Regreso a los lugares de la tragedia: “Cada vez que llueve, no duermo. La cama se mueve y parece que estoy flotando, quiero nadar”
Supervivientes, víctimas y vecinos realojados hablan con EL PAÍS un año después. “Se ha quedado en el paisaje un filtro color barro. Es un poco desagradable”


Carmen Perpinyá, 85 años, chaqueta rosa y pantalón azul marino, se desplaza en un andador con asiento, una especie de híbrido entre silla y caminador. Está en mitad de lo que un día fue salón de sus padres de un piso de dos alturas en la calle Ausiàs March de Benetússer, y que luego lo fue de ella y su familia. Cuenta que la noche anterior llovió en Valencia, donde vive ahora. Ella estaba tumbada en cama junto a su marido, Daniel Massiá, 90 años. Se levantó en cuanto oyó las primeras gotas y se sentó sobre el colchón, alerta. Empezó a llover a las 2, a las 4.45 paró un poco y se mantuvo así hasta las 6, dice. “Todas esas horas las pasé sentada en el borde de la cama. Sin ver la lluvia, pero oyéndola”.
Pregunta. ¿Y por qué no se tumba y cierra los ojos, aunque la siga oyendo?
Respuesta. Si lo hago me parece que estoy flotando. La cama flota. Sé que no, pero para mí sí. Yo al principio pensaba: “Estos chiquillos me han puesto una cama que vaya por Dios”. Luego supe que era cosa de mi cabeza. Pero es igual: si me tumbo mientras llueve, la cama se mueve y yo tengo que nadar.
El 29 de octubre de 2024, Carmen y Daniel se preparaban para dormir en su casa de Benetússer. La habitación estaba en la planta de arriba. Llovía fuera con violencia, llevaba haciéndolo toda la tarde. Pero no tenían noticias de lo que ocurría realmente al otro lado de la puerta de su casa. Hasta que esa puerta reventó. Carmen anunció que subía para meterse en cama y le pidió a Daniel que subiese unas tostadas. Daniel percibió entonces que había agua en el suelo. “¿Y esto? Voy a ver por dónde está entrando”, cuenta en su vieja casa, bastón, chaleco azul de lana, camisa clara, un audífono. No le dio tiempo a más. Dio dos pasos hacia la puerta y todo reventó.
“Sonó como una bomba”, dice. La marea se los llevó por delante en su propia casa. Carmen se salvó gracias a un limonero, a él se pudo agarrar malherida y aguantó, en medio de la oscuridad, durante horas. Daniel también salió disparado contra el salón, el mismo lugar en el que habla ahora. Un sofá grande, dos sillones, la mesa, el piano: todo flotaba. Pudo mantenerse a salvo sobre uno de los sillones. En algún momento intentó dejarlo, “pero no hacía pie”. Perdió el audífono, así que no oía nada. Y perdió la consciencia. Se fue la luz, no había cobertura, una ola se desplazaba por el centro de Benetússer cargada de trastos y coches, y dos ancianos resistían, sin voz y casi sin fuerzas, a la espera de un milagro.
El milagro estaba a la vuelta de la esquina. “El agua empezó a bajar sobre la medianoche”, dice Wilfredo Ramos, 25 años, natural de la capital del estado de Carabobo, en Venezuela, que se llama Valencia. Wilfredo, sudadera azul marino, camiseta blanca, gorra blanca para atrás, aguardó a que la marea se estabilizase en su calle (la expresión ya da cuenta del delirio) para atender, junto a varios amigos y compatriotas, los gritos de auxilio. Su mujer estaba entonces embarazada de cinco meses, y tiene una hija de siete años. El grupo escuchó pedir socorro, y llegaron hasta la casa de Carmen y Daniel. Todo tenía un aire apocalíptico en aquel momento. Se iluminaban con las linternas del móvil, pisaban agua y barro, se escuchaban aquí y allá gritos de ayuda de gente entre la vida y la muerte. El agua ya había bajado en aquella casa de Benetússer. Atendieron a la mujer, a punto de entrar en hipotermia y con una herida abierta en la pierna en la que se podía ver el hueso; sólo gritaba: “¡mi marido, mi marido!”. A Daniel lo encontraron inconsciente entre restos de la casa, y le hicieron el boca a boca. Los arroparon, les dieron calor, los mantuvieron con vida antes de seguir patrullando para atender a otros vecinos.
