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Vincent Bevins: “Las élites han descubierto que pueden gobernarnos sin legitimidad”

La plaza Tahrir, el 15-M, Occupy Wall Street… La imagen más representativa de la década de 2010 quizá sea la de calles tomadas y países paralizados en una protesta masiva y global. Hoy es casi imposible encontrar su rastro. El periodista Vincent Bevins intenta explicarse qué fue de aquellos días en que el mundo parecía (¿solo parecía?) arder

El escritor Vincent Bevins, en su casa en Londres.
Tom C. Avendaño

En los meses entre 2011 y 2015, antes de que Trump irrumpiese dos veces en la Casa Blanca y Elon Musk en Twitter, antes de que Putin o Erdogan modificasen las constituciones de sus países para arrogarse poderes insólitos, antes de que Rusia e Israel se dieran el gustazo de invadir al vecino, antes de los auges de la inteligencia artificial, la ultraderecha, los bulos y las campañas de noticias falsas, antes de los ataques diarios a la prensa y a la democracia, antes de que todas estas borracheras de poder fueran nuestra realidad diaria, millones de personas salieron a la calle prácticamente a la vez para decir basta a la deriva global.

Fueron meses de imágenes y titulares históricos en sus dimensiones. Cientos de miles de egipcios ocuparon la plaza Tahrir en enero de 2011 y lograron echar al dictador Hosni Mubarak. En Madrid, el 15-M ocupó la Puerta del Sol. En Kiev (Ucrania) fue la plaza Maidán. Hubo un Occupy Wall Street en Nueva York, unas Jornadas de Junho en Brasil en 2013 y un Occupy Central Square en Hong Kong. Supuestamente, más personas salieron a la calle entonces que en cualquier otro momento de la historia. “La gente que mejor mide estas cosas llegó a la conclusión de que el número de protestantes excedió el récord anterior, la ola de protestas de los años sesenta”, subraya una soleada tarde londinense Vincent Bevins (Santa Mónica, EE UU, 40 años), quien se ha convertido en una de las mayores autoridades mundiales en aquel periodo.

Bevins, periodista internacional que ha trabajado para Financial Times desde Londres, desde Brasil para Los Angeles Times y desde Indonesia para The Washington Post, no solo vio las protestas brasileñas con sus propios ojos (y fue rociado con gas lacrimógeno por ello): es también el autor del nuevo libro Si ardemos: La década de las protestas masivas y la revolución que no fue (Capitán Swing). En él viaja a lo largo de una docena de países y habla con dos centenares de personas para retratar aquel momento que parecía anunciar un profundo cambio histórico y que ahora parece haberse quedado en anécdota.

“Lo que me fascinó de este fenómeno no fue que las cosas no salieran bien: en la historia de los movimientos sociales, que las rebeliones de los de abajo no salgan bien es lo más normal. Una gran cantidad de gente pide algo, algo incluso obviamente justo, y no sucede nada. Lo que pasó en la década de 2010 fue mucho más extraño. No es que no pasara nada, es que fueron un fracaso. Miras esos momentos eufóricos, de victoria aparente, de masas llenando las calles, las plazas, en niveles capaces de provocar cambios fundamentales, de derrocar gobiernos o, en casos menos pronunciados, desestabilizar sociedades… y, si vuelves unos años después, ves que estos cambios no solo han llevado a poco, es que directamente se está experimentando un retroceso. Se generó una gran oportunidad que no llevó no solo a nada, sino a algo peor que la nada”.

La gente que tomó la plaza Tahrir en 2011 y expulsó a Hosni Mubarak del poder acabó gobernada por Abdel Fatah al Sisi, un dictador aún más represor y militarizado. Los brasileños que tomaron las calles contra el Ejecutivo socialdemócrata en Brasil en 2013 tuvieron que ver cómo las protestas eran absorbidas por la ultraderecha y cómo Bolsonaro dejaba el país en un estado mucho peor cuando salía del poder en 2023. La ONU anunció en 2010 que Libia era la nación con el mayor índice de desarrollo humano del mundo; en 2017, denunció la compraventa de esclavos en sus fronteras.

Vincent Bevins, en London Bridge.

