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Cementerios únicos del norte de España que tienes que ver antes de morir

De Cambados a Castro-Urdiales, estos camposantos son espacios construidos a partir de una magnética combinación de poesía, naturaleza y azar

“La primera vez que entras, lo que ves resulta espectacular: parece un barco al que le dieron la vuelta y quedó aquí, anclado”, dice el historiador Sindo Mosteiro. En efecto, los arcos apuntados de la iglesia —­descarnados, sin cubierta, a la intemperie— simulan las cuadernas de un viejo navío varado, ya inerte. La estructura parece débil, pero el paso del tiempo la ha fortalecido, fosilizándola. A principios del siglo XV, cuando se tuvo noticia de su construcción, todo era color. Las bolas que adornaban las arcadas góticas estaban pintadas. Cuando el templo se quedó sin tejado, mediado el XIX, el clima gallego —­su lluvia— comenzó a apagar aquellas vivas tonalidades, hasta anularlas por completo. El granito acabó adquiriendo el mismo tono que cualquiera de las fachadas de los edificios nobles de Cambados (Pontevedra), un tenue gris salpicado por los líquenes.

Hoy la cabecera del templo —que preside un moderno crucificado de madera, obra del escultor local Francisco Leiro— es la única estancia que permanece a cubierto. En el interior, apoyado en la mesa de altar de piedra, Mosteiro relata la historia de este peculiar enclave mientras observa, paciente, cómo la fina lluvia se cuela sin resistencia entre los arcos de la iglesia de Santa Mariña Dozo, convertida actualmente en uno de los cementerios más bellos de Galicia. “En torno a 1830 comenzó a verse que la iglesia estaba en peligro y que el tejado corría el riesgo de caer”, cuenta el historiador, restaurador y sabio local. Entonces, el hijo del marqués de Montesacro, Javier Zárate, apremió a los propietarios a que arreglasen el templo, pero la reclamación del responsable político de la zona fue ignorada por la Casa de Alba. “Zárate mandó destejar la iglesia como medida de presión”, continúa Sindo. De nuevo, sin respuesta. Aquello fue el principio del final. La parroquia se trasladó a un lugar más céntrico de Cambados —el convento de San Francisco— mientras “vendían los efectos que quedaban: las tejas, las vigas, el entablado de madera…” para financiar la mudanza.

Así que Santa Mariña Dozo se quedó sin tejado, vacía y sin nadie que se ocupara de ella. En torno a 1880 cayó la cubierta. De inmediato, la torre. Las piedras se amontonaban en el lugar. “Se encontraba en muy mal estado, empezó a cubrirse de hiedra, de zarzas, esto parecía un bosque…”, describe Sindo Mosteiro, reviviendo el testimonio de unos turistas ingleses que se dejaron caer por allí. El edificio, situado en un balcón de privilegio sobre el mar que baña esta villa de casi 14.000 habitantes, pudo mimetizarse con el entorno, desaparecer para siempre entre la vegetación. Pero entonces ocurrió algo inesperado. “Los vecinos comenzaron a limpiar el paraje y a llenar de tumbas la antigua nave de la iglesia”, narra el historiador. Y así, Santa Mariña, cuajada de sepulturas por dentro y por fuera, se reencarnaba en camposanto. Hasta hoy.

Quizá resida en su belleza —en el atractivo de las ruinas románticas— la clave de la salvación. Parece confirmarlo el incesante goteo de turistas que recorren el paraje perplejos. Unos se fijan en la arquitectura o en las sepulturas, otros aprovechan la tregua de la lluvia para hacerse un selfi junto a las arcadas. “Cuando hay luna llena, la luz dulce de la noche baña las molduras del edificio y el escenario resulta superevocador”, resalta Mosteiro. Un encanto innegable, pero no exclusivo en Galicia. A menos de una hora en coche hacia el norte, siguiendo la línea costera, el camposanto de Noia —un pueblo de A Coruña de similar población— registra un interminable reguero de visitantes. Acuden al recinto, incrustado en pleno centro urbano, para certificar que los balcones de los edificios vecinos se asoman por sus cuatro costados a un palmo de las tumbas. Ya en el interior de la iglesia de Santa María a Nova (siglo XIV, estilo gótico marinero) se expone una pequeña parte de su extensa colección de lápidas medievales, una de las más valiosas del mundo.

A primera hora de la mañana —ya en Asturias— varios fotógrafos se apostan frente al cementerio de Barro, una parroquia de Llanes de apenas medio centenar de vecinos. Tratan de capturar la peculiaridad del paisaje: al subir la marea, el agua rodea casi por completo las tumbas y devuelve, como un espejo, el reflejo del camposanto. “Es una obra de finales del siglo XVIII que diseñó Silvestre Pérez, un arquitecto de la Ilustración con una obra excepcional en España”, informa Carmen Bermejo. Desde el balcón superior de la necrópolis, la profesora de Historia del Arte de la Universidad de Oviedo explica cómo las tumbas, perfectamente alineadas, se orientan hacia las idas y venidas del mar. En Asturias, describe con orgullo la profesora ovetense, los enterramientos “tienen un punto poético, porque la naturaleza que los rodea siempre es singular”.

En este mismo paisaje de Barro, directores como Gonzalo Suárez o José Luis Garci encontraron el escenario soñado para sus películas. Aunque hay otros camposantos orientados al infinito. De todos ellos, se queda con uno. En Luarca (4.718 habitantes) se conserva uno de los recintos funerarios más antiguos de toda Asturias, construido en 1812 sobre una atalaya de arquitectura escalonada. En uno y otro caso, el dinero que los hizo posibles vino de ultramar. “Lo que nosotros llamamos indiano es el emigrante que se va a América a hacer fortuna y tiene éxito”, define Bermejo. “Cuando vuelve, invierte en su vivienda o en la de sus padres; luego, construye el cementerio porque quiere tener una buena tumba”, detalla.