Daniel Massià Perpinyá, hijo de la pareja de ancianos, se acerca a Wilfredo, Will. “A esta gente le debemos todo, es una deuda que ni podremos pagar. Ellos, y los que salieron a la calle a ayudar sin pensárselo, evitaron más muertes”, dice. Will llegó a Benetússer hace cinco años procedente de Argentina, país al que emigró primero desde Venezuela. En España empezó como repartidor, luego trabajó en una tienda de patines eléctricos y ahora trabaja como oficial de primera en una multinacional relacionada con impresoras, troquelados, rotativas… Su mujer, 28 años, trabaja en la hostelería. Ha tenido al bebé que esperaba cuando ocurrió la Dana. En cuanto a su hija, cuando llueve, incluso en la tele, se pone a llorar. Pregunta qué va a ocurrir si vuelve a pasar la Dana. “¿Qué vamos a hacer?, ¿a dónde nos vamos?”. Acude al psicólogo del colegio. Cuando caen tres gotas, va a la ventana para comprobar que no corre el agua por la calle. Y si llueve, duerme con sus padres en el mismo cuarto.
Daniel, hijo de Carmen y Daniel, llegó a la casa en cuanto pudo y, nada más volver la electricidad, gestionó la llegada de auxilio médico. Fueron los bomberos los primeros en aparecer abriéndose paso entre barreras de coches y escombros. Carmen estaba en peor estado. Con el hueso de la pierna al aire, y el barro y la suciedad dentro de la pierna. “Estuve dos semanas entre la vida y la muerte. No me podían tocar al principio. Después ya me operaron y me fui recuperando”, dice.
Uno de sus hijos, médico, se planteó la posibilidad de salvarle la vida amputando la pierna. Consiguió que no hiciese falta. Sí hizo falta la extraordinaria fuerza de Carmen, que a sus 85 años dijo primero, en medio del agua, que no era el momento de morir; luego, que no iba a perder una pierna; que no quedaría postrada en una silla de ruedas (y no lo ha hecho); y ahora, conseguido todo eso, quiere volver a su casa con Daniel. Reconstruirla, rehacerla, y pasar aquí, en Benetússer, sus últimos años. No había vuelto, hasta hoy, a este lugar. El teléfono de Mónica Torres, fotógrafa de EL PAÍS, sonó el día anterior. “Si no os importa, llegad un poco más tarde. Mis suegros no han vuelto a su casa desde la Dana, va a ser un momento muy duro y preferimos estar solos los de la familia cuando entren”, dijo su nuera, María.
Cuando se despiden, aparece una vecina con su madre, con demencia. Carmen saluda a la vecina llorando con ella: llevaban casi un año sin verse. Se cuentan cómo vivieron el día de la Dana, Carmen le informa de dónde está viviendo ahora. Se emociona de nuevo.
P. ¿En qué pensaba en esas horas agarrada al árbol, sin ayuda?
R. Yo sólo pensaba en que no me había confesado. Le decía a Dios: “No me dejes morir que no estoy confesada”. Y ya me imaginaba a San Pedro en las puertas del cielo: “Pues hija, tú así aquí no entras”.
