Ir al contenido
_
_
_
_

La cantante calva que asombra al mundo desde hace 68 años

El Teatro de la Huchette, en París, ostenta el récord de permanencia de una obra sobre un mismo escenario, al acoger desde 1957 las funciones de ‘La cantante calva’, de Eugène Ionesco. Un fenómeno sin fronteras de edades ni nacionalidades

La cantante calva de Eugène Ionesco
Borja Hermoso

Casi a la sombra de Notre-Dame, la calle de la Huchette surge como un vestigio vivo del París medieval. Aquel lugar de mala fama cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XIII, poblada entonces de prostitutas y asaltantes entre sombras, es hoy un río incesante de turistas de medio mundo que deambulan sin rumbo entre bistrós de poca monta, kebabs dudosos, tiendas de souvenirs y algún club de jazz que vivió tiempos mejores aquí, en el Barrio Latino. Sorteando como se puede semejante fauna y flora se llega al Teatro de la Huchette. Incrustado en los bajos de una casa del XVI, este teatro de bolsillo con capacidad para 90 personas que llenan cada noche su minúsculo patio de butacas fue antes una clínica abortista, un centro esotérico, una librería pornográfica y el restaurante Le Caucase, regentado por los padres armenios del cantante Charles Aznavour, que pasó allí parte de su infancia.

Hoy es el hogar de la cantante calva.

Que no existe pero que cada noche, de martes a sábado, pulula por los corredores de piedra y madera, por las escaleras angostas, entre olores de humedad y el estruendo de las risas. La cantante calva, que ni es cantante ni es calva, es la obra teatral parida en 1950 por el dramaturgo francés de origen rumano Eugène Ionesco que estableció la partida de nacimiento de lo que se daría en llamar (a Ionesco le reventaba la etiqueta) “el teatro del absurdo”.

Gracias a ella, a lo que su autor llamaría “antiobra” —y así figura en la edición original del Teatro completo de Ionesco en la editorial Gallimard—, la Huchette ostenta el récord mundial de permanencia de una obra en un mismo teatro. Exactamente desde el 16 de febrero de 1957, de manera ininterrumpida (excepción hecha de la pandemia por covid, pero eso cuenta para cualquier obra y cualquier teatro), La cantante “salta” a escena. La ratonera, de Agatha Christie, se estrenó hace más, en 1952, pero ha pasado por tres teatros, y lleva 51 años en el St. Martin’s de Londres. Nuestra cantante va para los 68. El día de esta visita a la Huchette se celebraba la función número 20.188. Casi dos millones de personas han asistido a la función. A las funciones. Porque cada día (de martes a sábado) el programa es doble y a La cantante calva, primera obra escrita por Ionesco en 1950, le sigue La lección, su segunda pieza, de 1951. La primera empieza a las siete de la tarde. La segunda, a las ocho. El público puede adquirir entrada para una (29,99 euros) o para las dos (41 euros). El espectáculo dura dos horas y es una experiencia única.

Se abre el telón y surge la puesta en escena original de Nicolas Bataille (mismos decorados, mismo vestuario desde 1957). Es un show de insensateces hechas verbo. Mucho verbo. En La cantante calva se habla mucho. Sin parar. Una cosa y la contraria. Un sinsentido… que Ionesco supo utilizar para reírse y lamentarse de los excesos del lenguaje “como instrumento de exclusión y alienación”. En su libro de conversaciones con la ensayista y teórica del teatro Marie-Claude Hubert (1990), el autor de Slatina confesaba: “Desde joven tuve bastantes sospechas sobre el lenguaje. Me decía: ¿pero qué quiere decir toda esa gente hablando sin parar a mi alrededor? Así que hice una caricatura de ese lenguaje tan falso de hablar y hablar para no decir nada y lo destruí con gran alegría”. Treinta y un años después de su muerte en París a los 85 años, no se le podrá negar a Eugène Ionesco que este es hoy un tema de gran actualidad. Ionesco compuso el texto a partir de su experiencia personal con el método de aprendizaje de inglés Assimil, cuya mezcla de frases hechas y caricatura lingüística le dejó perplejo.

La cosa empieza así. El señor y la señora Smith están en el salón de su casa. Él lee el Financial Times. Ella cose. Un reloj da 17 campanadas. Ella dice: “Anda, son las nueve. Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino, ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien, esta noche. Es porque vivimos en los suburbios de Londres y nuestro apellido es Smith”. Y en ese plan durante una hora. A veces, los personajes hablan, a veces chillan, a veces se quedan callados, a veces hablan sin emitir sonidos. El público reacciona de mil formas. Unos sueltan carcajadas, otros sonríen levemente, otros se desconciertan, otros se impacientan, otros se quedan impertérritos. Lo que perseguía Ionesco, se supone.

