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La vida de 3.500 personas en los asentamientos irregulares de Níjar, el kilómetro cero de la miseria invisible

En el municipio almeriense de Níjar se levantan más de 40 asentamientos chabolistas. La ausencia de papeles, las malas condiciones de trabajo y la imposibilidad de acceder a un escuálido mercado de vivienda son las principales aristas de un problema enquistado desde hace tres décadas

J. A. Aunión

La higuera que plantó Mouloudi Hayyami junto a su casa hace 25 años está preciosa. La muestra con orgullo. También la pequeña mezquita que construyó justo detrás, en mitad de una pequeña barriada que, escondida entre invernaderos y junto a un almacén de frutas, está formada por una quincena de casas “en mal estado”, algunas “con ampliación de plásticos y maderas”, según las describió hace un par de años un informe de Almería Acoge. Es uno de los cuarenta y tantos asentamientos irregulares que hay repartidos por el municipio almeriense de Níjar y en los que viven en condiciones muy precarias unas 3.500 personas migrantes, calculan las ONG. Hay núcleos irregulares de “personas trabajadoras agrícolas” —así los llama un estudio de 2022 encargado por el Ministerio de Derechos Sociales— en muchos puntos de España, sobre todo en las provincias de Almería, Huelva, Murcia y Albacete. Pero Níjar, por volumen, es probablemente el kilómetro cero de una situación enquistada después de tres décadas de inacción —o acciones terriblemente ineficaces— por parte de todas las administraciones.

Mientras, los habitantes de estas barriadas siguen atrapados al final de una compleja madeja de intereses —algunos propios y muchos ajenos— que se han ido enredando hasta el absurdo. Una madeja que podría resumirse así: cada año hay más cultivos de invernadero en Almería, sus dueños las pasan canutas para encontrar trabajadores suficientes, y ese espacio lo cubren, en su inmensa mayor parte, los migrantes. Una parte de ellos no tienen papeles, así que trabajan de forma irregular en muy malas condiciones, a veces, cercanas a la explotación. Pero, aunque todos tuvieran papeles y contratos, muchos tampoco tendrían dónde vivir, porque hay una falta endémica de vivienda en la zona y la poca que hay les resulta en general inaccesible, por precio y por los prejuicios de los caseros. De hecho, se estima que entre un 25% y un 30% de quienes viven en los asentamientos ya tienen permiso de residencia, pero siguen allí. Mientras, la construcción de viviendas va a paso de tortuga, porque al sector privado no le interesa y el público está casi desaparecido, no solo porque los fondos siempre escasean, sino por el rechazo de la población local… “Hay racismo y hay que llamarlo por su nombre, aunque a veces sea sutil, de ese de ‘mi morito es diferente, es muy buena gente, pero los demás…”, advierte Beatriz González Martín, profesora de Geografía Humana en la Universidad de Almería.

“Yo nunca he buscado problemas con nadie. Gracias a Dios, llevo 35 años en España, no he molestado a nadie y nadie me ha molestado a mí. Si alguien ha querido buscarme la ruina, siempre me he alejado en dirección contraria”, dice Mouloudi Hayyami, que nació en Marruecos hace 70 años. Ya jubilado, vive con su esposa, Rabia, tres de sus hijas y dos nietas en ese pequeño asentamiento irregular cerca de San Isidro, una de las 25 pedanías que componen el gigantesco municipio de Níjar (ocupa 500 kilómetros cuadrados).

Su vivienda de ladrillos está dividida en dos, con una parte principal donde están la cocina, un pequeño baño y dos habitaciones, y otra más que el cabeza de familia construyó hace años para colocar su habitación. Las separa un patio donde cada semana voluntarios de Cáritas dan clases de refuerzo a la quincena de chiquillos que viven en el asentamiento y enseñan español a las mujeres. Consiguen el agua de un pozo subterráneo, y la luz, gracias a un enganche ilegal que llega hasta los enchufes de la casa a través de las rozas que Mouloudi hizo en su día en el suelo y la pared.

