Al cazador pelirrojo que violó y mató a Elisa Abruñedo no le preocupaba la víctima, sino el qué dirán
El forense se declara “impresionado” por la expresión del cadáver y el médico que entrevistó al acusado en la cárcel asegura que es “una persona normal, sin patologías”

Roger Serafín Rodríguez Vázquez —el hombre impasible que se sienta, desde el lunes, en el banquillo de los acusados en el juicio por la violación y muerte de la gerocultora, esposa y madre de dos chicos Elisa Abruñedo— “siente arrepentimiento, más que por el hecho que cometió, por la imagen que puedan tener su familia y sus allegados una vez conocido el crimen”. Así lo ha explicado, durante la cuarta sesión del juicio que comenzó el lunes en la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de A Coruña, el médico del Instituto de Ciencias Forenses de León y Zamora que lo ha entrevistado en la cárcel. Roger Rodríguez le llegó a decir al especialista que, en los 10 años que pasaron hasta que la Guardia Civil dio con él (en un fino trabajo de seguimiento de líneas familiares a partir del ADN que obtuvieron del semen hallado en la víctima), había “olvidado prácticamente el tema”.
Este aficionado a la caza que después de una década fue cazado por la peculiaridad genética de ser pelirrojo “llevaba una vida ordenada, con actividad laboral y lúdica, integrado socialmente”. Las pruebas que le han hecho revelan que no tiene “ninguna alteración de la personalidad, ni patologías ni problemas que afecten a su memoria“. Ningún rasgo extraño, ha dicho el médico, más allá de ser un poco ansioso y ”perfeccionista”. ”No hay explicación psicopatológica a lo que hizo. Es una persona normal, que ha tenido una educación y ha pasado test psicotécnicos de conducción, de navegación, de caza”, ha abundado en la misma idea el forense.
La suya “es una personalidad como la que tenemos absolutamente todos, que somos capaces de lo mejor y de lo peor”, ha defendido el perito por videoconferencia: “un ser humano que vio la oportunidad de dejar salir el mal, por el simple placer de hacerlo”; que “cosificó a la víctima” y no se “resistió” al impulso. Que pensó que “podía hacerlo” porque “se iba a librar”. Ahora, ha explicado el especialista, “ha aceptado la comisión de unos hechos y sigue adelante. Así de simple. Así de sencillo”.
Roger Rodríguez, vecino de Narón (A Coruña), mecánico de astillero, cazador, volvía en coche de una batida, por una zona que le era familiar, el domingo 1 de septiembre de 2013, cuando tenía 39 años. Vio a Elisa Abruñedo, de 46, que regresaba a casa, sola, de un paseo vespertino. Ocurrió todo en cuestión de minutos, en la aldea Lavandeira (Cabanas, A Coruña), a apenas 200 metros de la casa familiar donde la víctima vivía con su marido y sus dos hijos, Adrián, de 24 años, y Álvaro, de 19. Roger Rodríguez la abordó, la golpeó, la arrastró 17 metros entre la maleza, la violó y la acuchilló en el cuello, el pulmón y el corazón. La abandonó desnuda y agonizante, en la misma postura en que la penetró. Dejó semen y saliva en el cadáver, pero su ADN no figuraba en ninguna base de datos. El rastreo de la Guardia Civil de A Coruña dio sus frutos al mejorar las técnicas de análisis genético, y en octubre de 2023 fue detenido.

Roger Rodríguez, que confesó los hechos entonces, no ha declarado en el juicio y este viernes, en la jornada de las conclusiones, tendrá la última oportunidad de hacerlo. A pesar del calor, el acusado no se ha quitado en todos estos días la sudadera granate de estilo universitario —y el lema Michigan 17— que también llevaba puesta el día en que lo arrestaron y registraron su piso. Asiste a las sesiones, sentado frente al jurado popular, sin mover apenas un músculo de la cara. Mientras el médico que lo exploró en León describe su personalidad. O cuando los guardias civiles y el forense que realizó la autopsia detallan la violencia empleada y el sufrimiento padecido por su víctima aleatoria, al tiempo que se exhiben fotos de las heridas en la pantalla.
“Impresionante” ha sido la palabra que ha repetido decenas de veces, este jueves, José Manuel Suárez, el forense del Instituto de Medicina Legal de Galicia en Ferrol, encargado de la autopsia. Pese a su ya larga experiencia, el médico reconoció que le “impresionaron” los “ojos” y “la cara de sufrimiento de la víctima”, Suárez ha llamado la atención sobre “la actitud” que conservó ella al morir, “con las piernas flexionadas, separadas”, en una imagen total de “impotencia y desesperación”, agarrada su mano izquierda a unas zarzas, apretándolas. El verdugo la abandonó así, con “total desprecio hacia su víctima”, en una escena “vejatoria y denigrante” después de generarle un “sufrimiento innecesario” al no matarla “con la primera” cuchillada. Esta, en el cuello, no fue mortal, pero “afectó la tráquea”, por lo que “la sangre llegó a salir por la boca”. Por esa herida la víctima sangró bastante, lo que indica que “agonizó” y aguantó con vida “unos minutos”.
Después, en la misma postura de la violación, Roger Rodríguez le clavó el cuchillo “de rematar” que usaba como cazador, en el costado, tan profundo que en la piel de Elisa quedó marca del golpe de la empuñadura. La tercera cuchillada, en el corazón, ya apenas sangró. Elisa “ya no se podía mover”, no hay señales de defensa “instintiva” en sus manos ante la presencia de un hombre que levanta el filo de un arma. “Estaba derrotada”, concluye el forense. Además de esto, el cadáver de Elisa Abruñedo presentaba heridas y marcas “por todas partes”, debidas a la resistencia inicial, al arrastre, al forcejeo. El cable de los auriculares que ella llevaba puestos al ser asaltada y la correa metálica del reloj quedaron grabados en su piel por la “brutalidad” del ataque.

Las secuelas del hijo menor
La última en declarar ha sido la psicóloga clínica que empezó a tratar hace dos años a los hijos de Elisa. Adrián y Álvaro, además, perdieron a su padre, Manuel Fernández, en accidente laboral un año y medio después del crimen. Ahora tienen 36 y 31 años, respectivamente, pero siguen viviendo en la misma casa familiar de Lavandeira, a pocos pasos del pinar en el que fue asesinada su madre, desbrozado, talado y ahora repoblado con eucaliptos. “No han cambiado nada en casa. No han querido. Álvaro sigue en la misma habitación. Todas las cosas de la madre están en su sitio”, ha contado la terapeuta. “A Álvaro le cuesta salir de casa”, ha explicado. “Era un estudiante que quedó anclado en 2013 y al que le va a costar tener un trabajo estable algún día. Desconfía de la gente, depende de su hermano y se aisla para protegerse, porque entiende que el mundo es un lugar muy peligroso para vivir”.
“Todos tenemos una casa psíquica, construida por los vínculos y las emociones”, ha planteado en forma de metáfora la psicóloga. “La de Álvaro se incendió, explotó, se desplomó”, mientras que “Adrián no se podía permitir derrumbarse, y buscó recursos, andamios, para sostener la suya”: “sentía el mandato familiar de convertirse en sustento y de mantener la memoria de Elisa en los medios”. Su deber era “que no se olvidase el caso” y se encontrase a “quien le había hecho eso a su madre”. Los dos llevan, por tanto, “12 años de duelo” y, tras el juicio, en opinión de la psicóloga, ambos “necesitarán terapia”, porque “los andamios de Adrián son provisionales”.
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