Benetússer, Alfafar, Picanya, Catarroja, Paiporta… Un año después se ha quedado en el aire, en las fachadas y en las calles un filtro color barro. “Se me hace un poco desagradable, es casi imperceptible. Es la luz, el reflejo del sol”, una vecina de Picanya. En los municipios del entorno del barranco del Poyo (el cauce estacional que suele estar seco o con poca agua la mayor parte del año, pero puede llenarse con rapidez ante lluvias intensas, como ocurrió en la dana) vive gente que lo ha perdido todo. Las inundaciones han dejado a miles de personas en la vida sin nada material que les recuerde a ellos. Ni siquiera pueden quejarse mucho: podrían haber resultado heridas de gravedad, o muertas. La lluvia, por poca que sea y especialmente en estas fechas, despierta traumas. Las alertas, que mucha gente contenga la respiración o se llame preocupada.

La lluvia tampoco deja dormir a Higinio Murcia, 72 años, casado con Josefa Caledo. Viven en una zona cero: al borde del barranco del Poyo en Paiporta, calle Miguel Grau con Malpaso. Es domingo 12 de octubre, cerca del mediodía. Higinio lija madera en un taller que es el sueño del manitas: herramientas de toda clase llenan este bajo en el que Higinio, jubilado desde los 55 años por infarto, pasa el tiempo. “Me dieron dos infartos más, tres infartos llevo encima”, dice. El 29 de octubre de 2024 la marea reventó el interior de su casa de arriba abajo, con la pareja y su nieta refugiados en el tejado de noche, sin luz ni teléfonos, y con Josefa aturdida por un grave golpe en la cabeza del que no sabían si había hemorragia interna; esa noche, sin embargo, el corazón de Higinio estuvo a la altura de las circunstancias. En situaciones extremas, el cuerpo libera adrenalina que acelera el pulso, pero también redistribuye el flujo sanguíneo para priorizar los músculos y el cerebro. En alguien con antecedentes de infarto, ese pico podría ser letal si el corazón estuviera descompensado, pero el estrés agudo, cuando va dirigido a una acción (salvar a su mujer, mantener la calma, resistir el avance del agua) se metaboliza mejor que otro tipo de estrés. Esa transformación del miedo en acción convierte la taquicardia del pánico en una taquicardia útil. Así que podría decirse que el corazón de Higinio no se rompió porque no tuvo tiempo de mirarse a sí mismo: estaba ocupado bombeando para sus seres queridos. La vida es un asunto maravilloso que tratar.
–Esta noche –la del pasado sábado 11 de octubre– no pude pegar ojo. El cauce ha venido completo de parte a parte. Me he levantado tres veces para verlo. O sea, venía grandecito, pero ha venido así muchas veces, y ya no le dábamos importancia. Siempre mengua. El día de la Dana dijimos: “Ya empezará a menguar”.

Lo que ocurrió fue que no sólo no menguó, sino que se desbordó de manera tan violenta que Higinio Murcia, con casa en primera línea del cauce casi siempre seco, vio algo que, como tanta gente, nunca olvidará: una ola. “Antes de comer, el nivel del agua ya estaba alto. Pero nadie dio la alarma ni nadie dijo nada. Estábamos tranquilos. Comimos y nos pusimos a ver la novela, que terminó sobre las seis. Y mi mujer dice: “Se oye mucho ruido”. Digo: “Sí, digo, es que el Barranco baja grandecito. Vamos a asomarnos a ver. Nos asomamos a la ventana y vimos que estaba entrando agua ya al garaje”.
Empezó la acción. Bajó corriendo las escaleras para tratar de salvar el coche, y según bajaba, el agua ya le golpeó las piernas. “Pues adiós al coche, pensé, y subí corriendo para arriba. Nos fuimos a la puerta principal la nieta, mi mujer y yo, que estábamos los tres solos. Y ya fuera veo que viene a lo lejos una ola desde allá, desde el cementerio: una ola de cañas, ramas, barro, una ola de cinco o seis metros, o sea enorme. Me giré y les dije a mi mujer y a la nieta: “Coged sólo lo necesario y vámonos al tejado. Y así salvamos la vida”. Allí los rescataron los bomberos horas después.
