La palabra anónimo
Cuando un cobarde puede mantenerse en las sombras le resulta más fácil escupir todo el odio


Decir anónimo era, en esos años en que creíamos que todo se podía saber, aceptar la ignorancia. ¿Pero cómo, profe, cómo puede ser que no sepamos quién escribió el Lazarillo? Pues así mismo, hijo, ignorándolo; el hombre se cuidó, no dejó rastros y ahora no hay manera.
La palabra anónimo es muy directa: a-nomos, lo que no tiene nombre. Y siempre se usó para reemplazar el nombre de esos autores cuyas identidades se había tragado el tiempo o no escribían para ser escritores sino para escribir o les daba vergüenza o miedo o malhumor que la gente de su pueblo murmurara a su paso o tal vez tenían que conservar su conchabo en la secretaría del señor duque o en la triste celda del convento.
No sé, en cambio, y no consigo averiguarlo, cuándo fue que un anónimo pasó a ser amenaza: cuando se transformó en una misiva —misil escrito, inadmisible— sin firmar que te decía que te iban a matar o, con suerte, que tu mujer salía con otro o tenían a tu suegra secuestrada. Vía películas, el anónimo por excelencia fue ese mamarracho de palabras de diario cortadas y pegadas para pedir rescate sin dar pistas sobre el secuestrador: manteniéndolo perfectamente anónimo y escudándose en ese anonimato. (A propósito, sería una gran mejora en la industria del secuestro, allí donde la hay, que sus autores los firmaran: “Ustedes ya nos conocen: en lo nuestro, lo mejor. Benítez y Galván les garantizan una abducción sin fallos. Ustedes pagan, nosotros cumplimos —y su ser querido sigue siendo un ser y usted, mucho más querido”).
Es una idea, improbable. La tendencia actual es la contraria: nunca en la historia de nuestras masas anónimas hubo tantos individuos buscadamente anónimos. Son, como tanto, efecto de las famosas redes sociales. (A propósito, cada vez que pienso en redes pienso en Jesús y sus alegres pescadores en aquel lago exhausto en Galilea: ellos las usaban mucho antes de que existiera Twitter. Pero esta columna no es anónima, ergo callo. Si lo fuera podría empezar a meterme con los gallos de Pedro, los graníticos granitos de Judas, los amigos vagos de Santiago, el arameo mal pronunciado del jefazo. Pero no es; me oculto.)
Se discute: no hay datos fiables. Instituciones serias sostienen que más de la mitad de los usuarios de Twitter/X son bots —pequeñas Tonterías Artificiales que se hacen pasar por idiotas humanos—. Y, entre los usuarios humanos, los que dan su nombre verdadero tampoco llegarían a la mitad. Lo cual ha sido muy útil para transformar esa red —y varias otras— en el pozo de mierda que todos conocemos. Cuando un cobarde puede mantenerse en las sombras le resulta más fácil, más barato, escupir todo el odio que va recogiendo en los distintos tropiezos de su mínima vida y expresarlo con toda claridad —total, nadie sabrá quién habla. Vivimos, gracias a estos programas, en la era del encono cobardito, rencor que no se asume. Yo sigo esperando algún valiente que me exprese cara a cara su alegría porque “Dios” me mandó esta enfermedad para matarme poco a poco; en las redes, anónimos, abundan. Visto lo visto a veces me dan ganas de agradecer a energúmenos como Milei o Trump o Abascal o Rajoy que, por lo menos, firman sus eructos.
Pero son los menos e, insisto, la condición para el enchastre es el anonimato. Así que seriamente creo que habría que limitarlo. Hace unos meses mi amigo Álex Grijelmo retomaba aquí mismo la propuesta del abogado Borja Adsuara: “Crear un banco de equivalencias entre seudónimo y nombre real, custodiado por notarios o registradores, de modo que para abrir una cuenta en redes se exija que el usuario figure antes en ese repositorio. Así será fácil llegar rápidamente a un autor cuando cometa un delito y lo pida un juez”. O sea: que el límite del anonimato sea cómo lo usas. Que si es para tontear, tonto de ti, tranquilo. Que si es para mentir e injuriar y otros excesos, la justicia pueda obtener tus datos y primero decirte niño no lo hagas más, y segundo decirte niño basta, ya te lo tengo dicho, y tercero la cagaste, niño, vamos a cerrar todas tus cuentas y publicar tus datos para que todos sepan cómo eres cuando crees que nadie va a saberlo.
O algo así. No meterte preso ni sacarte dinero ni esas cosas que el Estado suele hacer; simplemente exponerte: que tu prima y tus vecinos y tus viejos amigos del cole sepan que tú eres ese que dice que hay que matar a los negros porque huelen mal, que las mujeres son todas unas unas... Digo: una sociedad donde cada quien se haga cargo de quién es y qué grita. Lo cual la haría, supongo, más cuidadosa, más amable. No es suficiente, pero tampoco es poco.
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