La invasión de València
Se ha puesto de moda un formato de vídeo, especialmente en cuentas de Vox, consistente en ir a un barrio y contar cuántos negocios están regentados por extranjeros

En las últimas semanas, se ha puesto de moda un formato de vídeo, especialmente en cuentas locales de Vox, consistente en ir a un barrio y contar cuántos negocios están regentados por extranjeros, enfrentándolos a los negocios “de toda la vida”. En una escena digna de la novela Sumisión del francés Houellebecq, se habla con facilidad de “invasión” y se normaliza el odio al diferente, al nacido en otro lugar. Pero siempre a los nacidos en América Latina o el Magreb claro, con los expats guiris con estudios que proliferan en barrios céntricos como Ciutat Vella no se atreven.
¿Por qué hemos normalizado esto? La respuesta más certera se la he leído al escritor Jorge Dioni en su ensayo Pornocracia, cuando explica que “los azotes siempre duelen un poquito menos imaginados en el culo de los demás”. Y, si por algo se caracteriza esta época de futuro gris e incierto es por los azotes que recibimos cada día, especialmente los jóvenes. Al fin y al cabo, todo se resume en una escena brillante de Gene Hackman en Arde Mississippi. Tras admitir haber envenenado a la mula de su vecino negro porque él no había podido ahorrar suficiente para tener una, confiesa: “Si no eres mejor que un negro, no eres mejor que nadie”. Siempre habrá alguien peor y eso nos consuela.
Según datos del padrón municipal de 2024, casi 1 de cada 5 personas residentes en València ha nacido fuera de España. Y, en un porcentaje abrumadoramente alto, son currantes como tú y como yo. El otro día, Jean, mi peluquero de Ecuador —que se mudó a València junto a su familia en busca de un futuro mejor—, me llamó para proponerme que le hiciera de modelo en una prueba que tenía en una nueva peluquería. Allá que fui, y, como es buenísimo en lo suyo, lo acabaron contratando. En mi barrio, muchas de las personas con las que interactúo son de origen extranjero. Y, aunque haya escuchado a algunos de Vox decir que no generan comunidad, es una mentira como una catedral.
Al lado de casa, hay un restaurante que regenta la señora japonesa que enseñó a mi madre a utilizar los palillos. En el kebab turco de la esquina hacen los mejores dulces de chufa que me he comido nunca. Al otro lado de la calle, unos palestinos exiliados hacen los que, posiblemente, son los mejores shawarma de España, que preparan desde primera hora de la mañana. El barbero de debajo de casa, donde me arreglo la barba, se llama Zubair y es de Pakistán. Lo primero que hizo al instalar su negocio fue poner la senyera en agradecimiento a la tierra que lo había acogido. Por no hablar de los georgianos que decidieron traer al barrio su gastronomía y sus vinos o de los chinos que regentan los bares de toda la vida y mantienen vivos los almuerzos y recetarios populares de la ciudad.
València tiene muchos problemas, eso también es verdad. Entre ellos, el turismo masivo y descontrolado, unos dirigentes que gobiernan para los propietarios de pisos turísticos o una falta flagrante de inversión en transporte e infraestructuras para afrontar los cambios demográficos de los últimos años. También, una política medioambiental del medievo, que hace retroceder a València como referente europea de la movilidad sostenible y peatonalizaciones y la devuelve al mapa de la contaminación y los atascos. Eso sí, con un árbol de Navidad precioso.
En una ciudad donde la criminalidad baja cada año y la inmigración equilibra la pirámide demográfica, hoy más que nunca necesitamos mucho menos racismo y mucha más inversión, también en planes de integración y en políticas de seguridad eficaces. Y, por supuesto, quien delinque la tiene que pagar. Pero quien utiliza eso como excusa para rendirse ante los más poderosos y justificar su inacción tiene que ponerse ya las pilas. Nos va la vida en ello, si de verdad luchamos por la València del futuro, la de todos.
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