Guns N’Roses en Barcelona: ni breves ni concisos
La banda californiana articuló en el Estadio Olímpico un concierto desmesurado con una estructura de final anticlimático

Ande o no ande, caballo grande. Entre quedarse cortos o pasarse, siempre mejor la desmesura épica que no visualiza el fin, apabullar al público y dejarlo agotado para así colmar sus expectativas. Son las ideas que rigen la actual gira de Guns N’ Roses, que hace un par de años visitaron Madrid y siete Barcelona. Y sí, parecen lapsos de tiempo razonables antes de que los fans vuelvan a tener apetito por verlos, ya que sin llegar a vender todas las entradas, hoy casi un desdoro cuando se agotan con un año de antelación, tres horas de show parecieron incluso excesivas para los propios seguidores. Un botón de muestra fue el final del único concierto que ofrecieron este lunes en España, en el Olímpico de Barcelona, donde el público permaneció sentado en sus localidades aplaudiendo con rutina, en un deslucido y anticlimático desenlace que sólo levantó cabeza con las dos últimas piezas, Nightrain y Paradise City. Nada que ver con la apoteosis de otros grandes espectáculos donde el griterío y la desmesura, esta de la asistencia, mandan. Por quererse mostrar abrumadores, Axl Rose, Slash y sus compañeros situaron la meta más allá de lo que la situación requería.
Y es que la banda ha puesto el debate donde no procede, en su forma física y en su aspecto. La primera es más que razonable, con Axl dando carreras que buenamente mantuvo hasta que lógicamente apareció el cansancio. ¡Cuánto mal ha hecho Mick Jagger convirtiendo el rock en una disciplina deportiva!, que por cierto a él le ha imposibilitado tocar la armónica, para así poder seguir corriendo y cantando en una recreación de la eterna juventud. Por lo que respecta al aspecto, no resulta ningún pecado haber ganado quilos, Elton John dejó de ser una sílfide hace años, se pierda tono muscular, Van Morrison no lo ha tenido nunca, o la voz se melle, que se lo cuenten a Dylan. Pero como si fuese un jovenzuelo y no un señor de 63 años, Axl la fuerza, un poco como Raphael, y es entonces cuando saltan las costuras. Por ejemplo, en This Is Love, una balada que puesta en el tramo final fue un baldón, Axel estaba cantando normal cuando de repente subió el tono en un grito que hasta asustó a las gaviotas que por allí pasaban. ¿Es que no llegar a los agudos de hace 40 años es un pecado?, ¿no es ley de vida adaptarnos como bien podemos al paso del tiempo celebrando que tenemos la fortuna de envejecer? Para Axl las respuestas parecen ser sí, sí y no.
Más desmesura: Slash debe pensar que minimalismo es un señor bajito y se lanza de cabeza al onanismo. Toca bien la guitarra y sus dedos son muy ágiles, pero llenar las canciones con sus demostraciones pirotécnicas las desdibuja en una recreación del guitar hero que no está muy en consonancia con los tiempos. Eso sí les hace mayores, no los quilos, que por cierto tampoco son tantos. Es más, Slash se marcó un solo de guitarra cuyo comienzo en clave blues alimentó alguna esperanza rápidamente sepultada por la cascada de notas agudas tan propias en él. Es más, hubo temas, caso de Rocket Queen, en los que hubo dos solos de guitarra, el de Richard Fortus y el suyo. Dos tazas como cuencos. Sí, lo han hecho siempre y no cambiarán ahora, la desmesura en todos los sentidos les ha acompañado toda la vida.
El concierto, marcado por un repertorio en el que incluyen ligeros cambios y alteraciones en el orden de los temas, se abrió con dos dianas que mejor hubiesen estado al final, en lugar de baladas a deshora como Wichita Lineman, una versión de Jimmy Webb y Patience, ambas con Slash a la acústica. Fueron Welcome To The Jungle y Mr Bronwstone las que enardecieron los ánimos en la apertura, poco después mantenidos con Out Ta Get Me. El octavo tema, Live And Let Die, versión de Wings, volvió a espabilar al público, mantenido arriba con You Could Be Mine y ya sacando los móviles y ardiente con otra versión, la de Knockin’ On Heaven’s Door de Dylan. Justo después, en Hard Skool, Axl se puso a gritar, lo que siguió haciendo en Yesterdays. Y sí, si iniciaba el bramido desde cero tomando aire lograba subir, aunque se ignora si había más intención que demostrar que aún podía hacerlo. El público, con mucha camiseta mostrando adhesión a la banda, respetuoso, empático y dispuesto a rentabilizar la inversión de la entrada, lo puso todo de sí, pero el concierto no logró levantarlo de los asientos más que en puntuales ocasiones. La bola nunca cogió velocidad en la pendiente, el alud no se produjo y el show fue una meseta mantenida con algunos picos: la euforia sí fue suministrada con minimalismo.
Por lo demás, los visuales tampoco tuvieron historia, reflejando en imágenes lo que las canciones explicaban. En Chinese Democracy había muñecos rojos aplastados por un martillo, en Civil War calaveras, disparos, tanque y ruinas y lluvia en November Rain. Y así sucesivamente. Siempre mejor reiterar para despejar dudas, deben pensar los californianos. Antes de November Rain, un pico del concierto, sonó Sweet Child o’ Mine, otro, y faltando casi 10 piezas para el final se aventuró un sprint hacia la gloria que se convirtió en un paseo hacia la abulia pautado con un repertorio de bajones al que sólo aupó la versión de Down On The Farm de los UK Subs cantada por Duff McKagan, un histórico del grupo. En la penúltima pieza hasta se marcaron un medio tiempo, Estranged, con solo de piano para que las sillas siguiesen acogiendo a los espectadores y en la pista se iniciase el camino de salida. Tras tres horas de música el concierto concluyó dejando patente que ni Axl ni Slash han leído a Gracián con aquello de la brevedad y la concisión.
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