Lo perdieron todo, menos la casa, que aguantó. Restaurarla llevó siete meses de trabajo. “¿Ayudas? Del Gobierno, cero”, dice Higinio mientras enseña, orgulloso, la casa rehabilitada. “Todos los muebles que tengo me los han regalado. No he comprado ninguno. Bueno, alguno la mujer, pero la mayoría me los han regalado todos. Todo lo que tengo me lo han regalado. Hay gente muy buena”. Un día de este último año, a las 7 de la mañana, sonó el teléfono. Era una mujer. “Yo creía que era una broma porque a las siete no te llama ninguna mujer. Pero me dice: ‘Soy la mujer de Samuel Flores, el ganadero [de la legendaria ganadería de toros bravos]. Le hemos visto en la televisión. Diga lo que necesita”. Higinio Murcia se quedó sin habla unos segundos. “Señora, yo no puedo decirle en este momento lo que necesito. No tenemos nada. El agua nos ha dejado los pilares”, le dijo. La mujer respondió: “Bueno, pues por la tarde se pondrá en contacto mi marido con usted”.

Y efectivamente se puso en contacto. “Estábamos comiendo fideos. Por cierto que se estropearon y los tuvimos que tirar, pero mereció la pena. Samuel Flores me dijo: “¿Cuánto necesita usted para empezar?”. Higinio ya le había dado una pensada. “Mire, unos 15 o 20.000 euros, digo, para empezar a tapar las medianeras para que por lo menos lo que me dan, que no me lo quiten [refiriéndose a la rapiña nocturna que se daba en las semanas después a la dana]. Era el día de Reyes. Y me dice: “Mañana tiene usted 20.000 euros ingresados en la cuenta”.
No fue el único, aunque sí el más importante. “Me han ayudado muchos particulares, del hospital, de la Policía de Madrid…”, dice. Colocará una placa en su casa en reconocimiento a la solidaridad de sus vecinos y foráneos. “No los voy a poder citar a todos porque sería una placa enorme, pero sí a los principales: es de justicia”. Sale el sol ahora en Paiporta e Higinio se asoma a la ventana desde donde vio que las cosas iban a ir muy mal aquella tarde sin luz en Valencia. Señala luego, en la planta de abajo, la altura a la que llegó el agua en aquella casa. En las casas y bajos comerciales de los pueblos de l’Horta Sud sobrevive, un año después, una cicatriz: la que marca la altura del agua en cada hogar, el punto al que llegó la marea dentro de sus salones, de sus cocinas, de sus habitaciones.
En Sot de Chera, este lunes 13 de octubre al mediodía, hay alerta naranja. En algunos municipios de la comunidad valenciana, la alerta es roja. La precaución está disparada. Sot de Chera está en el interior de la provincia de Valencia, dentro de la comarca de Los Serranos (La Serranía), a unos 60 km de la capital. Su río, afluente, del Turia, no tiene relación con el Barranco del Poyo, pero en Sot de Chera la violencia de la dana no fue un diluvio lento sino un estallido: lluvias torrenciales que colmaron la cuenca del río Sot, un embalse que cedió su contención y un valle que aceleró la catástrofe.
Ana María Coll, 44 años, está sentada en un portal, fumando un cigarro tras otro, junto a su amiga Mari, del bar El Molino (devastado por la crecida del río, que elevó el cauce hasta diez metros). Su hija, Ainhoa, nueve años, está en el colegio. Ana María perdió la noche del 29 de octubre de 2024 a su marido, Javier Sánchez Rocafull, 51 años, y su hijo Javi, de tres años y diez meses. En el año transcurrido Ana María ha perdido diez kilos, toma antidepresivos por la mañana y por la noche y sigue en tratamiento. En ese año ha aparecido, un mes después de que la riada se lo llevase, el cadáver de su marido en Vilamarxant. Y ella, en estos doce meses, ha pasado de la pena a la ira. Lleva puesta una camiseta con las caras de sus dos seres queridos fallecidos en la dana, y detrás un mensaje: “No han muerto, fueron asesinados”.
