un día dijo que teníamos un ojo más grande que el otro, demasiada papada, el culo gordo. Con un montón de gente que no nos entiende, que no nos comprende, que no nos sujeta, que no saben nada. Con unos auténticos gilipollas, vaya. La familia.
En esta vorágine de soledad en la que andamos metidos hasta el cuello, hay algo muy arenoso que no se señala porque es un pecado propio: no aguantamos a nadie. No soportamos al otro porque el otro siempre nos hace daño. “En una cultura terapéutica, cada rasgo de personalidad se convierte en un problema a resolver”, explica la escritora Freya India en su Substack. “Ahora la personalidad es un trastorno (...), ya no hay gente generosa sino complaciente. No hay hombres ni mujeres que lleven el corazón en la mano, solo personas codependientes o con apego ansioso”. Gente que dice: yo soy insegura, ansiosa, neurótica, huérfana, yo tengo miedo al abandono, yo, yo, yo tengo un trauma como un árbol de Navidad. Todo es un síntoma, todo es un diagnóstico, todos son imbéciles, menos yo.
En ese mismo episodio en el que María Barrier explicaba por qué sentía el vacío ante quienes no la entendían, su compañera de pódcast, la cantante y artista Samantha Hudson, apuntaba: “No somos quienes somos gracias al trauma, sino que somos quienes somos a pesar del trauma (...) el dolor se puede convertir a veces en un estandarte de lo que eres y creo que no es justo ni para ti ni para los demás que sientas que la manera en la que has vivido tu dolor te define como persona y, que, además sea ejemplificante o modélico”.
Mañana es Nochebuena y nosotros también seremos el monstruo del otro. Diremos o haremos algo que herirá al que se siente en frente nuestro. No intentaremos siquiera aliviar su dolor para acortar distancias, para favorecer el encuentro. Mañana seremos unos inconscientes de nuestros propios gestos. No pasa nada. Me tranquiliza mucho pensarme como un monstruo. Uno pequeño y medio inofensivo. Una especie de insecto negro, con patas peludas, dientes en los brazos y una lengua larga de color azul. Un bicho feo, con pliegues en la cara, que nunca se analizó mucho, que no reflexionó sobre su infancia y que podría sostener un corazón sangrante en las manos sin entender si alguna vez tuvo heridas o no. Un bicho que no piensa, que es un poco gilipollas, que mañana correteará rápido entre las piernas de su madre y sus hermanas. Que irá disfrazado de hija pequeña, de niña mimada y un poco díscola. Todo así, en realidad, es un poco más divertido.
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