Edgar pedaleó de Valencia a China tras aprender los idiomas de los países que iba a atravesar y para dejar “la fiesta”
El joven se fijó un reto cuando estaba en un curso de Erasmus para cambiar de vida

Edgar Espinosa (Moraira, Alicante; 25 años) es un gigante de 1,92m que no hace mucho era otro joven más. Un chaval enredado en esa malla que a veces te atrapa en la noche. En 2021 estaba de Erasmus en Split (Croacia) y por las tardes se juntaba con los artistas callejeros en el hostal donde vivían. Por allí pasaba gente interesante. Un día apareció una pareja que venía de hacer la vendimia en Francia. Ella, como Edgar, hablaba muchos idiomas y se tiraron toda la tarde charlando. Una semana después le invitaron a participar en una ceremonia con plantas medicinales que se iba a celebrar en la isla de Hvar, en el mar Adriático. El valenciano estaba de Erasmus, la etapa del todo vale, y dijo que sí, claro.
Días después había tomado ayahuasca -una planta conocida por inducir a la mente a alterar la conciencia- y, de repente, se encontró en una encrucijada. “La planta me mostró dos caminos, dos futuros alternativos: uno que seguía ligado al alcohol y las drogas, y otro más saludable. Esa ceremonia me cambió la vida. Elegí el camino más sano. Dejé de salir de fiesta y de drogarme, y pasé a preguntarme qué me gustaba. Entonces me di cuenta de que se me daban fenomenal los idiomas. También empecé a hacer meditación y yoga. Mi desarrollo personal empezó ahí. También comencé a escribir un libro y entonces me vino la inspiración de viajar hasta China en bicicleta”.
El joven, que entonces tenía 23 años, hizo cálculos y fijó una fecha: 30 de junio de 2023. Ese día, después de acabar la carrera de Traducción e Interpretación, cogería la bicicleta y empezaría a pedalear desde Valencia hasta China. Del oeste de Europa al este de Asia. Dos continentes a pedales. Como quedaban dos años y medio, decidió prepararse para este camino. Pero no a base de entrenamiento en bicicleta. Edgar decidió aprender el idioma de todos los países que pensaba atravesar.
El viaje no pretendía batir ningún récord y durante un año y medio hay algunas ‘trampas’. En invierno, por ejemplo, tiritando de frío dentro de un saco de dormir insuficiente en mitad de los Balcanes, decidió volver a casa y reemprender el trayecto, mejor preparado, en primavera. Luego, como en Rusia, en mitad de la guerra con Ucrania, solo les dieron diez días de visado y no estaba convencido de poder hacer los 800 kilómetros en ese tiempo, se subió a la furgoneta de una chica que seguía la misma ruta, y la continuó hasta Kazajistán.
Pero su objetivo trascendía el reto deportivo. Edgar no perseguía una gesta ciclista. Este gigantón afable pretendía conocer otras culturas, las que aparecían por el camino en esta Ruta de la Seda a la inversa. Y jamás olvidará, por ejemplo, a la familia que le adoptó durante dos días en Turquía. O las solitarias jornadas en el desierto de Pamir, en Tayikistán, por encima de los 4.000 metros de altura, donde había casi cien kilómetros de un pueblo al siguiente y donde se encontró una cabaña en mitad de la nada con tres mujeres que le dieron lo que tenían: básicamente, queso y kéfir. O un cazador que transportaba dos cabras Marco Polo, “las más grandes del mundo”, de más de 100 kilos cada una.
En esos dos años y medio previos al gran viaje, Edgar se fue a vivir a Rumanía. “Vivía con muy poco, hacía voluntariado y pasaba el invierno sin calefacción, bañándome en el río a -10º todos los días. Aprendí rumano y luego empecé con el griego, el turco, el croata… Hasta que llegó la fecha y volví para partir”. Antes se compró una bicicleta, una Ortler de segunda mano que le costó 250 euros, y un dron. Por el camino conoció a una chica francesa llamada Elayis con la que hizo muchos tramos del recorrido.
Este viaje incompleto acabó, después de 13 meses y 30 cámaras de aire, el 4 de octubre de 2024 en Kashgar, la primera ciudad de China si viajas desde Tayikistán y un enclave importante en la ruta de la seda. Es la capital de la cultura uigur. Luego cogieron un tren de 40 horas, con dos noches, para llegar a Chengdú, donde hay un centro de conservación de osos panda.
Ahora Edgar está estudiando chino porque quiere volver para enclaustrarse en un templo shaolín. Tiene muchos planes. De momento está en Gavarda, el pueblo donde cuida a su abuela Lorenza, de 82 años, mientras sigue estudiando chino y árabe y presume de hablar 16 idiomas, diez de ellos de manera fluida. No quiere volver a viajar en bicicleta. Su aspiración es comprarse un camión y convertir la caja en una casa itinerante. Da clases particulares, pero está estudiando ventas y comunicación para potenciar su cuenta de Instagram (@innerevo) y monetizar sus proyectos, como irse al polo norte con los esquimales o cazar descalzo con una tribu en el desierto de Namibia. Ya ha encontrado a la persona para hablar en el dialecto de esta tribu, el requisito imprescindible en sus viajes.
Esto tiene un sentido. “Yo aprendo idiomas por esa sensación que me da de conexión con la gente. Para mí, la máxima señal de respeto que le puedes mostrar a una persona es aprender su idioma”. Mientras tanto prepara pequeñas escapadas, como un breve peregrinaje a Medjugorje. “Es una ciudad bosnia donde dicen que se han producido varias apariciones de la Virgen en los últimos años”, cuenta mientras estruja con la mano un pequeño aro de goma porque en la vida de Edgar Espinosa no hay tiempo que perder.
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