Hablamos del siglo XIX, un momento histórico que alumbra la modernización de los espacios funerarios. “Hay una revisión y se dan cuenta de que son pequeños, están cerca de las poblaciones y es necesario renovarlos”, explica la profesora. Toman como referencia “un plano muy sencillito” de 1787, cuando una orden de Carlos III estableció que estos lugares debían tener forma de rectángulo, una cruz y un muro para que no entrasen los animales. A partir de ahí, la Academia de Bellas Artes fue realizando una serie de propuestas de diseño. En las ciudades, los arquitectos municipales las recogieron y se encargaron de ordenar los recintos, calcando la estructura de la propia urbe. “A diferencia de los enterramientos italianos, donde la pervivencia de la naturaleza es mucho mayor que la nuestra, los españoles tienen poca vegetación y mucho suelo”, compara Bermejo. El panorama cambia bastante en las zonas rurales, donde “hacen lo que quieren, sobre todo en los pueblos más pequeños”.

Es entonces cuando las necrópolis comienzan a erigirse en “museos al aire libre”, explica la historiadora, haciendo suya la expresión de su colega francés Philippe Ariès. No hay estilo artístico que se resista a entrar en un camposanto. “Tenemos prácticamente todos los modelos que se van a dar en el momento: desde el neoclasicismo, que aporta la fuerza, la severidad o el raciocinio ante la muerte, al neogótico o al neorrománico, donde está más presente la ideología religiosa y la fuerza de Dios”. El último en cruzar las puertas fue el modernismo, un gusto que impregna la penúltima parada de esta ruta que persigue la creación artística en los enterramientos del norte del país. A la villa de Comillas llegó Lluís Domènech i Montaner en los últimos compases del siglo XIX con el encargo de construir (como hizo) uno de los espacios funerarios más sorprendentes de la fachada cántabra. Desde una colina, aprovechando las ruinas de una iglesia gótica, el cementerio observa el mar y el reguero de peregrinos que se citan aquí arriba con el diseño modernista del arquitecto catalán, coronado por las sugerentes esculturas de líneas curvas de su paisano Josep Llimona.

“Fíjate en la cruz de arriba, es como un cubo, todo responde a formas muy geométricas”. Frente a uno de los panteones del cementerio de Ballena, en Castro-Urdiales (Cantabria, 33.000 habitantes), Víctor Manuel Aguirre desgrana los misterios del secesionismo vienés. Se refiere al singular estilo artístico que el arquitecto local Leonardo Rucabado se trajo de Centroeuropa a principios del siglo XX. “Si el modernismo es todo curvas, formas vegetales, mucha vida…, el secesionismo surge como una reacción y es exactamente lo contrario: la sobriedad, la austeridad, la escasa decoración”. Y un simbolismo perturbador: “El farol siempre aparece porque es como la luz para el otro mundo”. Aguirre, doctor en Historia, se hizo “un poco experto” en la obra de Rucabado en 2018, cuando realizó una audioguía sobre los mausoleos del arquitecto castreño con motivo del centenario de su muerte. El arsenal artístico por el que nos guía hace que este lugar cumpla —quizá mejor que ningún otro— la condición de “museo al aire libre”. El de Ballena es, por derecho propio, uno de esos museos del otro mundo.

Ciertamente, el espacio monumental se benefició de la excelente generación de arquitectos que surgió en Cantabria hace poco más de un siglo. Como Alfredo de la Escalera y Amblard, que se encargó de diseñar en 1893 este entramado de calles que apuntan hacia los acantilados de Castro-Urdiales. O como Eladio Laredo, autor del mausoleo de una familia acaudalada de la ciudad, los Artiñano, con “una propuesta en estilo gótico muy interesante”, describe Víctor Manuel Aguirre. “Todos estos panteones responden a la realidad de la época: las familias castreñas están volviendo de América con grandes fortunas y quieren enterrarse aquí con la dignidad que les corresponde”, explica el historiador. Como la indiana Isidra del Cerro, que descansa en uno de los monumentos más sobresalientes del recinto.

De regreso a la entrada, Aguirre hace parada en una de sus debilidades personales. Sobre un frontal de piedra aparece la escena cristiana del descendimiento de la cruz, obra de Gregorio Helzel. “Es un estilo de moda en los años treinta, influenciado por ideologías muy estrictas, como el fascismo: dedos gruesos y formas y rostros muy duros”, pormenoriza. Aunque Víctor Manuel ha dejado para el final de la visita —que, en realidad, es el punto culminante de este itinerario artístico— un testimonio que reafirma los cementerios como lugares de arte y patrimonio, sitios donde los creadores proyectaron obras vetadas fuera de ellos. “Lo más interesante de este conjunto es el ángel anunciador, con formas de mujer, vestido a la manera egipcia”, indica. Se trata de un voluminoso mausoleo realizado en estilo secesionista, solo afeado por la reciente restauración de sus elementos de bronce con un grosero espray dorado. “Es la culminación de la obra de Leonardo Rucabado”, valora Aguirre. Lo construyó a principios del siglo XX para la familia de su esposa, los Del Sel. Para su desgracia, el prolífico diseñador murió de gripe con tan solo 43 años. “Él nunca pensaría ser de los primeros en enterrarse aquí”, presume el historiador. Fue la aportación más valiosa de Rucabado a este museo que, quizá, podrá disfrutar… desde el otro mundo.

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