Las caras de la infancia que ya no están: “El barrio no para nunca”
El regreso al lugar donde uno creció puede desatar la obsesión por encontrar a la gente del pasado y acabar fracasando en el intento


Un día, una mujer me saludó mientras esperaba en un semáforo. Creía no haberla visto en mi vida y supongo que mi cara fue suficientemente explícita. “Soy tal, la asesora de tal, que acabamos de estar juntos mientras le hacías la entrevista”. No sé si me puse rojo o blanco, pero no fue ni la primera ni la última vez que borraba una cara de mi memoria. En otras ocasiones las he confundido y he llegado a saludar de forma efusiva a personas equivocadas. “¿Nos conocemos?”, me preguntó uno. Vaya, pues quizás no. Lo siento.
He pensado mucho en ese cuadro de Magritte, en el que una manzana hace imposible reconocer su autorretrato. Es una buena ilustración del síndrome de la prosopagnosia: la ceguera facial. Tengo claro que no soy Magritte, entre otras muchas cosas porque desde hace unos meses mi cerebro hizo clic. Iba en el metro, miraba la pantalla del móvil y al levantar la mirada un momento topé con una cara. Un tipo más bien normal, de casi 60 años bastante bien llevados y una cabellera morena. Tras verlo un instante y devolver los ojos al móvil, estos saltaron como un resorte para buscar su cara de nuevo. Era él. Y tras unos segundos, mi inspección ocular se fue directa a una de sus manos, con la que se asía a la barra metálica del metro. Estaba limpísima, nada que ver con aquellos dedos ennegrecidos por el trabajo de la goma de los zapatos que más de 30 años atrás sirvieron, a mí y a mis amigos, decenas de gominolas en una tienducha dedicada a la reparación de calzado.
Según alguien me debió explicar, él estudiaba para abogado en aquella época y en el tiempo que tenía libre ayudaba a una pareja de viejos zapateros del barrio en aquel pequeño local cerca de mi colegio. No sé nada más de él pero, como otros tantos, fue una imagen recurrente de mi infancia. Y aquel encontronazo entre las estaciones de metro de Alfons X y Joanic se convirtió en todo un golpe de nostalgia tras regresar a mi barrio de toda la vida más de dos décadas después de abandonarlo. Como una obsesión, desde entonces, cuando ando cerca de casa, no hago más que repasar caras a la espera de reconocer a alguno que me transporte a aquella época.

Y, a mi pesar, no está siendo fácil. Xavier Oliveras, un histórico del barrio desde que se mudó desde Gràcia en los años setenta, ahora activista desde la Plataforma Can Baró, no distingue tantas variaciones, pero admite que las pueda haber: “el barrio ha cambiado y está cambiando, porque esto no para nunca”. Sus dos hijos se fueron, como yo, el día que se emanciparon. Aquel colegio Estel al que acudía antes o después de comprar aquellas chucherías hace años que cerró. No hay rastro de la Font (Castellana), el generoso club de baloncesto en el que milité y que para mí da nombre a las pistas de la plaza de les Pedreres. La sucursal de La Caixa que había al lado de mi casa se ha convertido en un Veritas y un Consum. El ambulatorio donde me hicieron la primera revisión de la vista, y la sala de espera donde escuché unos gritos horrorosos del oculista a un niño que lloraba, está cerrada. No queda ninguna panadería de entonces. Ni el bar Eddy, donde algunas mañanas cogía un donuts de camino al cole: “te lo paga mi madre después, ¿vale?”.
Ignasi, un antiguo buen amigo del colegio que ahora juega el rol de padre de uno de los mejores amigos del hijo de unos grandes amigos míos (por ellos lo vi la última vez), me avisó que no esperara encontrar antiguos compañeros de clase, porque apenas ya quedaba solo él en el barrio. Ante la advertencia y el riesgo de no volverlo a ver, el otro día salí corriendo detrás de Àngel, avistado a la distancia. Junto a Ignasi, pasamos mil horas juntos y fue con quien descubrí el Lego (en casa éramos más de Tente), el primer PC y los bocadillos de jamón york y jamón serrano que hacía para merendar su madre, a quien yo pedía por favor y con timidez que solo me pusiera un tipo de jamón. El tío no me reconoció hasta que le dije el nombre, pero no se lo tuve en cuenta y a los dos segundos hablábamos como si acabáramos de salir del colegio.
Y a pocos más he visto, la verdad. Cada vez que paso por el portal de la finca donde viví espero que salga alguien que pueda reconocer. De momento, nada. Un día, pero lejos de allí, creí reconocer a Gonzalo, el padre de la familia del piso de al lado. No tuve narices de decirle nada. También he cruzado la mirada con la propietaria de la bodega donde íbamos a comprar refrescos y vino a granel pese a ser menores de edad, que justo hace tres meses traspasó el local para jubilarse. Detecté, para mi sorpresa, a un chico que nos había arbitrado, siempre muy gestual, cuando jugaba a baloncesto en el colegio e iba entusiasmado a entrenar a las pistas de la Font Castellana. Y con quien más me he cruzado es con una chica de mi edad, Mayte, con quien habíamos coincidido.

Pese a mis esfuerzos, el barrio se ha convertido en un saco de recuerdos sin casi referentes vivos. A fuerza de vivirlo cada día y sin pausas, como Oliveras, la reputada activista Custodia Moreno, una histórica de Can Baró y del Carmel, niega que el barrio haya cambiado tanto en todo este tiempo, pese a que sufre las heridas de la desertización comercial, la amenaza de ese turismo que lo impregna todo y la falta de equipamientos de siempre. Moreno fue la jefa de enfermeras de aquel centro médico en el que escuché gritos y al que ahora me recuerda, y lo había olvidado, que íbamos a pasar las revisiones médicas todos los niños de mi colegio. “Si ibas a la escuela Estel, seguro que te he visto en calzoncillos”. Me gustaría ponerle cara.
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