“Las faltas de ortografía son como salir a la calle con una mancha en la camisa”
El periodista Álex Grijelmo, creador de Fundéu, asegura que la forma en la que escribimos emite un mensaje sobre nosotros


La que firma está a dos comas de plantarse en la ferretería, pedir brocha y tinte rojo, y empezar a corregir los panegíricos que algunos atrevidos pintan por el pueblo. “Noelia te kiero”, reza en una señal de tráfico de camino a la playa. Así, sin la coma vocativa tras Noelia y keriendo a la gente como si viviésemos instalados en un eterno SMS escrito desde un Nokia 3310 en 2003.
Si la vas a querer, al menos, quiérela bien. Porque a las personas se las puede querer de muchas maneras, pero todas con cu.
Tengo un problema con las faltas de ortografía. Y con las de gramática. Y con las sintácticas también. Las detesto todas. Las propias y las ajenas. Me llevan los demonios. Un desprecio irracional y una intransigencia solo comparable a la que tengo por la tortilla con cebolla.
No puedo con las hostias sin hache. Ni con los hachazos a la concordancia gramatical al escribir un diálogo en estilo indirecto. Me molestan profundamente los latinismos mal escritos y solo tolero las licencias en el imperativo del verbo ir (idos, sería lo recomendable) si te llamas Lola Flores y estás invitando a la multitud a abandonar la iglesia donde se casa tu hija Lolita — “¡Si me queréis algo, irse!”—.
Mi cabeza es un boli rojo. Antes de que existiera la función de editar en los mensajes de WhatsApp, solía expiar mis faltas públicamente. A golpe de asteriscos a renglón seguido para corregir el error a la vista del interlocutor. Luego me fustigaba mentalmente por ese descuido con la misma dureza con la que fiscalizaba mis redacciones y dictados en el colegio. Mano de hierro desde el primero de los cuadernos Rubio, qué duda cabe.
Llamo a una eminencia en esto de la lingüística, a ver qué piensa de mi Imperio Romano. Álex Grijelmo, periodista de este diario y creador de la Fundación del Español Urgente (Fundéu, el faro que me ilumina), ríe comprensivo cuando le cuento mi obsesión. “La ortografía es un termómetro”, dice. “Los termómetros muestran cuando alguien tiene fiebre, pero el problema no es el termómetro, sino la fiebre. Pues aquí el problema no es la falta de ortografía, sino lo que significa. Una falta ocasional puede no significar nada, un despiste. Pero si alguien incurre en errores recurrentes y constantes, hay un problema”, abunda.
El periodista matiza, claro, que no son lo mismo las faltas de ortografía de alguien que no ha dispuesto de formación adecuada que los errores lingüísticos de otro que sí ha tenido todos los recursos formativos del mundo a su alcance y los ha desaprovechado. Y me viene a la cabeza esa pintada ya convertida en meme que se popularizó hace unos años: “Emosido engañado”. La primera vez me sangraron los ojos, por supuesto, pero fui cogiendo cariño a ese verso libre —sobre todo, desde que descubrí su origen combativo y la causa social que había detrás— y ahora me lo he apropiado, como tantos otros, para uso y disfrute en mis conversaciones diarias.

Qué importante es el contexto. En la vida en general y en la corrección ortográfica en particular. Porque no le voy a pedir lo mismo a mi abuelo, que apenas pudo aprender a firmar su nombre, que a un compañero de trabajo que se dedica al noble arte de escribir cosas. Como tampoco son iguales las faltas de ortografía entre amigos en un grupo de WhatsApp o las que se cuelan en una sentencia judicial, recuerda Grijelmo. Yo misma me permito ciertas licencias indecorosas en conversaciones de mensajería, como obviar los signos de exclamación e interrogación al inicio de las frases, jugar con las comas a placer o saltar del gallego al castellano 14 veces en la misma frase.
No hay que ser fundamentalistas, me digo. Un poco de cintura, que nadie está libre de errar, incluso en el contexto más formal. Hasta el propio Grijelmo escribió una vez en una columna gerifalte con jota, admite. Y suele tener, como esta que firma, la insensata tentación de ponerle una hache a ermita (¡No me digan que no le sentaría de maravilla un traje mudo a esa capilla!).
Después de la charla, he estado pensando que si incluso Grijelmo se equivoca o se rebela contra las normas —le costó romper su romance con la tilde en solo, aunque ahora asegura convencido que habérsela quitado “tiene todo el sentido científico-lingüístico”—, el resto de los mortales también tenemos inmunidad diplomática para tropezar alguna vez. “Podemos tener fiebre algún día, no pasa nada, pero no podemos pasarnos la vida con fiebre”, conviene.
Hay, sin embargo, a quien no le importa darle patadas al lenguaje como si de un saco de boxeo se tratasen las normas de puntuación y la acentuación de las palabras. Porque se entiende, dirán; y si se entiende, ya está. Pero esas fallas hablan mucho de uno, advierte Grijelmo: “A ti te puede dar igual, pero quizás tienes un problema que convendría atajar. Puede ser descuido, desidia... Pero das una impresión. Es como salir a la calle con una mancha en la camisa. Si sales de casa con un lamparón, estás emitiendo un mensaje sobre ti mismo. Y la ortografía y las faltas de ortografía también emiten mensajes sobre nosotros”.
La cosa buena es que, en cualquiera de los casos, esa fiebre tiene cura. Y el medicamento es leer, apunta Grijelmo. Vale para la ortografía, la gramática, la sintaxis y la vida. “Leer es la cura para todo. Para la comprensión de vidas ajenas, para aprender de experiencias de otras personas a través de personajes que te permiten empatizar con situaciones que te puedes encontrar. La lectura aumenta la capacidad de abstracción y de concentración, aumenta la riqueza léxica y hace que crezca tu capacidad de concentración. La lectura es todo”, reflexiona.
¿Somos lo que escribimos? Tal vez. Desde luego, en mi marco mental, quien bien te quiere te regalará un Diccionario Panhispánico de Dudas. O el Manual del Español Urgente. ¿Repipi? Puede, pero prolija en el lenguaje siempre.
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