¿Qué diantres pasó con estas protestas?

La resistencia del decenio de 2010 fue fundamentalmente reactiva: expresaba rechazo hacia quienes representaban, supuestamente, a la ciudadanía. Quizá la expresión más famosa sea en español: “No nos representan”. Hubo un momento de supuesta victoria como resultado de una serie de protestas masivas en plazas públicas surgidas de un movimiento aparentemente descabezado, coordinado digitalmente, estructurado en horizontal y que resultó increíblemente explosivo. Pero, una vez creadas esas oportunidades, una vez el dictador huye del país, resulta que una protesta no puede ocupar un vacío de poder y no puede formar un Gobierno de transición o comité revolucionario.

¿El problema fue el vacío de poder?

Imagina que el Che Guevara y Fidel Castro no hubieran querido o podido formar un nuevo Gobierno tras echar a Batista. Lo más probable es que los vestigios del Ejército del régimen anterior se juntasen con las élites económicas, quizá con representantes de EE UU, y hubiesen improvisado un nuevo Gobierno muy parecido al de Batista pero con otro nombre. Esto es, con frecuencia, lo que sucedió. La revuelta en sí no aprovechó las oportunidades que ella misma creó en ninguno de los casos que he estudiado. Siempre fue otro actor. A veces fue alguien que ya tenía poder o que ya estaba organizado y listo para actuar, y otras, un contraataque imperialista [Baréin] o una invasión desde fuera [en 2011 Libia se sumió en una guerra civil y la OTAN intervino]. Sí que hay casos de aliados de las revueltas que acaban accediendo al poder: Gabriel Boric, en Chile, pero tampoco ha conseguido derrocar la Constitución de Pinochet.

¿Efectivamente no nos representaban?

No es algo subjetivo. Estoy simplificando varios contextos nacionales y políticos, pero esto sabemos que es real. Varios académicos de ciencias políticas, incluso los más serios y templados, han publicado estudios demostrando que, en la fase actual del capitalismo, las naciones responden más al poder económico que al pueblo. Es más, quizá ya no respondan en absoluto al pueblo salvo que, de alguna forma, el pueblo se alinee o se vea amparado por las élites económicas. La crisis de representación es real.

Vincent Bevins.

¿El paso de los años la ha reforzado?

Voy a robarle una idea al filósofo brasileño Rodrigo Nunes: en el comienzo de la década de 2010 nos encontramos en una enorme crisis de legitimidad de Estado. Nos gobernaban de forma ilegítima élites en Estados no solo norteafricanos o asiáticos o de América Latina, sino en Norteamérica y Europa Occidental. Sus pueblos no les habían dado derecho a hablar en su nombre. Y en la segunda mitad de la década, estas élites se dan cuenta de que pueden hacerlo sin que les pase nada. No hay árbitros en el sistema global, nadie te va a amonestar si cometes abusos… Lo que Trump está haciendo ahora, lo que Elon Musk ha hecho (comprar una red social para modificar el resultado de unas elecciones, anunciar que lo está haciendo y ser recompensado con un puesto en el Gobierno de la primera potencia mundial) son cosas absolutamente inimaginables hace 10 años.

Total, ¿quién va a chistarles?

También se dieron cuenta de que cualquiera puede tomar las calles. Fascistas o antidemócratas pueden tomar una plaza juntos y vestidos del mismo color, gracias a Twitter. En los sesenta, las calles eran de la izquierda: en Brasil en 1964, en Chile en 1973… Pero observa Brasil de 2013 a 2016 o incluso podríamos decir el 6 de enero de 2021 en Washington. No hay rasgos ontológicamente progresistas en ninguna táctica. Solo son tácticas.

¿Por qué nos manifestábamos entonces y no nos manifestamos tanto ahora, cuando el ciudadano de a pie lo tiene todo, digamos, menos a favor?

En aquella década hubo un caso de participación cuantitativa excepcional gracias a la movilización digital. Las redes sociales son parte importante de las protestas, no tanto como se escribió en 2011, pero importante. ¿Sabes? He dado muchas charlas sobre este libro en varios países y me cuesta mucho convencer a la gente más joven que yo de que en aquella época pensábamos que las redes sociales eran algo bueno, que internet iba a hacer del mundo algo mejor, más democrático, más transparente, más feliz. Todos lo creíamos.