Camina hacia un parque nuevo, junto al río: el parque Javi, que lleva el nombre de su hijo y que donó el presentador Jesús Calleja, que hizo en Sot de Chera un especial este verano. En un banco de ese parque, en un paraje de reconstrucción y obra alrededor del río, Ana María Coll, temblando, habla.
–Es que ha pasado más veces –coge aire–. La riada ya se había llevado puentes. Ya se había inundado el campo de fútbol muchísimas veces. El Ayuntamiento tenía que haber puesto hace tiempo las alarmas que ha puesto ahora, que ha habido fallecidos. Me da muchísima rabia que se esté haciendo ahora todo lo que se tenía que haber hecho antes para salvar vidas. Y la presa de Buseo, esa de ahí arriba, está mal: en el momento en que se rompa, nos inundamos. Desde el Ayuntamiento no nos han ayudado nada. A mí me ayudó Mercadona, Paco Roig. Me vino muy bien y estoy muy agradecida. Amancio Ortega quiso hacer lo mismo, ayudar, pero delegó en los ayuntamientos para que lo gestionaran y a fecha de hoy no se ha hecho nada.
P. ¿Dónde vive?
R. El Ayuntamiento nos alojó tres meses en una casa. Me decían todo el rato que me iban a comprar una casa, porque yo me quedé sin nada. Me dieron largas y no compraron nada. Después de esos tres meses, me dejó una vecina la suya otros tres meses. Y la casa en la que vivo ahora me la puso el Sepe, la Delegación del Gobierno. Para siete años. Es aquella de allá arriba, donde ves una lona negra –señala desde el parque un risco en el que hay más viviendas.

Seis días después de la dana, EL PAÍS visitó Sot de Chera. El centro del pueblo se había salvado, pero los márgenes del río, la zona de ocio, recreo y turismo, era un escenario de película de ciencia ficción. La crecida del río fue tan violenta, a tanta velocidad, que se tragó las casas y los kioscos: los hizo desaparecer, los llevó cascote a cascote con ella. Por eso, pocos días después había alrededor del río lapiceros, juguetes, ropa, colchones, muñecas, enseres de cocina, todo ello desperdigado en cientos de metros, entre los escombros y ramas de árboles, sucios de barro. Entre varias imágenes, Albert García, fotógrafo de EL PAÍS, inmortalizó un lugar en el que parecía haber habido una casa. “Esa casa era en la que vivíamos. La cuidaba mi marido. Tenía tres plantas. Había una piscina, pero casi ni se nota en la foto”, dice Ana María. Y un burro, que desapareció esa noche sin dejar rastro.
Sobre las 20.30, la casa de la familia, ya sin luz, se iluminó con velas. A las 22, Ana María dijo que estaba cansada, que había jugado mucho con los niños y que se iba para cama. “El problema de esa finca es que no se oye casi nada de lo que pasa fuera”, dice. “Yo no oía ni al burro, ni el ruido del agua. Ventanas cerradas, con cortinas, ya de noche”. Ana María subió a la primera planta para meterse en cama con sus hijos. Al rato escuchó a su marido, en la planta baja, a voces: “¡Baja, que está entrando barro!”. Ana bajó corriendo y detrás de ella, sus hijos (“los chiquillos bajaron detrás, claro, porque los chiquillos son así”). El barro se colaba por debajo de la puerta, y aunque al principio trataron de limpiar con cubo y mocho, se dieron cuenta de que era inútil. A Ana María se le ocurrió abrir la ventana de esa planta baja. Y lo primero que vio fue un contenedor cruzando a toda velocidad. “Estaba todo tan oscuro que no vi ni el agua, sólo un contenedor pasando”, dice. El que sí vio el agua fue Javier, su marido. En un acto casi reflejo (“pensó que no era para tanto”) agarró el televisor para subirlo a la primera planta. Y, en el momento en que subía las escaleras, estallaron todos los cristales. La puerta principal, una puerta enorme, voló por los aires. Entró el agua en tromba hasta la altura de las primeras escaleras que llevaban a la primera planta. “Subimos todos corriendo. Yo me fui con los niños para una parte, y mi marido se quedó en la otra, asomándose todo el rato al balcón. Yo lo hice una vez solo, para ver qué pasaba. Y vi un mar. Vi el mar. No había casetas de madera, no estaba la puerta principal, no estaban nuestros pájaros, los conejos. Había mar. Supuse que el pueblo se había inundado”.

