La tranquilidad es lo que más se busca
Este año, bañado por los alisios, me he dado cuenta de que, además de la merecida tranquilidad exterior, he alcanzado la eudaimonía interior


Como decía un famoso maño asiduo en la piscina de Fuentecerrada (Teruel), la tranquilidad es lo que más se busca. Yo creo que casi todos podemos estar de acuerdo con la frasecita, pero... ¿Qué es la tranquilidad? Decían los estoicos que la tranquilidad es la eudaimonía, es decir, la ausencia de turbación. Yo, que concuerdo con muchas de las ideas que preconizan los estoicos, llevo un tiempo pensando que esta tranquilidad tiene dos vertientes. Por un lado, la tranquilidad exterior, que suele argüirse para justificar nuestras vacaciones, y que solemos alcanzar desplazándonos a un entorno que nos permita desconectar, apagar el teléfono, tomarnos un Moscow Mule, meternos en el agua y permitirnos, por una vez, no pensar en nada; por otro lado, existe una tranquilidad interior, la ausencia de turbación, sea de tu jefe, de ese amigo con el que te has enfadado o de ese ‘casi algo’ que no sabes adónde llegará.
Como cada verano, me escapo junto a mi grupo de amigos de toda la vida, compañeros inseparables de aventuras, para pasar unos días juntos, ponernos al día e intentar encontrar la tranquilidad (la interior y la exterior). Este año, gracias a una maravillosa carambola, nos hemos venido a Lanzarote en junio, en temporada baja. Y hemos podido recorrer la isla como lo haría alguien que puede elegir venir cuando no hay tanta gente, cuando no hay colas en cada restaurante, ni largas filas de coches esperando para entrar en cada cala. En definitiva, hemos podido venir a descansar cuando es posible descansar y no volver más agobiado de lo que has venido.
Y ahora que escribo estas líneas desde una cala de Lanzarote de cuyo nombre no quiero acordarme, pienso en que el año pasado cumplí uno de mis sueños cuando visité la Costa Amalfitana, con esas carreteras estrechas llenas de curvas y acantilados, con sus adelantamientos imposibles, sus cúpulas mediterráneas, el mantra del tutto passa esculpido en piedra como filosofía de vida y aquellas vistas a un mar Mediterráneo que parece infinito y que, quien ha estado, difícilmente puede olvidar. Pero recuerdo también que alcanzar la tranquilidad allí devino una misión imposible por las colas, el sonido de los cláxones, tener que pugnar por cada metro cuadrado de playa para poner la toalla, los precios prohibitivos y los tiempos de espera eternos en una sociedad que nos ha enseñado que el tiempo es oro (y tiene un valor incalculable). El año pasado, a pesar de las vistas, el raggù y la buena compañía, tampoco conseguí sentirme tranquilo a nivel interno. La incertidumbre me mataba. No saber dónde iba a trabajar y vivir, esas conversaciones difíciles pendientes y esa sensación de querer siempre más.
Una vez, cuando apenas era un niño y pasaba mis veranos en Alcossebre, mi tía Belén me enseñó a dejarme mecer por las olas, imaginar que soy una pluma y dejarme llevar. Creo que esa es mi fórmula secreta para no perder la inocencia: volver a ese instante que guardo congelado en algún recoveco de mi memoria y recrearlo religiosamente. Este año, bañado por los alisios, me he dado cuenta de que, además de la merecida tranquilidad exterior, he alcanzado la eudaimonía interior. He aprendido que, como decía el estoico Epicteto, “si no eliges tus pensamientos, otros los elegirán por ti”. Y que, como me decía siempre mi abuelo, no hay mejor medicina para los males de la vida que una conciencia tranquila. Y así vivo, al servicio de la revolución de la tranquilidad, luchando para que, como canta Robe, “la ola del último suspiro de un segundo me transporte mecido hasta el siguiente”.
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