LOL.

Ese optimismo naturalmente ha desaparecido. Por otro lado, el recuerdo que han dejado estas protestas en muchos casos es traumático. En Brasil, el espectro político le cogió miedo a las calles. “¿Y si la ultraderecha vuelve a apoderarse de ellas?”. En 2013 y 2016 acabó en desastre. En Egipto pasa algo similar.

Si la participación masiva es un rasgo definitorio, quizá contraproducente, de las protestas, también lo es su capacidad clónica. ¿Cómo pudo ser que la plaza Tahrir se reprodujera en lugares con panoramas políticos tan lejanos a Egipto, como la Puerta del Sol en España, Syntagma en Grecia o Wall Street en EE UU?

En los estudios de revueltas, protestas y revoluciones, del siglo XVIII hasta el decenio de 2010, se hablaba de oleadas: la oleada revolucionaria de 1848 en Europa, la oleada de intentos por replicar la revolución bolchevique de 1917. Cuando hablo de esa década, suelo hablar de copiar y pegar. Mi libro se llama La década de las protestas masivas, pero podría llamarse “La década de la plaza Tahrir”. Esa rebelión se retransmitió en directo. La reproducción de imágenes y palabras se había acelerado hasta prácticamente alcanzar la instantaneidad. España, Grecia y Nueva York son los ejemplos más famosos, y Nueva York el caso más explícito: la revista canadiense Adbusters, una cabecera antiglobalización, dijo: “Tenemos que hacer un Tahrir en Wall Street”. Y así salió Occupy Wall Street. En 2014 hubo un Occupy Central en Hong Kong, cuando ya se sabía que Egipto había sufrido un golpe militar contrarrevolucionario.

Muchas de las protestas tuvieron su detonante propio. Un frutero, Mohamed Bouazizi, se inmola públicamente ante el acoso de las autoridades y detona la Primavera Árabe. En Brasil fue la subida del precio del transporte público.

Es muy fácil mirar esos incidentes y decir: vale, la protesta era por esto. Pero si sigues su desarrollo a lo largo de una, dos, tres semanas, tres meses, ves que lo que la movía podía cambiar de un día para otro, de la mañana a la noche. En Ucrania explotó porque un colectivo quería presionar al Gobierno de Viktor Yanukóvich para que firmase un acuerdo de asociación con la Unión Europea; luego, tras la represión policial, se sumó mucha gente que estaba en contra de ese acuerdo. Después ya hay varias versiones de qué ocurría en la plaza Maidán en Kiev. En Brasil llegué a ver a los nuevos manifestantes, más de derechas, gritarse con los que más tiempo llevaban.

¿Esa indefinición ideológica fue el talón de Aquiles del movimiento?

Esta analogía no está muy pulida, pero imagina que los empleados de una fábrica del siglo XX van a la huelga en Italia, por ejemplo, y convencen al dueño de la fábrica de que les dé algo. El dueño no tiene que estar de acuerdo con ellos para entender que le interesa que las cosas vuelvan a funcionar. Pero tiene que haber una lista de demandas con la promesa implícita de que las cosas volverán a funcionar. De lo contrario, el dueño de la fábrica responderá o bien reprimiendo la revuelta o bien dejándola que se prolongue hasta que los trabajadores se queden sin comida y se disuelvan. Es un poco los dos desenlaces que experimentaron aquellas protestas.

Para los periodistas fue un cambio duro: había que saber simultáneamente de Egipto, Libia o España (y era el caso de muy pocos), estar a la última en redes, asimilar acontecimientos que, a veces, solo se distorsionaban cuanto más te pegabas a la calle… Ninguna de nuestras viejas herramientas periodísticas servía. Y lo que pensábamos que eran expertos globales resultó que estaban rellenando sus carencias con ideología.

