Castromil, el pueblo entre Ourense y Zamora que arde casi todos los años
La valiente batalla de los vecinos de la localidad, en la frontera de Castilla y León y Galicia con Portugal, frena el fuego antes de que destruya su pueblo

“Adiós, te quiero”, “Cuídate, por favor. No hagas tonterías”. Así se despidieron las mujeres y los niños de sus maridos y padres el jueves, como si fueran a una guerra. El fuego llamaba a las puertas de Castromil y desde la Junta de Castilla y León llegó la orden de desalojar, pero un grupo se quedó a defender su pueblo y, durante 48 horas, lo dieron todo en una batalla que ganaron parcialmente. Extenuados, con hambre y con la cara y las manos negras, lograron que el fuego no tocara las casas, aunque todo lo que quedó a su alrededor es el esqueleto de los árboles y un desolador manto negro de tierra quemada.
Castromil, en Zamora, es un pequeño pueblo de 80 habitantes enclavado en lo profundo de las montañas con un ‘hermano’ Castromil del lado de Ourense, en la frontera con Portugal. Ambos comparten dos señas de identidad. Una alegre y positiva que atrae a visitantes y curiosos y que tiene que ver con el carácter trifronterizo que les permite celebrar una vez al año una romería que pasa por la piedra de los tres reinos, un mojón que históricamente marcaba los límites de los reinos de Galicia, de León y de Portugal. En realidad, la famosa piedra (Penedo dos tres Reinos) es solo una excusa para organizar una fiesta campestre que hermana a los vecinos y siempre termina en comilona, baile y vino.
La segunda característica es menos simpática.
—¿Ves esa ladera?, ardió hace cinco años —dice Edelmiro Fuentes señalando una montaña negra desde el pico hasta la base.
—¿Ves eso de ahí? —pregunta apuntando a un montón de piedras y castaños calcinados en la otra punta del pueblo—ardió en septiembre del año pasado”.
El último incendio no hace falta señalarlo porque aún humea. Es el que acaba de quedar parcialmente extinguido, lo que ha permitido a sus familias regresar este sábado desde el albergue en el que pasaron la noche.
Con la naturalidad de quien ve caer la lluvia, Miro, como todos lo conocen, señala montes calcinados donde hace una década había un verde frondoso de robles, pinos y castaños. “Aquí hemos convivido siempre con los incendios, pero siempre duran unas horas y ya está”, señala antes de recalcar que lo que sucede ahora no tiene comparación alguna. “Cada vez son fuegos más salvajes, más impredecibles, consumen más hectáreas y llegan a las casas”, comenta en referencia a los llamados incendios de sexta generación.

Los vecinos de Castromil están acostumbrados a que no aparezca nadie cuando hay un fuego. De hecho, fue una sorpresa la alerta que llegó al teléfono pidiendo la evacuación de la población. “Hemos aprendido a enfrentar el fuego nosotros mismos”, dice. Para confirmar lo que cuenta, Miro muestra el local donde se guardan los 20 batefogos comprados por la junta vecinal y con la que hicieron frente al incendio. Se trata de una especie de remo de piragüismo, pero flexible en la pala y que ayuda a apagar las llamas. Un instrumento que es ya un símbolo de los vecinos luchando contra el fuego. Hace tres años el pueblo también invirtió en comprar un remolque con un tanque de agua de 8.000 litros para desplazar por los caminos cada vez que se declara un incendio.
“Los incendios del verano se apagan en invierno”, insiste el alcalde de la localidad, Jesús González, muy cabreado con la política forestal de la Junta de Castilla y León, diseñada por quienes él llama “ingenieros de salón”. “No me quejo de los medios que han utilizado para apagar este fuego. Ha habido aviones y helicópteros, y hablo con el presidente de la diputación todos los días”, precisa, “pero si no es por nosotros se nos queman las casas”, insiste. “Mi queja principal tiene que ver con las leyes actuales que nos impiden tocar el campo, hacer quemas controladas, abrir retranques en los ríos o tocar los pastos quemados. Todo eso es combustible para el fuego”, critica.

“Hay poca gente, y si a los que estamos aquí no nos dejan actuar, cualquier fuego se convierte en una bomba de relojería”, apunta. Entre el resto de vecinos ni siquiera hay fuerzas para la indignación, sino la sensación de que deben convivir con el fuego como el marinero lo hace con el mar. “Hay que manejar el campo como hacían nuestros abuelos”, recalca el alcalde. “Limpiar las fincas en invierno, perimetrar el pueblo y trabajar con la gente de los pueblos que conocemos las rutas y los caminos. Con cinco horas de hidroavión pagas todo el año a una cuadrilla de gente de los pueblos para que lo tengan limpio”, añade el alcalde.
Este sábado comenzaron a regresar los evacuados desde Puebla de Sanabria. No fueron horas fáciles. La comunicación iba y venía y las noticias que llegaban al móvil hablaban de un fuego descontrolado que amenazaba el pueblo y que castigaba como nunca a la limítrofe provincia de Ourense donde ya se han quemado más de 32.000 hectáreas en lo que supone el incendio más devastador registrado en Galicia en los últimos años.
Cuando las mujeres y los niños llegan del albergue donde han pasado dos días, les recibe una escena invernal pero con 35 grados. Llueve, pero es ceniza. Hay niebla, pero no son las nubes, sino la polución ambiental después de una semana de fuego, una bruma gris y espesa que agarrota la garganta.
La descoordinación competencial con la que se afrontó este último incendio queda aún más evidente en el caso de poblaciones fronterizas como Castromil. Al Castromil zamorano llegó la orden de evacuar, pero no así al Castromil gallego, aunque las llamas eran mucho más fuertes en este último. Sofocado el fuego, el viernes por la noche los vecinos extenuados compartían en el único bar las anécdotas de 48 horas de batalla salvaje. Un jabalí que salió de entre las llamas, la bola de fuego que rodeó el tractor o los pies y las manos hinchadas que ahora reposan sobre una silla. “¿Sabes lo peor de todo?”, se pregunta Miro. “Que cuando esto pase y se vayan las autoridades y la prensa, todo seguirá igual”. Como la piedra de los tres reinos.
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