Volvió corriendo con sus hijos. Su marido seguía en la otra parte vigilando desde el balcón. De pronto, cruzó el pasillo y Ana María lo vio llegar. Venía demudado. “No olvidaré nunca lo que dijo”, recuerda. Javier se plantó delante de su familia y dijo: “Nos vamos a morir, Ana. Nos vamos a morir los cuatro”. “¡Pero qué me estás contando, qué estás diciendo!”, gritó ella. “Y esa oscuridad. Todo el ruido infernal de la lluvia, el ruido insoportable de la lluvia”, recuerda. Javier repitió: “Nos vamos a morir. Esta casa no aguanta, esto se cae”. Y ella: “Tú y nos podemos morir, que ya hemos vivido. Pero nuestros hijos tienen toda la vida por delante, los podemos salvar”. Él: “No puedo seguir aquí. Me voy a vigilar”. Y volvió corriendo al balcón de la parte contraria de la casa. “En ese momento nos movíamos con las linternas de los móviles. Yo no paraba de llamar al 112 y al 060 sin parar, sin parar, sin parar, y mi marido gritando desde el otro lado: llama, llama, llama. “¡Que no me cogen el teléfono! ¿Qué hago?”, le gritaba. Y entonces el estruendo. Se cayó la mitad de la finca. La mitad en la que estaba Javier. “La mitad de la casa entera se fue con él. No se veía nada pero se escuchó un ruido tremendo, insoportable, cables, polvo”, dice Ana. Salió corriendo y se quedó en el borde del edificio que aún quedaba en pie. “¡Javi, Javi!”, gritó. “No paré de gritar su nombre esperando respuesta. Estaba en shock. No entendía ya nada de lo que estaba pasando. Y escuché un grito, pero no era de Javi. Era mi niña: ‘¡Mamá!¡’. Y algo hizo click. Fui a por ellos, los agarré de las manos a los dos, y en ese momento oímos un crujido terrible: la otra mitad de la casa se hundía con nosotros. Nos caímos. La planta de arriba se cayó sobre nosotros. A mi hijo (Javi, tres años y diez meses) le cayó una viga en el tórax y en el abdomen, que lo aplastó. La viga también le partió el pie. Ya en el suelo, le escuché decir “mamá”, y luego no volvió a decir nada, lo estuve llamando pero ya no hablaba. Supe que se había muerto a mi lado. De tres añitos. Y Ainoha no paraba de llamarlo, pero no contestaba. Tuve que decirle a una niña de ocho años que no llamara a su hermanito porque ya estaba muerto, que se había muerto como su padre”. Ana María frena su relato. Y sigue.
“Pero mi marido seguía vivo cuando caímos. Todo esto lo supe leyendo las autopsias. Mi marido seguía vivo y murió por la cantidad de barro que había tragado. Su cuerpo apareció un mes después, el 25 de noviembre, en Vilamarxant, a 50 kilómetros. Lo encontraron debajo de unas cañas. Bajó un poco el río en esas fechas y apareció”.
