Una pizza cojonuda
La salud democrática de un país también se mide por los guiños que se pueden hacer en los restaurantes de su capital


Cuando aún venía a Madrid solo de visita, porque mi lugar de residencia habitual estaba en una comunidad autónoma del noroeste español donde siempre, absolutamente siempre llueve, y donde siempre, absolutamente siempre, gana la derecha, recuerdo que una de mis mayores ilusiones era ir a comer al Rey de Tallarines de la plaza del Conde de Toreno.
Me encantaba el ritual por cuatro motivos. El primero, porque los tallarines en cuestión eran preparados en vivo y en directo en la barra por dos auténticos malabaristas del gluten, un espectáculo aún muy difícil de ver “en provincias” (como se dice aquí en Madrid de todo lo que no es la comunidad autónoma más provinciana de todas, es decir, la propia Madrid).
El segundo, porque una vez cocinados, dichos tallarines estaban deliciosos: la promesa de frescura que suponía aquella confección en vivo no era publicidad engañosa. Efectivamente, la pasta de la que hablo era una exquisitez recién hecha y se notaba. El tercero, porque la experiencia gastronómica resultaba relativamente asequible para una persona con un presupuesto moderado. Y cuarto, porque siempre era una aventura intentar conseguir una mesa al fondo del restaurante en la que una placa explicaba con orgullo que en ese mismo lugar habían comido Felipe y Letizia cuando aún eran solo príncipes en un país en el que aún se creía en el Régimen del 78.
Yo me vine a vivir a la Villa y Corte dos años antes de que Pedro Sánchez, que entonces aún era solo un candidato a líder que había estudiado en el mismo instituto que la futura reina, pusiese ese legendario tuit en el que explicaba, con la candidez que era usual en su cuenta de la red social (aún se llamaba Twitter y no pertenecía a Elon Musk), que estaba “con sus colegas en el restaurante Luna Rossa comiendo una pizza cojonuda”.
Nunca visité dicho restaurante, pero sí pasé muchas veces por delante yendo hacia El Rey de Tallarines los domingos, porque en mis primeros años en la ciudad viví una temporada en la calle de Pizarro, que está justo al lado de ambos establecimientos. No sé, pues, si la pizza de la que hablaba el actual presidente (al menos a la hora a la que escribo esto es presidente todavía y ha dicho que lo quiere seguir siendo “con más fuerza si cabe”) estaba tan buena como dijo Sánchez mucho antes de ser Perro o de que existiese ese fenómeno que tantos aborrecen con enconada virulencia llamado sanchismo.
Sí sé que hubo un tiempo en el que los dueños de Luna Rossa pudieron poner en su carta una pizza llamada Cojonuda. Lo hicieron, seguramente, más como un guiño a un tuit viral que indudablemente tenía su gracia que como una adhesión a una persona que representaba un partido con cien años de historia, pero lo hicieron. El clima de tolerancia y el sentido de convivencia cívica todavía permitía poner nombres de famosos (fuesen estos altos representantes del Estado o políticos de izquierdas) a los platos de un menú sin miedo a represalias y sin temor a tanganas. Todo esto fue hace 14 años.
El Rey de Tallarines original cerró hace tres pero, cuando eso ocurrió, sus dueños ya habían quitado la placa de la mesa de Felipe y Leticia. El Luna Rossa sigue abierto, pero en su carta ya no hay Pizza Cojonuda. No resulta difícil imaginar los comentarios crispados y la agresividad que llevaron a tomar sendas decisiones. La salud democrática de un país también se mide en cosillas como estas.
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