Carta de las amigas de Matilde Muñoz, asesinada en Indonesia: “Vivió como quiso: valiente, libre y feliz”
“El final injusto de ‘Mati’, marcado por la codicia, no borra quién fue ni la huella que dejó”, expresa la “familia viajera” de la mujer en un texto remitido a EL PAÍS

Aarti Fernández, amiga de Matilde Muñoz, la española asesinada en Indonesia, ha redactado este texto con los datos y recuerdos que le han remitido estos días otras mujeres, también amigas viajeras de Mati, como forma de rendirle homenaje. EL PAÍS reproduce a continuación la carta.
Matilde Muñoz Cazorla fue mucho más que un nombre. Fue Mati, la hermana rebelde, la tía viajera, la amiga incansable. Y también Karuna, el nombre que eligió cuando descubrió la India y el yoga, dos pilares que marcaron su vida.
Nació en Ferrol en un tiempo en que la ciudad respiraba tradición naval y disciplina militar. Hija de un coronel de la Marina, la más pequeña de tres hermanos, creció entre el orden paterno, una madre cariñosa que cuidaba del hogar y su propia inquietud. Sus hermanos fallecieron, pero le quedaron seis sobrinos y los hijos de ellos, que adoraban a su tía abuela Mati. Traviesa, enérgica y soñadora, desde niña prefirió vivir a su manera antes que seguir los caminos esperados.
Vivió en Cartagena hasta los 14, pero siempre le gustó más la etapa de Madrid. Vivía en los cuarteles donde estaba destinado su padre. Su primer empleo, como secretaria en la comandancia de Marina, le permitió comprarse un coche. Pero Mati no era de acumular cosas: lo vendió para marcharse a Londres, aprender inglés y formarse como azafata. Así empezó a volar, literalmente y en el sentido más amplio de la palabra. Trabajó en Spantax [una aerolínea que dejó de operar a finales de los años 80], pero los vuelos comerciales le quedaban pequeños: ella no quería sobrevolar los lugares, quería conocerlos de verdad. Recorrió Europa y aprendió seis idiomas.
Mallorca fue uno de sus primeros grandes hogares. Allí formó una familia de amigos que hoy la lloran y la recuerdan con amor. Fue también en Mallorca donde, gracias a su querido maestro Carlos, dio sus primeros pasos como profesora en el Centro Vasudeva, un espacio que se convirtió en semilla de su vocación. Pionera en lo que entonces parecía excentricidad, practicaba yoga, era vegetariana y miraba hacia Oriente en busca de respuestas.
India fue su gran revelación. En Goa, en la playa de Anjuna, entendió que los hippies nunca mueren: se transforman, se reinventan. En Dharamsala halló la paz del budismo y una forma serena de ver la muerte: como tránsito, como reencarnación. Aun así, repetía que esta vida había que disfrutarla al máximo, y eso hizo. Con su inseparable perrita Vaga vivió y cuando ella se fue, recorrió rincones, construyó pequeñas familias y en cada pueblo dejó huellas que aún persisten. En esos viajes la acompañaban amigas de toda la vida que conservó y conservará siempre.
Desde el primer momento todo el mundo congeniaba bien con ella. Se rodeaba de almas gemelas, seres libres, viajeras y viajeros, y de vez en cuando se llamaba a sí misma y tenía la broma entre amigas de que eran seres errantes y vagabundas.

“Siempre cuidaba y protegía”
Los últimos años la llevaron a Tailandia e Indonesia, donde encontró otro hogar. Hablaba con entusiasmo de sus playas, de sus atardeceres, de la familia a la que ayudaba en Sumatra tras un incendio, de los perros abandonados que rescataba como si fueran suyos, alimentándolos con pollo y huevos cuando estaban débiles, como si cada uno de ellos fuese uno más de su familia. Decía viajar ligera, con lo justo en su mochila, pero en realidad cargaba medicinas, vendas, pequeños objetos con los que siempre estaba lista para cuidar. Porque siempre cuidaba, protegía, mimaba.
Quienes la conocimos la recordamos con una sonrisa permanente, con la moto llegando de buena mañana y ese saludo inconfundible: «Hola, queridos, buenos días”. Cuando todos aún teníamos legañas, ella ya había practicado yoga y dado de desayunar a su manada de animales y estaba fresca para comenzar un nuevo día alegre y diferente. Cambiaba de plan como la brisa y se asentaba en las tierras donde viajaba, como las raíces de los árboles banianos de los templos, que adoraba visitar para rezar por todos.
La recordamos divertida, gesticulando sus historias como si fueran teatro, arrancando carcajadas. La recordamos llena de color: con su ropa brillante, sus orejas adornadas de pendientes y esa vitalidad inagotable que iluminaba cualquier encuentro.
Para su familia fue la hermana inquieta, la tía que traía aventuras imposibles, la cuñada con la que se discutía de política pero siempre desde el respeto y el cariño. Para sus alumnos, fue una maestra generosa. Para sus amigos, un ejemplo de libertad. Y en cada fotografía, aparece igual: rodeada de rostros jóvenes, porque su espíritu era eternamente joven, capaz de tender puentes invisibles entre generaciones.
Mati no vivió como pudo: vivió como quiso. Valiente, libre, feliz. Este final injusto, marcado por la codicia, no podrá borrar quién fue, ni la huella imborrable que dejó en todos nosotros.
Hoy, su familia la espera en España. Pero también la esperan cientos de amigos en el mundo, desde todos las ciudades donde vivió, Madrid y Mallorca hasta India, desde Sumatra a Tailandia. Desde todos los rincones donde haya alguien que la conoció. Y todos coincidimos en lo mismo: conocer a Mati fue encontrarse con un alma buena y libre.
Porque su historia será eterna y porque a ella le hubiera gustado que su historia fuese inspiración para tantas mujeres valientes: un recordatorio de que se puede viajar y recorrer el mundo sin miedo, en cualquier etapa de la vida, sin dejar que nadie te limite ni te juzgue.
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