Memoria y dictadura
Historiadores y entidades tratan de blindar la recuperación de la memoria democrática ante el crecimiento de la extrema derecha en Cataluña

El Parlament trabaja para poder aprobar la ley de Memoria Democrática, que busca ampliar la de 2007. El pasado 25 de julio lo subrayó el consejero de Justicia, Ramon Espadaler, en la conmemoración de la cruenta Batalla del Ebro, iniciada ese día de 1938. “Si lo tuviera que reducir a un simple objetivo diría que la ley persigue que las generaciones sepan que la democracia tiene un precio y la paz un valor infinito”, dijo Espadaler. El proyecto cobra especial relieve ante la derechización creciente de una sociedad que en ocasiones juzga las libertades como algo chabacano y de mal gusto. Se ha perdido la memoria de cárceles repletas, o de las más de 100.000 desapariciones forzosas entre 1937 y 1951 en la España franquista. Tiempos aquellos en los que un feroz anti falangista como Luis Carrero Blanco —cuenta Javier Tusell en su libro sobre el almirante— decía tras la Segunda Guerra Mundial: “La acción directa de palizas y escarmientos, sin llegar a graves efusiones de sangre, es recomendable contra los agitadores ingenuos, aquellos que sin ser agentes del comunismo hacen el juego a éste”. Ni los “tontos útiles” o “compañeros de viaje”, por tibios que fueran, se libraban de recibir leña preventivamente.
Ahora corren malos tiempos para apreciar el valor de las libertades. En Cataluña, crecen los partidarios de Vox y Aliança Catalana: uno de cada cinco catalanes les daría su voto, según un sondeo del Centre d’Estudis d’Opinió de julio pasado. La tibieza, cuando no abierta colaboración, del PP y Junts con los ultras respectivos es capaz de aunar voluntades patrióticas, negar la memoria democrática o más hábilmente ralentizar las leyes de recuperación. No faltan impúdicas exhibiciones de intolerancia: desde el desparpajo y agresividad del presidente del Parlamento balear, Gabriel Le Senne (Vox), rompiendo una fotografía de Aurora Picornell —comunista asesinada por el franquismo— hasta el trabajo de fino aliño del Ayuntamiento de Madrid (PP), que retiró nombres de calles como Barco Sinaia —que trasladó en 1939 a 1.600 refugiados republicanos a México— para sustituirlo por el antiguo y franquista de Crucero Baleares —que abrió fuego en la célebre Desbandá sobre más de 4.000 civiles que huían de Málaga a Almería en 1937—. O la retirada sin pestañear, en 2017, del memorial de la Almudena con los nombres de las víctimas del franquismo. Son maneras de aceptar la herencia de la dictadura.
Coincidiendo con el trámite de la ley catalana, un grupo de historiadores y entidades de derechos humanos y memorialistas han propuesto en un manifiesto la creación de una fundación público-privada, al estilo de la que existe sobre el muro de Berlín o en Chile, sobre la represión pinochetista. El objetivo es blindar la memoria democrática y así tratar de sustraerla de los vaivenes políticos. La entidad estaría regida por una Junta de Gobierno formada por especialistas y un director elegido por concurso público. Esa junta surgiría de unos estatutos redactados por un consejo rector del que podrían formar parte entidades, sociedad civil y administraciones públicas. Como si de un museo se tratara, la propuesta busca la profesionalización y la huida de los puros intereses partidistas del gobierno de turno.
¿Es una garantía para frenar el creciente revisionismo histórico? Seguramente nada es garante de nada en estas épocas de banalización cuando no de exaltación de la dictadura. Todo parapeto o trinchera, sin embargo, es bienvenido si trata de evitar la destrucción de una memoria que sin ser recuperada ha sido incesantemente atacada por la extrema derecha y tratada con desdén y desprecio por una derecha que o bien no ha roto su cordón umbilical con la dictadura franquista o, cuando menos, expresa su tibieza y escaso aprecio hacia todo aquello que huela a Segunda República.
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