Ropa para evadirse del sistema: el mundo de Viktor & Rolf
Vestidos que se convierten en cuadros, perfumes millonarios, desfiles que se acercan a la ‘performance’, retrospectivas que desafían las preconcepciones de la moda. Todo lo que hace Viktor & Rolf es una declaración. También volver al prêt-à-porter después de 10 años

Para Viktor Horsting (Geldrop, 56 años) y Rolf Snoeren (Dongen, 56 años) la recurrente confrontación de moda y arte no es una desavenencia sino una oportunidad. “¿Por qué no puede ser ambas?”, contestan, en una frase que tiene más de respuesta que de pregunta. En ese espacio confluente es donde el dúo encuentra la latitud para explayarse en su particular visión de la vestimenta. Una que a veces transforma un vestido en un cuadro, desconecta la prenda del cuerpo para poner a prueba los límites de la vestibilidad —y el absurdo del mundo de la moda— o borda cientos de campanas en la tela para convertir el sonido en parte del diseño en un métier habitualmente más ocupado con lo que se ve. “La moda puede ser mucho más que un vestido en una percha”, dicen, no al unísono, pero sí completándose la frase el uno al otro.
En la práctica, no parece haber límites. “Si podemos dibujarlo, el taller puede hacerlo”, asienten. Ni los agujeros de queso cheddar que atravesaban un centenar de capas de tul en la colección Cutting Edge (2010) ni los vestidos que le hacían un pulso a la gravedad en Late Stage Capitalism Waltz (2023) se le resistieron. “Más que limitarse a confeccionar prendas exquisitamente elaboradas, el dúo ha logrado demostrar una y otra vez cómo la moda puede trascender el mero vestir para convertirse en arte, poesía y comentario social”, escribe Roger Diederen, director de la Kunsthalle de Múnich, en el catálogo de la exposición que la institución alemana les dedicó el año pasado y que ahora desembarca en Atlanta. Pasados 32 años de su primera colección, “siguen desafiando nuestras preconcepciones sobre lo que la ropa puede llegar a ser”, dice el comisario.

No es ni mucho menos la primera muestra que orquestan. De hecho, empezaron mostrando su trabajo —a menudo más cerca de la instalación que del desfile— en galerías y museos. Pero lo interesante de esta es que, en lugar de la secuencia cronológica típica de las retrospectivas, recorre el universo de Viktor & Rolf a través de sus temas recurrentes. Algunos más formales, como las flores, la sastrería o los lazos. Otras más conceptuales, como la mimesis, las limitaciones como fuente de inspiración y las propias contradicciones de la industria de la moda. “Siempre me sorprende ver cómo ciertas ideas, ciertas obsesiones, ciertas áreas de interés siguen reapareciendo”, dice Rolf. “La coherencia es evidente de principio a fin”, apuntala Viktor.

Llamar a la exposición Fashion Statements es en sí una declaración. “Cada colección, cada desfile, tiene un mensaje”. Pero también hay una dimensión lingüística que entronca con un proceso creativo inusual que va de lo semántico a lo visual. “Empezamos con palabras, y las vamos visualizando”, dice Rolf. “Conectar moda y lenguaje es muy nuestro”. A veces textualmente. Como cuando hacen gritar un “no” tridimensional a un body o escriben "I want a better world” en un vestido de tul. “Intentamos expandir los límites de lo que se puede decir, literal y metafóricamente, con la moda”, declaran.


Esa perspectiva conceptual hace sus creaciones más que pertinentes en el contexto artístico de un museo. Han pasado por el Barbican de Londres, el Museo de Arte Mori de Tokio, la National Gallery de Melbourne, el Kunsthal de Róterdam. El Met de Nueva York, el Palais Galliera de París y el Centraal de Utrecht cuentan con piezas suyas en sus colecciones. Y más de una. “Nos gusta la idea de que, a diferencia del desfile, tan exclusivo, en un museo puede verlo mucho más gente. Mirarlo desde todos los ángulos”, dice Rolf. “Y apreciar la artesanía”, añade Viktor. “En una pasarela, vive 30 segundos. Se pasa mucho por alto”. Aunque, con esa cualidad performativa que distingue sus presentaciones, a veces sea necesario verlas en acción para entender sus creaciones. Al caso: los vestidos de Wearable Art (2015) que, sobre el escenario, ellos mismos —a menudo parte del elenco— quitaban a las modelos para colgar de la pared reconvertidos en cuadros; o el juego de matrioscas a la inversa de Glamour Factory (2010), que arrancaba con Kristen McMenamy cubierta por varias capas de ropa que los diseñadores iban quitando y colocando en diferentes modelos, cambiando de forma y función a medida que cambiaban de portador. “Usamos la moda para expresarnos. Igual que un artista pinta, compone o escribe”, dice Viktor. Aún recuerdan la vez que volaron un vestido desde Japón para una exposición en París. “La comisaria viajó con él, enfundada en sus guantes blancos”, recuerda Rolf. En un momento dado, durante el montaje, Viktor se acercó para colocarlo, y la curadora saltó para interponerse entre vestido y creador, espetando: “No puedes tocarlo, es una obra maestra”.