Estas toscas construcciones de ladrillo son lo que los informes de las ONG llaman infraviviendas. Luego están los poblados de chabolas, hechas de plásticos, madera o materiales de construcción. De hecho, entre los asentamientos de Níjar hay una gran variedad, no solo por el tipo de construcción, sino por el número de habitantes —de media docena a varios centenares— o la nacionalidad: en algunos solo hay marroquíes (mayoría absoluta entre los migrantes de la zona), otros tienen más gente de Ghana, de Senegal… Los hay que cuentan con una tienda, un bar e, incluso, prostíbulo.

Algunos llevan ahí más de dos décadas, habitados por muchos cientos de personas, cada una con su bagaje —agricultores, antiguos comerciantes, abogados, instaladores de aire acondicionado, panaderos…— y sus prioridades: hay quien, antes de nada, tiene que devolver lo que le ha costado llegar hasta aquí, o quien quiere ahorrar y volver, o mandar dinero a casa. O quizá traer a la familia una vez que consigan regularizarse, después de dos o tres años de clandestinidad que deberán pasar reuniendo, como puedan, pruebas oficiales de ese tiempo residencia con las que demostrar el arraigo que les dará finalmente los papeles… La mayoría son hombres solos, aunque el porcentaje de mujeres va subiendo, con alguna tendencia nueva que han detectado las ONG, como la llegada de mujeres marroquíes que llegan desde Huelva, en vez volver a su país, una vez que se acaba su permiso como temporeras. También hay, como hemos visto, familias con niños.

La realidad es que los migrantes más pobres que llegan a Almería en busca de trabajo viven, simplemente, donde pueden. Si no es en esas barriadas informales más grandes, lo hacen apiñados en algunos pisos, en colchones tirados en garajes que les alquilan, o en cualquier espacio susceptible de abrigarlos: un camión abandonado en un descampado, una vieja casa de aperos, una caseta de electricidad… El Servicio Jesuita a Migrantes ha documentado 470 de estas infraviviendas diseminadas que dan cobijo a entre 1.250 y 1.400 personas, de las que unas 275 son niños menores de 14 años. No quieren que los planes para intentar solucionar el problema de los asentamientos se olviden de ellos.

Cuando llegó a España en patera a principios de los noventa, Mouloudi vivió en pisos compartidos en Murcia, primero en Yecla y luego en el barrio de la Fortuna. Trabajó en una tienda de muebles, pero pronto se pasó a la agricultura: “Trabajábamos a destajo, a 80 pesetas la caja de naranja. 50, 60 cajas al día…”, cuenta. Hasta que, siguiendo los caladeros de trabajo, esos que se van conociendo de boca en boca, acabó en Puebloblanco, otra pedanía de Níjar.

Casi todo se mueve por redes de contactos, paisanos y familiares que orientan y acogen y van abriendo puertas. Sigue siendo así. Abdulah (39 años) era comerciante en Malí (llevaba corderos para vender en la ciudad), pero tuvo que escapar, asegura, porque un grupo yihadista estaba empeñado en reclutarlo. Su periplo le llevó, durante más de dos años, por Argelia, Libia y Túnez —trabajaba y ahorraba en cada escala para poder seguir—, hasta llegar a Italia. “Entonces, mi hermano mayor me mandó dinero para que viniera porque aquí hay trabajo”.

Ahmed, marroquí de 31 años, también llegó porque tenía un conocido que vivía en El Hoyo, otro de los asentamientos de Níjar, un poblado chabolista compuesto de pequeñas casetas de madera y plástico negro ubicadas en un gran descampado desde el que se ve el turístico Cabo de Gata. Ahmed pagó 200 euros por compartir una de las chabolas con otras dos personas. Parece lo habitual, como ocurre en Atochares, seguramente la barriada más grande de la zona, cuando los terrenos no tienen una propiedad clara; pagan por un espacio y cobran al siguiente que llega por cedérselo cuando se van. Si hay un dueño de los terrenos, este en no pocas ocasiones cobra un alquiler por el uso de la infravivienda.

Así ha ocurrido durante años en el asentamiento donde vive Mouloudi y su familia, a la que pudo traerse una vez que consiguió los papeles en una regularización masiva a mediados de los noventa. Ellos pagaban 180 euros al mes a un empresario local de no muy buena fama hasta que le embargaron los bienes y dejaron de tener a quién abonar el alquiler. “Yo he hecho muchas cosas aquí [en el asentamiento]. Traje todos esos materiales que ves ahí tirados porque [el casero] me prometió que iba a construir un alcantarillado”, asegura Mouloudi señalando una pila de tubos de hormigón.