Fue un absoluto fracaso de nuestra clase, los periodistas internacionales en las principales cabeceras. Todos los que salían a las calles de São Paulo en 2013 volvían con su explicación personal de lo que estaba pasando. Y, como yo conocía a los periodistas, “ah, este es más de izquierdas”, “ah, este está más obsesionado con la corrupción”, veía que reflejaban sus opiniones en su cobertura. ¿Mentían a propósito? No. Creo que les dieron un diminuto margen de tiempo para ir a unas calles ocupadas por millones de personas con millones de motivos para estar ahí. Cada uno volvió con sus versiones.

¿Fue especialmente confuso para los consumidores de noticias?

Los periodistas miraban las protestas y pensaban: ¿tiene buen aspecto? En dos sentidos. Primero, ¿la imagen es buena? Y segundo, ¿el Gobierno de este país es de los buenos o de los malos? Porque si es de los malos, de China o de Putin, ya no hace falta saber más, las protestas son buenas. Pero si el Gobierno es de los nuestros, tenemos que plantearnos preguntas más duras. “Ah, ¿que está pasando en Francia? Pues ojo con la maximización de este movimiento, porque yo diría que en Francia tienen democracia”.

Y para los participantes en las protestas, ¿ver las coberturas tan divorciadas de lo que sentían que estaba pasando, también tuvo consecuencias?

La gente que organizó el 25 de enero en Egipto llevaba una década armando protestas a favor de Palestina y en contra de la invasión estadounidense de Irak. Daban por hecho que se entendería que todo movimiento por la democracia egipcia sería, necesariamente, en contra de EE UU y sus aliados en la región. Les resultó traumático ver llegar a la CNN: “Este es un movimiento para unirse a Estados Unidos, estos jóvenes egipcios quieren ser América júnior”. Sí, evidentemente si te recorres Tahrir lo suficiente vas a acabar dando con cuatro personas que piensen eso y te lo puedan decir ante la cámara en buen inglés. Los periodistas no sabían lo que estaba sucediendo pero sabían que eso sería buena tele.

Usted fue periodista de The Washington Post. ¿Cómo ve la cabecera en su era Bezos?

Creo que nadie llega a ser tan rico como Jeff Bezos sin preocuparse por la imagen que proyecta con su dinero y su poder. Bezos pagó una cantidad muy pequeña, no para nosotros sino para él, por el Post, pero la compra nunca me pareció ajena a su objetivo principal, que es aumentar su riqueza y poder. Para él probablemente era un paso más en esa dirección: le dio una cierta influencia, quizá hizo que para cierta clase periodística fuera más difícil criticarle. Pero me parecía que en cuanto dejase de ser compatible con su principal interés, la construcción de un imperio, se vendría abajo. Y creo que es lo que ha sucedido. Lo que me sorprende es que él haya querido que todo el mundo sepa que se ha venido abajo. Lo dijo en redes: “He instruido a los redactores de Opinión del Post que sigan una línea editorial que me he inventado yo y que, si no lo hacen, deben dejar el periódico”. La forma clásica de hacer esto si eres un oligarca (y Bezos creo que lo es) y quieres estrangular una cabecera, o al menos escorarla a la derecha, es moverte lentamente entre bastidores. Él no solo quiso cambiar el Post, quiso que todos supiéramos que estaba moviendo su poder para cambiarlo, y eso me llama la atención.

Casi se echa de menos a los dueños de los periódicos de otros siglos.

En lo que ahora llamamos edad dorada del periodismo, cuando podías dedicarte a ello y te pagaban bien y suponía un empleo estable, se criticaba la forma en que los dueños de las cabeceras, y sus anunciantes, forzaban la reproducción de ciertos puntos de vista. Chomsky recogió varios de ellos en Los guardianes de la libertad. Razón no les faltaba. Pero las cosas han ido tan tan tan a peor que ahora mataríamos por tener esos problemas. Darles beneficios a los dueños, tener ingresos por publicidad.

En la década de 2010, la pregunta más repetida era: ¿quién va a pagar mi trabajo? Ahora, la gran pregunta es: ¿quién va a leer mi trabajo? ¿A quién le va a importar?

Vamos a la extinción del periodismo como práctica, como actividad humana. Igual le quedan unos 100 años. Por muy imperfecto que fuera todo en los años setenta o en 2011, en 2025 las cosas están mucho mucho peor.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Periodista de EL PAÍS SEMANAL. Fue subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura.
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