Extremadura: ¿y si la gran desconocida era un paraíso?
Ya desde el preámbulo de su Estatuto, Extremadura se sabe afectada por “una historia poco generosa”


Don Francisco Gregorio de Salas fue un clérigo ilustrado que nació en Jaraicejo (Cáceres) en el año de 1729, por lo que es prudente asumir que le llenaría de estupor aparecer en El País Semanal en 2025. A mí me alegra darle la sorpresa, y debo decir que la merece: su obra hace mucho que es olvido, pero hay un libro que mantiene, milagrosa, la frescura. Hablo de los poemillas de su Juicio imparcial, una “definición crítica del carácter de los naturales de las provincias de España”, donde va haciendo nuestro retrato con una maña muy notable para dar a la vez cariño y estopa. Así, del vasco dirá que “prefiere siempre a su vida / la defensa de su fuero”. Por su parte, el catalán, “mercader y fabricante, / jamás vive con reposo”, en tanto que el valenciano tiene “la sustancia para todo / de gente de regadío”. Ya se ve que cada uno recibe su balín. La décima más famosa de Salas es la que dedica a sus paisanos, “cada cual en sí metido, / y contento en su rincón”. Y bien: a mí me encanta que, lejos de andarse metidos en su rincón, hoy los extremeños acaparen las noticias por liderar la vuelta a España electoral que nos espera.
A efectos de transparencia, diré que tengo media familia en Extremadura, que allí he pasado media vida y que allí —perdón por la grandilocuencia— espero terminarla. No me es indiferente, por tanto, la tierra que despidió —“una lágrima se asomó a mis ojos”— a Mariano José de Larra y la que dio la bienvenida al todavía principito Juan Carlos de Borbón. Por suerte, quienes queremos hablar bien de Extremadura tenemos a mano un apóstol como Miguel de Unamuno. La escena la refiere Francisco de Cossío. Blasco Ibáñez y Unamuno están en el hotel del Louvre y Blasco se pone lírico cantando las excelencias de París: “Este es, sin duda”, le dice a Unamuno, “uno de los lugares más hermosos del mundo. ¿Qué echa usted aquí de menos?”. Unamuno, en el acto, repuso que lo que echaba de menos era Gredos. Boutades aparte, el vasco va a decir como nadie la belleza extremeña: los campanarios barrocos del “Badajoz que mira hacia el sur”, “los encinares donde la carne porcina crece y se adensa”, “los valles deliciosos del Jerte y del Tiétar” o “las boscosas umbrías de la sierra de Guadalupe”. Solo faltarían el skyline de Trujillo, los rebaños de merinas al caer la tarde, o esos alcornoques que, desnudos de su corcho, van tomando, como escribe Josep Maria Espinàs, primero “el color del vino y después un morado penitencial”. Nada más lejos, en definitiva, de la idea de unos campos extremeños “desnudos de árboles, abrasados por los soles y los hielos”. De hecho, al viajero Richard Ford, hombre en extremo fastidioso, las dehesas le recuerdan en algo a la amenidad de su Inglaterra: “Cotos absolutos para el botánico y el sportsman”.
Ya desde el preámbulo de su Estatuto, sin embargo, Extremadura se sabe afectada por “una historia poco generosa”. Hubo un tiempo en que se alardeaba de que “los dioses nacían” allí, pero bueno está el mundo para alardear de conquistadores. Su campo ha tenido menos élites emprendedoras —típicas, ya que ha salido, de Inglaterra— que élites extractivas de las que solo aparecían por allí a cobrar la caza o la montanera. La vida en Las Hurdes pudo leerse a lo heroico, como hizo el hispanista francés Maurice Legendre: los hurdanos habían luchado por aferrarse a su tierra de un modo que “ni los holandeses contra el mar”. Sin embargo, Las Hurdes fue sinónimo de miseria. Y mira que no hay nombres de eufonía dulcísima en Extremadura que el crimen tuvo que ocurrir en un lugarón llamado Puerto Hurraco. Extremadura fue también esa tercera provincia —Alcorcón, Sant Boi— de gentes que se habían tenido que marchar.
Son tantas las cosas que han ido a mejor que hoy, si pensamos en extremeños por el mundo, pensamos en las 1.000 tiendas de La Casa de las Carcasas. Uno, con todo, tiene devoción particular por aquella Extremadura romántica del siglo XIX, con su Espronceda y su Carolina Coronado. O por esa otra libresca, a veces incluso mistérica, que va de Arias Montano a Bartolomé José Gallardo y de Mario Roso de Luna, “el sabio de Logrosán” al bibliófilo Antonio Rodríguez Moñino. Hay, en fin, menos verdad en el mito de Las Hurdes o Puerto Hurraco que en la Guadalupe que se proyecta en América, el Yuste que ilumina a Europa o esa raya —la frontera más porosa del mundo— que nos cose y abraza a Portugal. El día que pongan un buen tren, Extremadura va a pasar de “gran desconocida” a paraíso.
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