La marginalidad siempre supone una oportunidad de negocio para alguien. Todo el mundo habla de gente que empadrona en su casa a cambio de dinero, o de empresarios que cobran al trabajador por hacerle el contrato que le permitirá conseguir finalmente los papeles (deben pasar entre dos y tres años en la clandestinidad, pero si reúnen pruebas oficiales de ese tiempo en España, pueden demostrar arraigo y obtener permiso de estancia). Entre la comunidad migrante también se forman jerarquías: el que ya conoce el idioma, el que tiene papeles, el que tiene carné y coche, el que tiene abierta una cuenta y puede guardar el dinero a otros compatriotas… O el que se gana la confianza del empleador y se encarga de formar sus cuadrillas con gente que ya conoce o probando a recién llegados. Así lo hace un marroquí de 40 años que recibe clases de español en El Hoyo. Asegura que, tras 18 meses en España, es una especie de capataz en un cortijo; se encarga de escoger y pagar a los jornaleros. Ninguno de ellos, admite, tiene papeles.

Y en esas cadenas de intereses y contactos, los favores no siempre son altruistas, asegura la profesora González Martín, que ha recogido testimonios que la impulsan a creer que al menos una parte de estos intermediarios lo hacen a cambio de dinero. Todos los migrantes preguntados para este reportaje (una docena) dicen, sin embargo, que quienes los ayudaron nunca les cobraron. Pero algo parece indiscutible: “En los asentamientos vive la población más indefensa, la más susceptible de caer en manos de los más desaprensivos”, dice Clara Salom, abogada del Servicio Jesuita a Migrantes.

El sueldo que suelen recibir los trabajadores sin papeles de los invernaderos es de cinco euros la hora (por debajo de lo que establece el convenio) o 40 euros al día, a veces, aunque se trabajen 10 horas o más, y trabajando semanas enteras sin descanso, hasta 90 días seguidos, afirma el jesuita Daniel Izuzquiza. “Yo trabajaba en Marruecos en una tienda de teléfonos y ganaba [el equivalente a] 10 euros al día. Aquí, entre 40 y 45”, explica Ahmed cuando se le pregunta por qué decidió venir a España. Eso sí, las condiciones de vida que encontró le dejaron tocado. “Vaya agujero”, pensó cuando llegó a El Hoyo. “Me daban miedo los incendios. Viví uno en otra casa un día a las tres de la madrugada. Menos mal que no había viento. También hay gente que bebe alcohol, pone música por la noche y hay peleas…”, añade.

Ahmed quiere irse a Mallorca de camarero cuando consiga los papeles. Ese es el objetivo de muchos: regularizarse y seguir camino a un destino mejor. Y muchos lo hacen, claro, pero eso no reduce el tamaño de los asentamientos, porque llegan otros a cubrir unos puestos que siguen ahí. Hace ya mucho tiempo que la introducción de nuevos cultivos hace que las campañas se sucedan casi ininterrumpidamente todo el año, lo que aleja cualquier tentación de hablar de temporeros que solo son necesarios durante algunos periodos. Lo que a algunos de los trabajadores del tercer sector más les sorprende es la impunidad con la que sucede todo esto, a la vista de quien quiera pararse a mirar. El problema, seguramente, es que casi nadie se asoma, y el que lo hace y protesta se enfrenta aquí muchas veces al rechazo y la incomprensión de familiares y amigos por atreverse a cuestionar ese milagro económico que ha traído bienestar y prosperidad a una de las provincias más secularmente pobres de España.

“Parece que siempre se ha pensado que era un problema que tenía que resolver otro. O que implicaba demasiado riesgo como para entrar de lleno”, opina González Martín. Habla, además, de “miedos cruzados”: “Los inmigrantes viven con el miedo de que los expulsen; los agricultores, de que los culpabilicen; los políticos, con el miedo de perder votantes… Y eso crea una burbuja que no les deja salir, no les deja moverse a ninguno”.

