El paralizante terror al chapuzón
El momento antes de tirarme a la piscina me sume en el desconcierto existencial, la falta de control sobre mi propio cuerpo, el miedo a la irreversibilidad


Los dedos de mis pies se aferran como ridículas garritas al borde de la piscina. Abajo el agua, de un azul artificial, ondula y distorsiona la cuadrícula de azulejos, como en un diagrama del espaciotiempo en la Teoría de la Relatividad General.
Estoy aquí para tirarme a agua.
Alrededor sucede la piscina municipal de Usera, Madrid, donde los chavales juegan a tirarse a bomba con gran alboroto, las madres gritan de lejos a sus hijas, las amigas se cuentan confidencias con los pies en remojo, suena la radiofórmula al tiempo que alguien saca un bocata envuelto en papel de aluminio y un tupper con trozos de sandía.
Pero yo estoy aquí para tirarme a la piscina. Me enfrento solo a mi destino. Estoy erguido en mitad del mundo, dentro de una burbuja en la que nada penetra. Con el bañador de palmeras que compré el otro año en Benidorm.
Quiero tirarme a la piscina, pero no me tiro. Sé que el agua está fría o al menos más fría de lo que espera mi cuerpo. Le digo a mi cuerpo: tírate, tírate ahora. Pero mi cuerpo permanece extrañamente inmóvil, como si se hubiese declarado en rebeldía. Le digo: venga va, tres, dos, uno… Pero nada: mi mente, esa voz que habla, esa voz que dice esto, ha perdido por completo el control mis extremidades.
Sigo aquí, al borde de la piscina, con los dedos de los pies asomados, en mitad del mundo, donde todo me es simétrico. En Gaza el ejército genocida está a punto de cometer otra masacre, caen las bombas en Ucrania, persiguen a los migrantes en los Estados Unidos de América. Pero yo sigo aquí, al borde la piscina municipal de Usera, donde el sol, ajeno al drama cotidiano, empieza a quemarme la piel.
Mi cuerpo sigue sin obedecer.
Probablemente tenga miedo a la irreversibilidad: ¿cómo no temerla? Cuando me arroje al agua, si me arrojo, no habrá vuelta atrás. El tiempo se ralentizará e iré sintiendo cada centímetro cuadrado de piel atravesando el límite del océano polar. Cuando esté en el aire no podré ya salvarme. Como el avión que acelera por la pista y ya no hay marcha atrás, la veloz incertidumbre antes de que el tren de aterrizaje deje definitivamente el suelo. Como morirse, digo yo, que debe ser como un tobogán sin retorno hacia la nada.
Estoy de pie, al borde de la piscina municipal de Usera, los dedos de los pies como garritas, los bocatas de carne empanada, la radiofórmula, las señoras, etcétera, y he perdido el control de mi cuerpo por miedo a la reversibilidad, por la resistencia al cambio, por el absurdo vital, mientras alrededor mi hija crece en un mundo en destrucción. Mi destino mínimo contra el destino máximo del mundo. El paralizante terror al chapuzón
La piscina me muestra que no soy dueño de mí mismo y que la muerte existe y que el espaciotiempo es curvo.
Me tiraré a la piscina cuando mi cuerpo quiera, si en algún momento quiere, cuando quiera ese que no soy yo pero que me maneja, y romperé la superficie, rodeado de icebergs y la mirada asombrada de los últimos osos polares. Tengo miedo, pero me tiraré a la piscina. Sí, algún día, me tiraré a la piscina.
Por cierto, ¿dónde tengo la toalla?
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