Loquillo presume de leyenda con un electrizante ‘show’ en el Roig Arena
El rockero barcelonés, secundando por una banda exultante, repasa en Valencia clásicos de toda su carrera, con guiños a Jorge Martínez (Ilegales), Johnny Cash e incluso a Pedro Martínez

El viejo y apolillado rock and roll. Ese lenguaje del siglo XX al que muchos daban por amortizado. Al final, es cuestión – sobre todo – de actitud. De visión global y periférica. De saber rodearte por buenas compañías. De resistir los envites del tiempo, aunque suene a topicazo. De tener buen ojo. Que se lo digan a José María Sanz, consciente de que no necesita ser un virtuoso ante el micro ni ante el folio en blanco para erigirse en un frontman sin parangón en la escena estatal, de los que ya no se estilan, de esos que están bajo clara amenaza de extinción. No solamente por sus casi dos metros de altura o porque sea más chulo que un ocho: el carisma no se mide en milímetros.
Lo demostró anoche en un concierto exultante en el Roig Arena de Valencia, ante algo más de 9.000 personas. Un intachable espectáculo de dos horas largas, con intachable sonido y basado en el repertorio de Corazones legendarios (2025), un último disco en el que aborda diversos clásicos de sus 45 años de carrera en dueto con otros artistas (Bunbury, Calamaro, Raphael, Manolo García): por eso sonó ayer el Legendary Hearts de Lou Reed antes de un concierto para el que no necesitó contar con ninguno de los ilustres secuaces que le acompañan en el disco.
Se basta, y no es poco (desde luego) con una superlativa banda, que ensancha las virtudes de todo lo que toca, deparando la versión más panorámica, colorida, por momentos incluso arañando la épica springsteeniana, de su temario: sobre todo por el saxo de Dani Herrero, pero también por las afiladas guitarras de Igor Paskual y Josu García, los teclados de Jorge Rebenque, el bajo de Alfonso Alcalá y la batería de Laurent Castagnet. Fue como el reverso expansivo de la gira, mucho más recogida e íntima, que el año pasado recorrió teatros y pequeños auditorios españoles, aquella 30 años de transgresiones en la que revisaba su vis más poética. Quien esto firma no ha seguido, ni mucho menos, todas y cada una de las giras de Loquillo (registro a bote pronto en mi memoria sus visitas a Viveros en 1989, al MIMED de Mislata en 2005, a la sala Roxy – aunque ya no se llamaba así entonces – en 2009 o al teatro Olympia en 2012), pero es incapaz de recordar una versión suya más convincente sobre un escenario valenciano.
Porque fue un show electrizante, sin tregua, despachado a piñón desde el minuto uno. De mandíbula apretada. Un bolazo de rock and roll. Ni más ni menos. Por básico que pueda sonar. De los que ni siquiera demandan especial complicidad previa porque es muy difícil no comulgar con canciones que son parte de nuestro acervo popular, legado de nuestra música, carne de cántico comunal, anoche expuestas como si acabaran de nacer. Desde el saludo inicial (“Feliz Navidad, Valencia, bona vesprada”) hasta la presentación de los miembros de la banda, tras la que se definió como ese chico del barrio de El Clot que sigue siendo. Una veintena de canciones con muchos momentos reseñables: el descorche con En las calles de Madrid, las radiaciones pop de Sol (qué buen disco de renacimiento creativo fue Balmoral), el recuerdo a Johnny Halliday en Cruzando el paraíso, la mención a Jorge Martínez (Jorge Ilegal, vaya) al encarar la arrebatadora Rock suave, la tradicional pleitesía a Johnny Cash al galope de El hombre de negro, el punto de inflexión que fue El rompeolas (alfombrando el camino a la traca final de clasicazos), una afiladísima La mataré (hace muy bien en no desterrarla por mor de la atosigante corrección política), la jubilosa versión de El rey del glam (de Alaska y Dinarama, con Igor Paskual enfatizando a los coros el componente T Rex de la ecuación: ya había avisado cuando silueteó el riff de Get It On) y otros himnos populares como Rock and roll actitud, El ritmo del garaje, Feo, fuerte y formal, Rock and roll star y una Cadilllac solitario que sonó rediviva, sin asomo alguno de rutinaria concesión a la nostalgia para cubrir el expediente.
Tuvo tiempo Loquillo hasta para contarnos que coincidió, en sus tiempos mozos de baloncestista en el Cotonificio (asomaba una camiseta del Valencia Basket con su nombre y número, el 33, en la parte trasera del escenario), con un compañero llamado Pedro Martínez, ahora técnico del equipo valenciano, al que definió como “el mejor entrenador de Europa”. Lo suyo también era dirigir, aunque fuera desde los banquillos. Otra historia de resistencia.
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