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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La acción popular

El problema de esta no es únicamente quién irrumpe maliciosamente en el proceso, sino quién le abre la puerta

Fachada Tribunal Supremo. Imagen de archivo.
José María Mena

Un responsable político catalán, disconforme con una sentencia, afirmó que la justicia española es el Guantánamo de la justicia europea. Descartada esta hipérbole tendenciosa y populista, hay que reconocer que la justicia está cargada de desprestigio y desconfianza. Esto no es una novedad. Esta desconfianza determinó la implantación de la acción popular en nuestra primera Constitución, en 1812, para que cualquier ciudadano, sin ser víctima ni perjudicado, pudiera perseguir el soborno, el cohecho y la prevaricación cometidos por los jueces, aunque no acusara el fiscal, privándole del monopolio acusatorio desde entonces.

La Constitución de 1869, fruto de la revolución de 1868 que destronó a Isabel II de Borbón, mantenía la acción popular para perseguir cualquier delito cometido por los jueces en el ejercicio de su cargo. Así canalizaba la desconfianza frente al posible corporativismo indulgente de los fiscales y tribunales ante los delitos cometidos por sus compañeros.

La Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, inspirada en las ideas liberales de la revolución de 1868, introdujo la acción popular en la legalidad ordinaria. En su prólogo podía leerse: “los españoles, (…) han formado ideas falsas sobre la política judicial, (…) mirando con lamentable recelo a magistrados, jueces, escribanos y alguaciles”. Parece escrito esta mañana.

La acción popular de la ley de 1882, institución genuinamente hispánica, significaba una innovación fundamental: se podría ejercitar no solo contra los jueces sospechosos de delitos en el ejercicio de su cargo, sino contra cualquier autor de cualquier delito. Se instauraba como un complemento controlador de la función pública. Toda la actividad de los jueces y fiscales generaba desconfianza y merecía ese control. Así permanece desde entonces en nuestras leyes y se plasma en la vigente Constitución.

Es admirable que permita la altruista participación ciudadana directa en la administración de justicia, pero, correlativamente, es preocupante que sea la puerta de irrupción en el proceso de “las más insólitas y descabelladas pretensiones de criminalización de nuestro sistema político”, como lamentó recientemente el Tribunal Supremo. No citaba a nadie, pero evidentemente se refería a la abusiva instrumentalización chantajista de la acción popular, ejercitada por Manos Limpias, Abogados Cristianos, y similares, sin fines altruistas, sino desvergonzadamente económicos, políticos o mediáticos.

Sería inútil intentar hacer frente a esta preocupante instrumentalización chantajista, limitando y condicionando la acción popular hasta su jibarización, o con insinceros lamentos del tribunal. Su jurisprudencia sobre la admisión de la acción popular ha sido sospechosamente cambiante, según quiénes fueran los querellantes y querellados. En ocasiones, ha abierto la puerta a aquellas insólitas criminalizaciones que luego lamenta. La última, la del fiscal general.

El Tribunal Supremo parece acompasar sin recato la instrumentalización chantajista de la acción popular, indiferente ante las pruebas exculpatorias, atrincherado en sus sospechas, sospechosas. Parece querer arrastrar irremisiblemente al banquillo al fiscal, “ya vencido o por lo menos desarmado”, como describía el prólogo de la ley de 1882, cuando criticaba el ancestral sistema judicial del absolutismo. El problema de la acción popular no es únicamente quién irrumpe maliciosamente en el proceso, sino quién le abre la puerta.

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