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La historia de Miguel Morales, el hombre que murió dos veces y desapareció muchas más

Se fue de Dúrcal en 1984 en pleno proceso de divorcio y la justicia lo dio por muerto en 2016 con fecha de 1994. Su familia, que le acusa de violencia y malos tratos, cree que llevaba años viviendo bajo un puente del barranco del Poyo

En la imagen, miembros de la Unidad Militar de Emergencias (UME) rastrean a pie la Rambla del Poyo en entre las localidades de Massanassa (I) y Catarroja (D) en búsqueda de los desaparecidos.
Javier Arroyo

Miguel Morales Molina había desaparecido muchas veces de su casa en Dúrcal (Granada) antes de aquel verano de 1984 cuando se fue definitivamente. Sus escapadas iban desde un día hasta varios meses, como aquel periodo que pasó en Palma de Mallorca, en el que llegó a enviar postales a su familia para informar de cómo y dónde estaba. Miguel y María Montserrat se casaron a finales de los setenta y las fugas, la violencia y los malos tratos, además de sus problemas con las drogas, llevaron a la esposa a solicitar el divorcio. Él nunca se dio por enterado y quizá jamás lo supo. Un primero de agosto de 1984, en mitad del proceso, se fue para siempre. Una sentencia judicial lo dio por muerto con fecha 1 de agosto de 1994. Sin embargo, estaba vivo. Falleció a causa de las fuertes lluvias provocadas por la dana que asoló Valencia el 29 de octubre. Paradójicamente, su muerte ha servido para resucitarlo en la vida de su familia, que no supo nada de él durante cuatro décadas.

El pasado noviembre, la Guardia Civil se puso en contacto con Jessica, una de las dos hijas de Miguel. Habían encontrado el cuerpo de un hombre en un campo de naranjos en Quart de Poblet. No era de allí, sino que llegó arrastrado desde otro sitio, confirman a EL PAÍS fuentes de ese Ayuntamiento. Lo único que intuye la familia es que “vivía bajo un puente, en el barranco del Poyo, desde hace ocho o nueve años”. Poco más sabe la familia de este hombre que dejó abandonado su carné de identidad y pasaporte en casa cuando se fugó y jamás intentó renovar su documentación o crear una nueva bajo otro nombre. Miguel tenía, al irse de Dúrcal, 34 años y ha muerto con 72.

Sara tenía un par de años cuando él desapareció y Jéssica, cinco. Sara no lo recuerda. Sí conoce un hecho que fue definitivo para que su madre pidiera el divorcio. Un día, cuando ella estaba en el regazo de su madre, Miguel intentó apuñalarla. María Montserrat se giró a tiempo y salvó a la pequeña, pero se llevó la puñalada. Ahí tomó la decisión de dejar al marido, algo que por los antecedentes no era difícil. “Cuando mi madre, que trabajaba limpiando en el Ayuntamiento, llegaba con su sueldo a casa, que le pagaban en efectivo, él le cogía el dinero y le metía fuego para que no comprara comida para nosotras”, dice Sara, “y entonces se iba ella a casa de la vecina a pedirle un plato de comida porque no parábamos de llorar por hambre”. También relata otra historia de malos tratos hacia la madre: “La hacía dormir en las escaleras de la calle, mientras él se quedaba dentro de la casa cuando nosotras éramos bebés”. Por eso, dice Sara, “nunca he querido buscarle”. Como tampoco quería, en primera instancia, pagar los gastos del traslado del cuerpo de Miguel desde Valencia a Granada, donde residen ahora. Finalmente, ha consentido. Los restos incinerados de Miguel están ahora con Jéssica, la hija mayor.

Más allá de esa década aproximada en la que ha estado viviendo debajo de un puente, nada se ha podido reconstruir de la vida de Miguel. El divorcio lo concedió el juez en ausencia. Le llegaban las notificaciones a la casa de sus padres, donde estaba empadronado, pero jamás llegó a presentarse en el juzgado. “No sabemos si es que no estaba porque estuviera en una de sus escapadas o porque no quería ir”, recuerda Sara. El caso es que, continúa, el juez “le concedió la separación y el divorcio a la vez”. Tampoco supo, recuerda su hija, que murió su madre y su hermano. Asimismo, era desconocedor de que, judicialmente, también él estaba muerto.

miguel ángel morales

Sara no, pero Jessica, la hermana mayor, siempre ha tenido interés en saber qué había sido de su padre. Por eso, entre 2009 o 2010, no recuerda exactamente, las dos hermanas comenzaron un procedimiento legal para declarar el fallecimiento de su padre. Según explica su abogado, que prefiere mantener el anonimato, “se trata de un procedimiento bastante usual. Es un acto voluntario que instan los familiares y que, en este caso, requería que hubieran pasado al menos 10 años desde la desaparición de Miguel”. El recorrido judicial, que acabó necesitando seis años, comienza con un requerimiento judicial a la policía para que investigue en todas las administraciones, hospitales incluidos, si se sabe algo del desaparecido. Ante la respuesta negativa, las hijas tuvieron que poner un anuncio en un periódico de tirada nacional, en este caso, en EL PAÍS, y dos anuncios en un periódico local reclamando datos a quien los tuvieran. Nadie respondió. Todo ello con los correspondientes márgenes de tiempo de varios meses. El último paso fue preguntar a familiares directos. Aparecieron dos primos hermanos ante el juez para decir que tampoco sabían nada de él.

Años después, el 12 de diciembre de 2016, una jueza lo declaró fallecido con fecha 1 de agosto de 1994, 10 años después de darse a la fuga. Ahora, otro certificado dice que, según la huella dactilar del dedo índice derecho, Miguel Morales murió el 29 o 30 de octubre de 2024 por “asfixia mecánica por sumersión en medio lodoso”. El abogado reconoce que es todo un poco raro. “En la fecha que hicimos estos trámites, ya había medios informáticos y tecnológicos capaces de dar con los desaparecidos. Hace años no, pero entonces sí. Quién sabe lo que pasó”. Sara, por otro lado, tampoco tuvo nunca mucha fe en la sentencia que lo daba por muerto, más allá de que necesitaban un papel así: “Nosotras, de algún modo, siempre hemos pensado que estaría vivo. Aun cuando la juez lo dio por fallecido”. La dana, con todo su dolor, ha cerrado todas las dudas.

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Sobre la firma

Javier Arroyo
Periodista. Estudié Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla e hice el Máster de Periodismo de EL PAÍS/UAM. Publiqué mi primer artículo en EL PAÍS el 14 de julio de 1999. Estuve unos años y me fui a hacer otras cosas. Volví como colaborador desde Granada en 2016 y aquí sigo.
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