Ni bilingüe ni cachas ni cocinillas
He aprendido a ser bastante autoindulgente y no me fustigo si no puedo concentrarme para leer o escribir

El domingo me desperté a las 13.00. No me levantaba a esa hora desde la juventud, durante las fiestas del pueblo de mi madre, cuando regresaba a casa con el sol tan alto en el cielo que hasta picaba en la piel. Después de eso, también he trasnochado, pero a partir de las once y media, mi cuerpo ya está incómodo en horizontal y mi cabeza empieza a activarse y a hacer repaso de todas las tareas que tengo pendientes.
En la actualidad, vivo, de alguna forma, en ese pretérito juvenil. En lugar de prepararme el desayuno, me hago una comida-merienda-cena, puesto que a esa altura de la jornada ya no pega tomar tostadas y té. Como no tenga grabación, puedo amanecer tan desubicada que ni sé qué día de la semana es, a veces, ni qué mes, porque el lunes nieva y, de repente, el martes te quedas en manga corta y aun así sientes calor. 100% primavera, vaya.
Si no fuera por eso y por el hecho de que la razón que motiva el descalabro de mis rutinas es una pandemia con consecuencias terribles humanas, sociales y económicas, me transportaría a las vacaciones de verano de mi época escolar, en las que llegaba un momento en el que el reloj y el calendario perdían sentido y la desorientación mandaba. Esos días eran felices, estos, si no hay desgracias cerca y no pensamos en lo que nos queda por delante, solo soportables.
En ocasiones, me siento mal por haberle dado un patadón al horario laboral. Cuando me toca teletrabajar no es raro que lo haga con la jornada invertida, que edite vídeos de noche y los envíe concluidos con el firmamento todavía bien oscuro.
Los psicólogos sugieren que se establezcan pautas en las familias con niños para que lleven la vida entre cuatro paredes lo mejor posible. Yo, como adulta solitaria, que continúa teniendo faena, siento que salirme de todo es una de mis pocas licencias, un autocapricho, ahora que parece que esto de quedarnos en casa no va a ser solo un rato. Explican los expertos que es lo normal, que primero somos responsables, nos imponemos regímenes espartanos, con madrugones, compras de comida sana, elaboración de masa madre para preparar pan, clases de inglés y entrenamientos que ni Rocky Balboa subiendo los escalones.
Luego ya, asumiendo que aún nos queda, la cesta se modifica y la cebada de la cerveza le gana espacio al trigo de la harina, y las patatas fritas escalan posiciones frente a las ensaladas de lechuga. Lo que extraigo de estos cambios aparentemente intrascendentes que, sin embargo, han transformado nuestra cotidianidad, es que aprendemos a adaptarnos para poder seguir viviendo y hacerlo de la mejor manera posible, hasta cuando un virus se hace fuerte y pretende ganarnos la partida. Pero no lo va a hacer.
He aprendido a ser bastante autoindulgente y no me fustigo si no puedo concentrarme para leer o escribir ni tampoco si no me hincho a hacer sentadillas, ya sé que de esta no acabaré ni bilingüe ni cachas ni cocinillas, ¿y qué? Me basta con salir.

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