María Rosa afronta a los 46 años su examen decisivo: si aprueba cambiará su pasado de friegaplatos por un futuro de administrativa
Una inmigrante panameña que dejó los estudios a los 13 años se enfrentó el jueves a una prueba para conseguir un título superior oficial. ¿El tema? Los paraísos fiscales


Se masca la tensión en la sala de estudios. Estamos en plena temporada de exámenes y casi todos los asientos están tomados. Los ocupan adolescentes y veinteañeros tatuados que se muerden las uñas delante de sus apuntes. En esta habitación en un barrio del noreste de Madrid hay mucho en juego: las aspiraciones profesionales de decenas de jóvenes y de una mujer más veterana, María Rosa López, de 46 años, que ha barrido muchos suelos y fregado muchos platos para ganarse un pan desde que llegó a España en 2005. En silencio, abre su portátil, saca un cuaderno y repasa. Faltan 24 horas para la prueba con la que espera dejar esa dura vida atrás.
El día siguiente, jueves 18 de junio a las 12.00, María Rosa debe exponer su trabajo final para obtener el título de técnico superior en administración y finanzas, un ciclo superior de Formación Profesional. Ella y dos compañeros, Erik Hernanz de 22 años, y Andrea Torres, de 20, deben hablar durante 20 minutos ante un tribunal de cuatro profesores y enfrentarse a sus preguntas. María Rosa ha venido sola a esta sala municipal cerca de su piso en el distrito de Hortaleza porque aquí hay aire acondicionado y se concentra mejor. Por WhatsApp revisa los detalles con sus compañeros. Al rato, sale a descansar y se sienta en unos escalones: “Me lo sé todo de memoria, pero estoy nerviosa porque me da miedo bloquearme”.
El tema lo escogió ella de entre 19 opciones. Es un asunto que despierta su curiosidad y le remueve las tripas porque lo siente muy cercano: los paraísos fiscales. “Cuando era niña y estaba en Panamá me decían que vivir en un paraíso fiscal era guay, era chévere, porque atraíamos muchas inversiones y empresas. Y es verdad, pero esos beneficios iban solamente para unos pocos”, relata. “Y estando aquí en España, veo la sanidad, que yo sé que muchos se quejan por cómo está, las carreteras, la recogida de basura... y lo comparo con Panamá donde no hay dinero para todas estas cosas”.

El trayecto de María Rosa hasta aquí comenzó hace seis años. Un día le preguntó a una cajera del Mercadona qué pedían para trabajar en esos “almacenes” que, dicen, son los que mejor pagan. La empleada le respondió que un requisito mínimo era tener la ESO. Ella, que había abandonado sus estudios a los 13 años en su país natal, tomó nota. Quería algo más. Eso de estar viviendo con lo justo no era vida. Así que sin dejar sus trabajos en un restaurante y de limpiadora en una casa, se apuntó a un curso de ESO para adultos. Los siguientes dos años, completó un grado medio de Formación Profesional en gestión administrativa, y en estos últimos dos años, ha estudiado el grado superior en administración y finanzas.
Por el camino, coincidió en el instituto con su hija Alejandra, que se graduó en 2023 del título al que María Rosa aspira ahora. Alejandra, que combinó estudios y trabajo de camarera, es ahora responsable del inventario, nóminas y contabilidad de un restaurante. Como le pasa a profesores y amigos, su hija se derrite en elogios hacia su madre. María Rosa siente rubor: “Siempre dice que soy más lista porque con menos estudio retengo las cosas”.
Contando esto, lee en su móvil un mensaje de su antiguo jefe. Hasta el jueves 5 de junio, María Rosa hacía el turno nocturno lavando platos en un lujoso restaurante cerca de la Castellana donde ganaba el salario mínimo, apenas 1.200 euros al mes. Por culpa de una reestructuración ella y otros cinco compañeros se han ido al paro. Su exjefe, ajeno a la decisión del despido y con quien se lleva muy bien, le desea lo mejor para el examen. Ella exclama: “¡Todos me dicen suerte y yo lo que necesito es que mi cerebro no se bloquee!"
Llega el gran día y María Rosa es puro nervio. Sale de casa a las 10.30 acompañada de su compañera Andrea, vestidas como si fueran a una oficina. En lugar de mochilas cargan sus bolsos, y dentro, sus zapatos de tacón. Su tutora les ha avisado de que su aspecto influye en la nota. Sería una falta de respeto ir en chándal. Toman el bus 73 que en 10 minutos las deja cerca de su instituto, el IES Francisco Tomás y Valiente.