A estas alturas no sorprende descubrir que los dos son ávidos coleccionistas de arte. Cuando entramos en sus oficinas, un edificio acristalado frente a los muelles de Houthavens —el barrio de moda en ciernes de Ámsterdam—, nos reciben Rose, la dachshund de Rolf, y la escultura First Wet Dream (2019), de Justin Cooper: una carretilla en equilibrio sobre una concha, y un comentario sobre la tensión de un funambulismo que siempre parece a punto de desmoronarse. No es la única pieza de museo en el edificio. También hay un juego de mesa y sillas de Job Smeets. Una mesilla Traccia de Meret Oppenheim. Y un puñado de sus ya famosas muñecas: vestidas con versiones miniaturas de las creaciones de costura de la casa —que a menudo lleva más tiempo confeccionar que sus homólogas de tamaño natural—, empezaron a hacerlas para una exposición en el Barbican y ya tienen 123.


Su despacho, que comparten, tiene una sola mesa y un desorden que, lejos de molestar, espolea la curiosidad. Hay muñecas ceremoniales de la etnia ndebele, portalapiceros abarrotados y libretas con bocetos; varios frascos y muestras de perfumes; montañas de revistas; impresiones con dibujos de Angry Birds, trajes espaciales y vestidos de plumas de principios del siglo XX; un par de libros y esbozos por el suelo sobre uniformes napoleónicos que, a riesgo de hacer espóiler, salpican también un moodboard.
—¿Es verdad que Viktor y Rolf jamás discuten?
—No nos gusta ese tipo de energía acalorada.
No conocen otra forma de trabajar que no sea al alimón. Y no tienen ninguna gana de hacerlo. “Solemos decir que uno más uno hacen tres”, dice Rolf. Ha sido así durante más de 30 años, cuando, tras graduarse en el ArtEZ de Arnhem en 1992, se instalaron en París. No tenían un céntimo, trabajaban y vivían en un apartamento minúsculo, y todo parecía cuesta arriba. En 1993 se presentaron al Festival de Hyères y ganaron los tres primeros premios. Y aun así, nada. El mundo de la moda seguía impertérrito. En 1996, muestra de que lo que hacen “tiene mucho de autobiográfico”, convirtieron la frustración en impulso y cambiaron el desfile por pósteres con los que empapelaron París en plena semana de la moda, orquestando una huelga simbólica frente al elitismo sistémico de la industria.


La tornas cambiaron con Russian Doll (1999), nueve piezas que iban colocando sobre una modelo, Maggie Rizer, en una plataforma giratoria. Fueron 70 kilogramos de ropa en total. En realidad, fue una cuestión de presupuesto: no había dinero para el casting. El resultado de unir ingenio y falta de recursos. Pero, ahora sí, habían captado la atención del sector.
Para entonces ya estaban de vuelta en Ámsterdam. “Nos gusta tener un pie dentro del sistema y otro fuera”. Vivir fuera del circuito les permite tener una perspectiva sin adulterar. “París es muy estimulante. También difícil”, apunta Viktor. “Pero siempre será nuestro hogar en la moda. Por eso seguimos desfilando allí”. La última vez fue este julio, con la costura de otoño-invierno, Angry Birds. La siguiente, que presentan en enero, “deberíamos arrancarla ya”, dice Viktor, sin ninguna urgencia en su voz. El de los ritmos es un tema candente en el sector. Fue la razón por la que, hace 10 años, decidieron centrarse en la costura y abandonar el prêt-à-porter. “Con su ritmo acelerado, incesantes plazos y feroz competencia, ha empezado a ser creativamente restrictiva”, se leía en el comunicado. “Fue un burnout”, afirma Rolf.
Que ahora lo retomen es otra declaración de principios.
—¿Qué ha cambiado?
—En la industria, nada. En nuestra forma de trabajar, todo.
Su nueva propuesta es más acotada, con menos prendas, menos colecciones, sin desfile, y todo hecho “en casa”. “Mandar bocetos a una fábrica solo por cumplir plazos no funcionaba para nosotros”. El planteamiento es coger las ideas que exploran en la costura y llevarlas a la calle “para llegar a una audiencia más grande”. Sí, el negocio cuenta. “No es un hobby”, dice Viktor.
Ni su particular enfoque ni su negativa a participar en el circo de tendencias es incompatible con el éxito comercial. Al caso, su multimillonaria división de perfumes. Su primer coqueteo con un aroma propio fue en 1996, cuando, a modo de instalación, representaron en la Torch Gallery de Ámsterdam sus sueños y ambiciones como diseñadores. Estaban la pasarela, la tienda, la sesión de fotos y, por supuesto, Le Parfum: una fragancia que nadie sabe a qué huele en un frasco cerrado con el que se convertiría en su característico sello. Hicieron 250 unidades de cuyo paradero poco se sabe. Ellos tienen uno. “Y creo que mi madre tiene otro”, dice Viktor. Hoy ya llevan siete franquicias, y un centenar de versiones. Pero Flowerbomb —la primera, que este año cumple 20— sigue siendo el superventas imbatible. “En parte”, dice Rolf, “porque el éxito comercial no era lo que buscábamos cuando lo creamos. Y de alguna manera esa es la clave del éxito: hacer lo que quieres”.
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