Todas las administraciones “han estado durante los últimos 30 años mirando para otro lado, eludiendo responsabilidades e intentando que fueran del resto”, admite Francisco Jesús Toronjo, director general de Políticas Migratorias de la Junta de Andalucía. Por el contrario, asegura, el Gobierno autónomo al que él representa está abordando el problema con el Plan de Erradicación de los Asentamientos Informales, impulsado junto a diputaciones y ayuntamientos, pero sin el apoyo, lamenta Toronjo, del Gobierno central. Su propuesta es de “realojo e inclusión social, persona por persona, con nombre y apellidos, dependiendo de su situación”. Su implementación comenzará de verdad el año que viene. Habrá que ver entonces en qué se concreta.

Hasta ahora, los intentos de solución han pasado principalmente por desalojos de asentamientos que, en la práctica, sin una alternativa razonable, solo han obligado a la mayoría de sus habitantes a trasladarse a otro poblado marginal. Es cierto que el Ayuntamiento de Níjar —que asegura estar trabajando a fondo, con sus “limítadisimos” recursos, para abordar soluciones lentas y complejas—construyó y equipó a finales de 2023 un residencial con 62 viviendas temporales para 180 personas. Pero también lo es que los primeros 24 migrantes realojados han llegado casi dos años después, el pasado octubre, y que, además, se trata de un recinto vallado de aspecto casi carcelario en mitad de un polígono industrial.

Por su parte, los jesuitas defienden un proyecto que dirigen en San Isidro. Son 12 viviendas que compró el año pasado TuTechô, una sociedad de inversión inmobiliaria de carácter social, y que gestiona el Servicio Jesuita a Migrantes como viviendas transitorias de alquiler asequible. Además, por el camino acompañaron a las 20 personas que habitaban el pequeño asentamiento de El Cañaveral para que se mudaran a los pisos. “Se vació, avisamos al Ayuntamiento y lo tiraron abajo… En lugar de empezar metiendo la piqueta, mostramos que se pueden hacer las cosas de otra manera, hablando con la gente, respetando sus ritmos, explicando las condiciones, buscando alianzas…”, explica Izuzquiza.

Las 12 viviendas son casas bajas con un salón, cocina y dos o tres habitaciones dobles. Son 70 plazas, así que hay residentes que no vienen de aquel asentamiento. Como Ahmed, el marroquí de 31 años que estuvo en El Hoyo y que ahora estudia un curso de hostelería. Uno de sus compañeros es un compatriota llamado Osama (24) que llegó desde Atochares. En otra de las casas vive Kabace (21), que viajó desde su Guinea-Conakry natal hasta Túnez y, de allí, a Lampedusa, para escapar de la miseria. Quiere ser electricista. Las casas están en mitad del casco urbano de Níjar, muy cerca de uno de los esqueletos de edificios de viviendas que, repartidos por toda la pedanía, se quedaron a medio hacer tras la crisis de 2008.

“En San Isidro no construye nadie, hay espacio de sobra y obras a medias, pero se necesita obra pública. Desde 2008 todo es iniciativa privada y está focalizada en las zonas turísticas, más rentables”, explica Andrés Góngora, secretario provincial de la asociación de agricultores COAG Almería. No es fácil que alguien del sector se siente a hablar con periodistas sobre los asentamientos; dicen estar hartos de ser criminalizados. A las acusaciones de prácticas irregulares —hay cientos de testimonios sobre condiciones de explotación laboral—, responde que, hasta donde sabe, el sector cumple el convenio, “un buen convenio, mejorado recientemente”, añade. Y sostiene: “Creo que los asentamientos no son consecuencia de la agricultura, sino de los flujos migratorios irregulares y de unas políticas de migración disparatadas. Y a eso se suma una crisis inmobiliaria que no da respuesta a la gente que tiene necesidades y unos recursos muy bajos. Relación con la agricultura, claro que la hay, pero es más indirecta de lo que puede parecer. ¿Por qué están en San Isidro y no en Ciudad Real? Pues, entre otras cosas, porque aquí ya hay un colectivo de inmigrantes muy fuerte”.

Asegura que los agricultores están haciendo muchos esfuerzos por mejorar la situación de los migrantes. Que llevan años reclamando más recursos para los colegios e institutos de la zona y un carril bici para los cientos de trabajadores que cada día se desplazan jugándose la vida en bicicleta y patinete eléctrico por unas carreteras sin apenas arcén. Y pide un poco de comprensión para un pueblo que ha visto duplicar su población en el último cuarto de siglo, hasta superar los 30.000 habitantes, la mitad de ellos migrantes. “Se puede convivir, pero hace falta invertir desde lo público para que la integración sea mayor”.