Ya en el suelo, Ana María se palpó a cabeza, llena de chichones; la niña sólo rasguños y un pie atrapado que liberó sin dificultad. Ayudó que sobre ella cayeron colchones y somieres. Ana, sin embargo, estaba atrapada por los pies, que no podía mover. Aguantaron las dos durante horas. Chillando, pidiendo ayuda, mientras la riada pasaba a su lado llevando a toda velocidad lo que encontraba. Ainhoa, la hija, decía que se iban a morir, que se iban a ahogar. La madre trataba de bromear con ella, de hacer que se relajase. El móvil de Ana sonó a las cuatro de la mañana: la alarma puesta para empezar la jornada. “Ya queda menos para que amanezca”, le dijo a la niña. Cuando empezó a clarear, los vecinos de Sot de Chera empezaron a salir de sus casas. Para entonces ya sólo podía gritar la niña porque Ana María, con la garganta llena de polvo, no podía hablar. La vecina de enfrente, al otro lado del caudal, había pasado la noche tratando de iluminarlas con la linterna de su teléfono móvil. Pronto, en cuanto amaneció, acudieron a rescatarlos. Se llevaron el cadáver del pequeño, lo limpiaron y lo lavaron. “Yo no vi cómo sacaban al niño. Me han dicho que tuvieron que hacer palanca entre tres o cuatro para levantar la viga”.
“Nos tenían que haber alertado. No sonó ninguna alarma en la serranía. Mi móvil no recibió ninguna alerta”, concluye. La niña se acuerda de su padre y de su hermano con naturalidad. “Papá siempre decía esto”, “Javi estaría jugando con esto otro”. El pueblo se volcó con ella, que se quedó sin nada. Vuelve a tener lápices, libros, juguetes. Pero oye la lluvia, y se asusta. Si es de noche, la madre permanece despierta, de guardia, junto a su hija.
“La pintura no tapa el dolor. Justicia”, dice una pintada en Picanya, a 70 kilómetros de Sot de Chera. En Picanya se reúnen vecinos del Barranco a los que quieren expropiar sus casas, alguna en ruinas por la dana en L’Almassereta. La idea del Ayuntamiento es montar un parque fluvial. Se han paralizado licencias por dos años: se prohíbe construir y reparar casas con daños estructurales. Los vecinos, realojados, se encuentran en el limbo. Y hay gente a la que tienen previsto desplazar de sus casas familiares de siempre, no sólo a otra parte sino a otros municipios. “El sueño del parque fluvial que tiene Mazón –presidente de la Generalitat– es la pesadilla de mucha gente que vive aquí”, dice Constanza Waliño, vecina del lugar, casada con Felipe. “Después del trauma de la dana en primera linea , con dos vecinos fallecidos de nuestra calle, ahora sufrimos por la incertidumbre de nuestra situación y de nuestro futuro: no podemos reconstruir como otros sus vidas y pasar página. Tomamos tranquilizantes y medicamentos contra la depresión. Muchos vecinos son de edad avanzada, incapaces de reconstruir económicamente y psicológicamente lo que tenían antes”, dice. “No puede ser que los más afectados de la tragedia de la dana tengan que ser sacrificados por el bien común. Son los que más han perdido: sus recuerdos, sus pertenencias, sus casas, sus vecinos, la convivencia. No puede ser que tampoco puedan vivir en el pueblo en el que han nacido”.
De esas casas cuelgan carteles. “Ací ens pariren i ací volem estar”, “Al carrer viuen famílies, no som números, som persones”, “Expropiar 23 casas, 65 vecinos”. Y una casa que no está en la calle, sino a 50 metros: “Esta vivienda la han incluido dentro del plan de La Almassereta. ¿Por qué?”. El puente del barrio es provisional. Fue levantado por el Ejército de Tierra. “Del Regimiento de Especialidades de Ingenieros número 11 a los vecinos de Picanya. Noviembre de 2024”, reza una placa. En ese puente alguien dejó un cartel que dice: “Nos volveremos a encontrar. El sol saldrá de nuevo”, firmado por voluntarios de Zamora. Y uno más: “Fco Moreno, ‘Paco el Guerra’. No t’oblidem, 29. Oct’24”
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma































