Saludan a una recepcionista que las anima desde su mostrador en el vestíbulo, cubierto de parqué y vegetación artificial. Treinta banderines decoran una esquina, las “nacionalidades representadas en este centro”, entre ellas la panameña de María Rosa y la hondureña de Andrea. Dentro, se encuentran con el otro compañero, Erik, que porta un polo, zapatillas deportivas y la misma cara de inquietud.
Se meten a ensayar en un aula sin uso, donde hay cinco máquinas empleadas por los alumnos de los grados de FP de electricidad. Son tres impresoras 3D y dos cortadoras láser de plásticos. Mientras recitan de pie, fingiendo que le hablan al tribunal, un maestro que parece ocupado en tareas de mantenimiento corta plástico en un aparato. El ruido distrae a María Rosa que hace una pausa para relacionar lo que tiene delante con lo que ha aprendido: “¿Veis? ¡Por esto hay que pagar impuestos, para que los institutos públicos puedan tener la maquinaria necesaria!“

Llega la hora. Suben a la primera planta pisando 20 peldaños serigrafiados con mensajes motivacionales: “El verdadero fracaso es no intentarlo”, “Just believe in your dreams”, “un viaje muy largo se inicia con un solo paso”.
Esta prueba final no es un mero trámite. Si suspenden, deberán ir a la recuperación de septiembre y se retrasaría la entrega del título. Quienes no aprueban el grado en dos años tarda tres, cuatro, o abandonan.
Entran a una sala luminosa de paredes blancas. Ven los cuatro pupitres vacíos donde se sientan los miembros del tribunal, que se han levantado para una pausa entre presentación y presentación. Conocen a sus examinadores porque les han impartido otras materias. Saben quién es duro y quién pasa la mano. Sobre todo, temen la parte final, cuando pueden hacerles preguntas. Contienen el aliento.

Los profesores toman asiento. Una maestra recuerda que a los 15 minutos levantará una mano para recordarles que les quedarán solo cinco minutos más. Erik rompe el hielo con una breve introducción y María Rosa toma el relevo, poniendo énfasis en que “la falta de equidad fiscal nos afecta a todos”. Habla de qué es un paraíso fiscal, sus orígenes hace siglos, y los distintos tipos, según su opacidad. Menciona a Luxemburgo, Irlanda, Mónaco, Suiza, Andorra y por supuesto a Panamá. Por momentos parece que se va a quedar sin respiración, pero consigue su objetivo de no bloquearse durante nueve minutos en los que no titubea al describir términos complejos como las sociedades offshore o las diferencias entre elusión y evasión.
Tras el turno de Andrea y Erik, llegan las preguntas. Como sospechaban, no son fáciles. Se defienden cuando les toca explicar que es muy difícil luchar contra el dumping fiscal porque priman los intereses egoístas de los países, pero temen lo peor cuando no saben responder quién está detrás de la organización internacional antiblanqueo GAFI, y se confunden sobre el grado de presión fiscal en España.
—Eso no es verdad—, les corrige un profesor, —La presión es del 37% y no del 45%. No es de las más altas, en contra de lo que piensa la gente.
Tras esto, María Rosa toma la iniciativa para defender con ímpetu el trabajo. Pide concienciar sobre el daño que hace a la gente corriente este sistema: “A mí lo que me ofende es que ves la mayoría de paraísos fiscales, Panamá por ejemplo, y son países pobres”.
—Hay mucho que contar sobre este tema—, la interrumpe una maestra. —Tenemos que cortar porque se nos ha ido el tiempo.
Recogen sus cosas y antes de salir, María Rosa pregunta en voz baja a una profesora.
—¿Estamos aprobados?
—Sí.
Contienen la emoción hasta salir al pasillo. Se abrazan. Andrea llora. “Ya acabamos, ya acabamos”, dice María Rosa. “Ahora sí es oficial”.

¿Tiene algo que contar? Escriba al autor a fpeinado@elpais.es
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