Góngora conoce bien el pueblo y toda la comarca. Góngora conoce bien el pueblo y toda la comarca. Su familia paterna —“hasta mi bisabuelo y tatarabuelo”— es de la zona del Cortijo del Fraile, donde en los años veinte del siglo pasado sucedió el crimen en el que Federico García Lorca se inspiró para escribir Bodas de Sangre. Y muy cerca del camino que recorrió en los años cincuenta Juan Goytisolo y dejó reflejado, con toda su crudeza y violencia, en Campos de Níjar. “Hambre y miseria”, resume Góngora, cuya historia familiar es el vivo reflejo de ese milagro almeriense que trajo la prosperidad a una de las provincias más secularmente pobres de España. Su padre, de hecho, fue uno de los primeros que empezaron allí con esos plásticos que han crecido y crecido hasta convertirse en ese monstruo de 33.000 hectáreas que se ve hoy desde el espacio.

En la última campaña, los invernaderos almerienses produjeron 3.500 millones de kilos de frutas y hortalizas, por valor de 2.748 millones de euros. El 61% se exportó, sobre todo a Alemania, Francia y el Reino Unido; no en vano se ha convertido en un lugar común decir que Almería es la huerta de Europa. Andrés Góngora se enfada muchísimo cuando se colocan estos datos junto a los relativos a los asentamientos irregulares, pero lo cierto es que muchos se preguntan sinceramente si el milagro se podría mantener sin que al menos una parte de esta mano de obra trabaje en condiciones muy precarias.

González Martín está convencida de que sí se puede —“hay gente que se ha dado cuenta de que se puede ganar mucho dinero haciendo las cosas bien y lo están haciendo”, dice— y, de hecho, asegura que están empezando a percibirse cambios. En todo caso, insiste en no criminalizar al colectivo, como en ocasiones hace la prensa, dado que no son los únicos responsables de esta situación. Una persona que lleva muchos años lidiando con todo esto desde una ONG habla de cambiar el foco: “Si no das alternativa, las sanciones no son la solución; el empresario tiene unas obligaciones y una competencia muy fuerte, y el trabajador sin papeles, ¿qué va a hacer? Tiene que comer, pues tiene que trabajar”. Así que el punto de partida para buscar soluciones, añade, es la regularización; no es el remedio definitivo, pero con ella los migrantes pueden empezar a exigir derechos básicos y los empresarios, si no cumplen, a ser sancionados.

Aunque a Mouloudi, por ejemplo, lo de tener papeles no le libró de jugarretas. Cuando se fue a jubilar, le dijeron que no había cotizado suficiente. “Trabajando el mes entero, hasta los domingos, y cotizaban por mí tres días, cuatro días en todo el mes”, asegura. Consultó a un abogado y pudo conseguir la pensión, cuenta en el patio de su casa. Ahora anda otra vez de abogados porque, después de años sin saber del dueño de los terrenos, ahora quiere volver a cobrar el alquiler y los años perdidos. Cáritas les está echando una mano en el proceso. Sus voluntarios les informan de los avances cuando se acercan una vez a la semana a dar las clases de español y apoyo escolar a la quincena de niños del asentamiento.

Cada mañana les recoge un autobús puesto por el Ayuntamiento para llevarlos a esos colegios sin medios suficientes para atenderlos. Los institutos no están mucho mejor, así que las probabilidades de éxito escolar para estos chicos son muy escasas. Ahar (14 años), la hija pequeña de Mouloudi, estuvo el curso pasado varias semanas sin ir a clase porque se sentía maltratada por parte del profesorado. Nadie dio la voz de alarma por su ausencia, aunque aún está en edad de escolarización obligatoria. F. (prefiere dar solo inicial) creció en el mismo asentamiento y es uno de los pocos menores de estos entornos que han seguido estudiando después de la ESO. Si recupera las dos asignaturas que le quedan pendientes para terminar bachillerato, ya verá si hace la selectividad y, quién sabe, una carrera universitaria. Quizá, aunque muy poco a poco, las cosas sí estén cambiando.

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Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.
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