Frank Desmedt es el director del Teatro de la Huchette desde 2016. Y esta es su interpretación personal del éxito de La cantatrice chauve, que desgrana sentado en su microscópico despacho en los sótanos del local: “Por un lado está lo que se dice y, por otro, lo que no se dice pero está ahí, subyace…, y creo que eso es lo que conmueve a todo el mundo. Los temas están ahí: la incomunicación, el miedo a la muerte, las rutinas de la vida burguesa, la soledad de las parejas…, la risa, la amargura… Ionesco dijo algo que aún me deja perplejo: ‘Nunca he entendido la diferencia entre una comedia y una tragedia’. Y en el fondo es verdad: una tragedia es una comedia que no hace reír”.

En la Huchette el público se enfrenta a un clásico de la dramaturgia moderna que desafía todos los cánones clásicos del teatro. La cantante calva no es una, sino mil obras de teatro. Desde el otro lado del teléfono, en el apartamento del Boulevard Montparnasse donde vivió largos años con su padre y con su madre y donde ella sigue viviendo, Marie-France Ionesco habla así de la pieza y contradice lo que considera un equívoco: “A mi padre, La cantante calva no le parecía en absoluto cómica, y de hecho al final no le gustaba ir al teatro porque le parecía que los actores la interpretaban con una vis demasiado cómica. Para él esta obra representaba el drama de las sociedades actuales, el absurdo del lenguaje, él hablaba de ‘la tragedia del lenguaje’… y eso no es precisamente cómico. Es terriblemente actual: hablar y hablar y hablar para no decir nada. Es verdad que esta obra hace reír a la gente. Pero es una risa amarga, creo yo”.

¿Un despropósito? ¿Un disparate en escena? ¿Y no será eso lo que viene buscando el público aquí? Ionesco y otros autores contemporáneos suyos como Beckett, Adamov, Genet o Arrabal fueron, en los cincuenta y los sesenta, los vanguardistas de la escena teatral. Consiguieron introducir en el público, con estos textos revolucionarios (Esperando a Godot, de Beckett, es otro clásico), un aire de novedad e insolencia que no existía y que fue capaz de renovar el teatro francés de la época, de desempolvarlo en cierta forma. Fue un flechazo con el público de París, aunque no repentino. Al principio no venía nadie. Después, poco a poco surgieron los “anti” y los “a favor”. Aquel enfrentamiento provocó el primer runrún de la época en el mundillo teatral de la ciudad. De hecho, el Teatro de la Huchette es hoy el único superviviente de todos aquellos pequeños teatros del Barrio Latino que vivieron la explosión de la vanguardia escénica en el París de los cincuenta y los sesenta, que vinieron a presentarse como alternativa al teatro engagé (comprometido) de los Brecht, Sartre o Camus o a las piezas de clásicos como Anouilh o Giraudoux.

Ese universo de butacas rojas y sombras negras al que se accede por un pasillo estrechísimo y donde para poder ir al baño hay que atravesar el portal de una vivienda está plagado de anécdotas. Los más viejos del lugar aún recuerdan al propio Eugène Ionesco escapando por una puerta de atrás con el gran actor Jean-Pierre Marielle para ir a beber whisky al bistró de al lado sin que se enterase su esposa, Rodica. O el día en que el actor que interpretaba el papel del señor Smith se quedó encerrado en el baño y hubo que interrumpir la función. O aquella tarde de 1947 cuando, justo antes de la inauguración del teatro, el retrete se atascó y, tras arduos esfuerzos, un empleado logró sacar aquello que obstaculizaba el ordinario ir y venir de las sustancias orgánicas humanas: un bastón de madera…, el mismo con el que se siguen dando hoy los tres golpes reglamentarios que anuncian cada función.

Anne Cherre es la taquillera del teatro. Antes lo fue en diversos museos de París y antes fue bailarina y maquilladora. Es alguien autorizada para establecer lo que podríamos llamar una genealogía de la clientela en la Huchette: “Viene todo tipo de gente: abuelos que primero trajeron a sus hijos y ahora traen a sus nietos porque ellos descubrieron La cantante calva de muy jóvenes…, vienen adolescentes, alumnos de colegios y de universidades, gente sola, gente acompañada, parejas, turistas estadounidenses, brasileños, mexicanos, ingleses, españoles y, claro, rumanos. Podría decir que, en general, a los anglófonos y a las mujeres les gusta más La lección, mientras que los franceses prefieren La cantante calva. ¡Teniendo en cuenta lo terrible que es La lección y esa relación cruel entre el profesor y la alumna, quién sabe, a lo mejor resulta que las mujeres somos un poco masocas!”.

En este teatro tan real en tiempos tan virtuales y tan relacionados con el concepto del largo plazo en épocas de inmediatez, vive una familia en forma de troupe. La Huchette es una SARL o, lo que es lo mismo, una sociedad de responsabilidad limitada en la que sus socios —desde el director y la taquillera hasta el regidor y el administrador, pasando por la troupe de 46 actores y actrices que se turnan en los elencos de La cantante calva y La lección— velan para que este pequeño milagro en forma de teatro de bolsillo abra otra vez al día siguiente. Y al otro, y al otro…, y así hasta los siguientes 68 años. Un récord del mundo los contempla. O como dejó escrito Eugène Ionesco: “Un gran éxito en un pequeño teatro vale más que un pequeño éxito en un gran teatro, y aún más que un pequeño éxito en un pequeño teatro”.

Telón.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_