Costura, aire y compañía en el vestíbulo del Hospital Sant Pau: “Me siento solo y necesito hacer actividades”
En la entrada del centro sanitario, convertido en refugio climático, un puñado de ancianos ventilan el cuerpo y la mente un rato. Escapan del sol y de la soledad


Van las gentes arrastrando los pies por la calle, sin solaz, pegadiños a las fachadas de los edificios, a ver si pillan algo de sombra de los tejados o, incluso, un golpe de aire acondicionado ajeno que alivie los próximos 20 metros. No es ni media mañana y el sol ya no perdona. Este calor obsceno y pegajoso, turbio y opresivo, que nubla la vista y la razón de mayo a octubre en Barcelona, quema el sentido y achicharra el ánimo.
Desde esa atalaya que da el autobús, sentada, con suerte, bajo el chorro de aire frío del medio y lejos de la parrilla que son los asientos traseros al lado del motor, una observa las caras de resignación de los transeúntes, que caminan cabizbajos. El sopor de cada zancada. Las gotas de sudor enfilando frente abajo hasta caer al vacío.
El reto de estos días es hacer un tarzán, avanzando por la ciudad de liana en liana. El suelo es lava. Literalmente. Y la cosa está en llegar de un sitio a otro aferrado al fresco y a la sombra, escapando de ese sol insoportable que hace crepitar el asfalto.
Zigzagueando la plaza Virrei Amat para esconder el cuerpo bajo el techo de los árboles, alcanza una la parada de autobús y se sube rauda al D40 hasta apearse a pocos metros del Hospital Sant Pau, refugio climático estos meses. Dentro, acaba de comenzar una actividad de costura y media decena de ancianos se sientan alrededor de una mesa a atravesar la historia con una aguja fina: cosen con hilo de colores sobre las siluetas que asoman en unas fotografías del viejo hospital barcelonés. Una panorámica del recinto modernista. Un castell frente a los jardines. Una hilera de camas con pacientes convalecientes. Imágenes de otros tiempos pespunteadas por manos coetáneas.
No son modistas nostálgicos ninguno de ellos. Los que participan en ese taller de bordado moderno dicen que lo hacen para escapar del sol y de la soledad. En ese vestíbulo rociado con el alivio de la compañía y del aire frío, ventilan el cuerpo y la mente un rato. Refugio climático y social. La guarida necesaria para cobijarse de los grandes males que atenazan a la humanidad: el cambio climático y la soledad no deseada.
Con la labor, María Hernández, de 80 años, huye un ratito del abatimiento que le espera en una habitación del hospital: su marido está ingresado, cuenta contenida mientras hace un pespunte sobre la fachada modernista del viejo Sant Pau; las cosas no andan bien, las noticias no son buenas. En su rostro agotado asoman dos lagrimones. “He salido a airearme porque no podía más”. Se rompe. Pero apenas le permite unos segundos al desconsuelo y toma aire otra vez. Sonríe. Piensa que a su marido le gustará la foto que está garabateando con la aguja.

Al otro lado de la mesa, pegan la hebra —nunca mejor dicho—, Jauma, Margarita y Rosa María, de 87, 83 y 84 años, respectivamente. Hablan de antes, de cómo eran las cosas cuando eran jóvenes y cómo es todo ahora. Se cuentan si saben coser. Discuten sobre feminismo.“Antes había que pedir permiso al marido para cualquier cosa”, rememora Margarita. “Las mujeres ahora tienen más libertad y eso vale mucho”, tercia Rosa María.
Jauma interviene de vez en cuando. Hilvana sin ganas la fotografía de un gentío frente al viejo hospital y dice que lo de las manualidades no es lo suyo, pero que de coser algo sabe. Su mujer hacía punto y él solía rematar las labores sobre unas telas para hacer mantas. Aún las guarda en algún armario. Como todo lo de ella. Todo en esa casa está como su esposa lo dejó antes de ingresar en una residencia de ancianos a causa un alzhéimer avanzado. “Me encuentro solo y necesito hacer actividades”, se explica.
Ella ya no lo reconoce, pero él recuerda por los dos. 61 años casados y siete de novios, nada menos. Toda una vida. “A mí de niño nunca me dieron ni una muestra de cariño. La primera caricia que recibí fue de ella. Siempre juntos desde entonces”. Se frota los ojos. Por la tarde irá a verla, a ver si tiene un buen día. “¿Tú crees en Dios? Yo tampoco. Pero si lo hubiera, no tendría perdón, porque no se puede dejar a alguien así, como un objeto”, sentencia.
Sienta bien pasar un rato en el refugio del Sant Pau. Cuenta Jordi Mascaró, director de la Unidad de Geriatría, que de eso va el concepto, precisamente. Porque el calor es “una agresión tremenda para el cuerpo, sobre todo para la gente mayor, que no tiene la percepción de calor” tan afinada y pueden estar “sobrecalentados”. Pero la soledad no deseada es también otra lacra con un impacto en la salud brutal: “La soledad es el inicio de la dependencia. Y el desánimo y la tristeza que acompaña es un generador de deterioro cognitivo”.
Tras la sesión de costura, empieza una charla sobre fisioterapia. Margarita, Rosa María y Jauma se quedan. “En casa tengo aire acondicionado, pero lo pago yo. Aquí lo paga el Sant Pau”, bromea la primera. También es otra razón de peso para aprovechar ese cobijo climático y social.
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