Lecciones de vida con Laurie Anderson
La artista norteamericana fascinó en el Auditori con un sobresaliente recital de sustrato exigente y formas amables

De los conciertos se suele salir feliz, vaciada casi la energía, disipados los malos humores. Es lo general, la música siempre conecta con lo mejor que cada persona alberga en su interior, no importa el estilo, no importa el artista. Esa sensación se multiplicó por mil concluido el recital que Laurie Anderson, la veterana y casi mítica artista de amplio registro, que en su único concierto en España, una vez suspendido por razones logísticas el que tenía previsto en San Sebastián, instaló en el Auditori, dentro del Festival de Jazz, una burbuja de paz ajena y a la vez conectada con el mundo ruidoso, hostil y desesperanzado que palpitaba fuera del recinto. Así se salió del recital como se salió, en una paz esperanzada conseguida, y ahí está el hallazgo casi chamánico de Laurie, sin dejar de mirar fealdad e inhumanidad a la cara. No se esquivaron los problemas, se afrontaron con el aparataje de la paz interior.
Nada de clases de autoayuda, éxtasis de predicadores, monsergas basadas en frases de galleta de la fortuna, no. Sí un mucho de aplicar una de las frases que brillaron en la noche, la que sugiere que en el fondo de la ira palpita un corazón roto. A Laurie Anderson le duele Estados Unidos, un país que, según cantó, está desapareciendo, impulsando a la orfandad a quienes no desean ser hijos del odio, hijas del narcisismo, cómplices de un materialismo desbocado. Por eso celebró que, mientras ella giraba por el mundo, hubiese un nuevo alcalde en Nueva York. También festejó la esperanza, esa que a modo de ejemplo percibió una vez en Frankfurt, cuando no pudiendo dormir en el hotel a causa del ruido que había en una fiesta en un salón y descubriese, una vez aparcado conciliar el sueño, que se trataba de bomberos alemanes que apoyaban a sus colegas neoyorquinos tras el 11-S. Nimiedades para cínicos, si se quiere, para Laurie es una muestra de que la esperanza no debe ser jamás proscrita y que todos estamos interconectados.
Ese hilo invisible que nos une se manifestó con una música que huyó de las etiquetas. La creaba un magnífico septeto, Sexmob, surgido de los entornos de la neoyorquina The Knitting Factory, con batería, tres metales, violines, tres con el de Laurie, que también tocaba sintetizador, guitarra, bajo y puntual acordeón, llevados con tanta sutileza que podrían modelar el agua sin parecer que intervienen. Sonó jazz, rock, música festiva, formas pop, chispas de reggae y muchas más cosas que al ser clasificadas perderían la quitina de las alas, esa sustancia que colorea las mariposas. Porque el concierto, con un gran peso de la palabra, conectora de ideas, experiencias, emociones y sonidos, modulada con la cálida maestría de Laurie Anderson, fluyó con la naturalidad de un río, allí donde el agua tiene forma cambiante y fugaz, y todo, menos su presencia, es temporal, una suma de efímeros instantes eternos. Y por ende, lejos de perfilar esos sonidos de forma angulosa, experimental o vanguardista, Laurie optó por la suavidad del formato canción, alternando palabra hablada y cantada en canciones donde ritmo y melodía eran aprehensibles. Ese contacto con las reflexiones del mundo exterior no era pues formulado con el rigor de la vanguardia experimental y de la severa conceptualización, sino con el candor de quien quiere enhebrar una conversación sin dificultades formales.
En ese magma de canciones, siempre con la entonación flexible de la magnífica voz de Laurie Anderson como divisa, sonaron casi irreconocibles, pero no excluyentes por su nueva forma desde canciones del que fuera su pareja, Lou Reed, como Dirty Boulevard o Junior Dad (grabada por Lou con Metallica), hasta temas de Dylan como su A Hard Rain’s a-Gonna Fall, debidamente deconstruido. También canciones propias, como Big Science, Languaje Is A Virus, una loa al lenguaje basada en Burroughs que canta al poder de las palabras para cincelar la realidad y nuestra relación con ella, o ese It’s Not the Bullet That Kills You - It’s the Hole”, dedicado a Chris Burden, un artista que en una performance se hizo disparar en un hombro. Y no, no sonó, Oh Superman, pero sí una preciosa toma de Coolsville. E historias donde la realidad y la ficción se daban de la mano con humor y sin fronteras aparentes, como cuando Laurie habló de su abuelo y su disparatada biografía, que contada a la IA proyectó en la pantalla que acompañaba el espectáculo unas imágenes de época generadas por esa Inteligencia que, hoy por hoy y para nuestra mentalidad, borra las fronteras entre fabulación y certeza.
Ya como final coda a un concierto avalado por el rigor intelectual de los múltiples pensadores, literatos y artistas que citó, jamás con la hinchazón de quien presume de conocimiento, Laurie, recordando a su querido Lou Reed, hizo que el Auditori practicase un poco de taichí, dirigiendo al respetable con sus movimientos desde el escenario. Lou Reed, practicante asiduo, llamaba a alguna de sus posturas “llevar la pizza”, por la colocación de las manos encaradas al cielo, como esperando una bandeja que transportar. Humor y amor para dominar la furia que en ocasiones se desata al contemplar nuestro mundo. Ese que a Laurie Anderson le produce esperanza sin conseguir avinagrarla en las playas del escepticismo.
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