Mi vida con Jordan, el perro que adopté hace cinco años
Los perros son como los reyes: casi nunca se sustituyen, pero casi siempre se suceden. La autora del artículo, la periodista Elsa Fernández-Santos, viene de una familia en la que la presencia de canes ha sido una constante


Hace unos meses visitamos el cementerio para mascotas de Hartsdale. Inaugurado en 1896 en esa localidad al norte de Nueva York, es uno de los más antiguos del mundo. Fue una idea de mi hija, que llevaba tiempo obsesionada con ese lugar consagrado al duelo de los humanos por sus animales. En Hartsdale hay perros, caballos, gatos y pájaros. Y en menor medida, conejos, reptiles, monos y hasta un león, el de una princesa rusa que vivía en el hotel Plaza a principios del siglo XX. Todos los que hemos querido a un animal conocemos muy bien el dolor que provoca su pérdida. Cuando mi madre perdió a su perra faldera, una bichón francesa llamada Alfonsina, escribió un artículo sobre su dolorosa ausencia titulado El rastro de Alfonsina. Venía a decir que casi sin darnos cuenta los perros nos dejan su indeleble huella. Y ahí se queda, como sus pelos, clavada para siempre.
A los humanos nos da vergüenza llorar a los animales. En mi familia siempre hemos tenido perros y los hemos llorado con pudor, repitiendo entre lágrimas que un perro es un perro. Casi nunca hablamos de Renata porque a mi hija aún le duele. Renata era una ratonera bodeguera que nos hizo reír mucho. Fue la fiel compañera de mi hija entre sus 10 y 22 años. A veces miro a mi perro, el de ahora, y me pongo melodramática. “No me dejes nunca”, pienso mientras me abrazo a él como una loca. Mi perro a veces me hace la cobra. Por fortuna no entiende de melodramas.
Se llama Jordan por Michael Jordan y este verano cumple cinco años. En el parque hay varios Dylan y algún que otro Bowie. Los humanos somos así de tontos. No sabemos con exactitud cuándo nació Jordan porque es un perro adoptado. Cuando lo encontraron, perdido a las afueras de Granada, era un pobre cachorro asustado y muerto de hambre. Estuvo un tiempo en una casa de acogida. Cuando vi su fotografía escribí al segundo a la protectora de animales que lo había encontrado. Llevaba meses peinando a diario unas cuantas páginas de refugios en Instagram a la espera del flechazo. Jordan tiene el perfil egipcio de los podencos y el hocico en forma de corazón de algunos bodegueros. Es blanco y patilargo, con un antifaz negro y marrón cubriendo su cara. Jordan hace honor a su nombre, es guapo y salta como un loco.
Después de un mes de papeleos y de controles de seguridad por parte de la protectora lo enviaron a Madrid (castrado y documentado) junto a otros perros adoptados. Lo recogimos de madrugada en una zona industrial de Alcobendas. Llegó en un camión lleno de jaulas. Era noviembre, de noche, hacía frío y en medio de la nada estábamos un sospechoso grupo de personas impacientes. La necesidad de afecto de algunos perros abandonados es lo primero que llama la atención. La necesidad de afecto de las personas también resulta llamativa.
Mi perro te abraza y no te suelta. Aquella madrugada vino directo a mis brazos. La misma mañana que lo recogimos me lo llevé al Retiro con dos amigas que, como casi todos mis amigos, tienen perro. Los perros no han sustituido a los hijos. Tenemos hijos y perros. Se llaman (los perros) Nina, Micra, Roxy, Blas, Mina, Baruch, Sombra, Ziggy, Taco, Lois, Coco… Muchos de nuestros planes son con perro porque nos gusta el campo y pasear por el campo en manada es la felicidad total.

En mi familia hemos tenido todo tipo de perros y yo siempre preferí a los pesados. Luna, una afgana, era una perra alfombra que no molestaba nunca. En cambio, Boba, una chucha con aire de corgi que era de mi hermana pequeña, era la fiesta de la casa. Todos queríamos a Boba. Luna y Boba fueron, cada una a su manera, una gran compañía para mi abuelo materno cuando tenía 90 años. No me gustan los perros alfombra, eso lo aprendí con Luna.
Llevo a mi perro al mismo parque al que llevaba a mi hija de pequeña. Detesto el término perrhijos. Un amigo mío dice que, en todo caso, el mío es un perro-nieto, por consentido y mimado. En la zona canina del parque nos hemos reencontrado 20 años después las mismas madres. El cambio de rol nos da risa. Ahora tenemos un terrier, un galgo italiano y un chucho. En los últimos años mi parque ha cambiado tanto como mi barrio, que se ha llenado de millonarios y de perros de razas carísimas. Algunas tardes pueden concentrarse más de 20. Juegan a la pelota, se revuelcan en la tierra y a veces se pelean. Jordan suele esconderse entre los arbustos y rosales. En el parque hay un vecino con una cuadrilla de chihuahuas, muchos teckels, caniches, pinschers y terriers Jack Russell, un par de bracos y algún husky. Siempre hay galgos, podencos y bodegueros, las tres razas españolas que más sufren el maltrato. Suelo fijarme en los perros de caza. Hay un pointer imponente al que no puedo dejar de mirar.
No soporto a los cínicos que se indignan con la devoción canina. El otro día un periodista inteligente se quejaba de tanto perro por todas partes y afirmaba que el gran paso de la civilización fue separarse de los animales. Se quedó tan ancho después de soltar semejante majadería. Tener un perro es una responsabilidad que requiere civismo y dedicación. Ahora trabajo en casa y puedo comprometerme al cuidado de un animal.
Jordan me despierta cada mañana. Alarga las patas y me quita el edredón. Siempre está contento, con ganas de jugar. A veces le doy de comer y me vuelvo a la cama. Lo saco tres veces al día. Le gustan los parterres del paseo de Recoletos y es feliz en el Retiro. Por las noches se acuesta en su rincón y solo cuando he apagado la luz se acerca a mi cama y se sube. Duermo mucho mejor cuando está conmigo. A veces me castiga con su indiferencia y no pego ojo. Un perro se disfruta de verdad cuando ya es adulto y la comunicación es total con pocas palabras: hueso, calle, quieto, no, abajo… Jordan sabe perfectamente si voy a salir o si me voy de viaje. Aún no he cogido el bolso o la maleta, y lo sabe. A veces parece que lo escucha todo, como el móvil. Los coches disparan su ansiedad porque los asocia al campo y a la residencia canina que lo cuida cuando estoy de viaje y donde vuelve a ser un perro más. Sus responsables, Aitana y Natalia, han cuidado de él largas temporadas y cada día te envían un vídeo o una fotografía suya. No sé qué haría sin ellas ni sin Daliza, su canguro ocasional. La ausencia de Jordan me pesa mucho.

Mi primer perro se llamaba Groucho y se quedó con Grucho, pero mis perros más queridos fueron dos de mi padre, Buck y Groucho II. Mi madre tuvo a Platón y a Gorki. Platón era un mastín leonés y Gorki un yorkshire terrier mini. Platón murió de viejo, pero a Gorki se lo llevó una tormenta. Fue traumático. Ahora están Golfa y Ringo. Lola murió este verano.
Jordan se perdió en el parque cuando Filomena. Como él es blanco y yo miope, lo perdí de vista. Lo busqué durante una hora, creí que me volvía loca. Me ayudó todo el parque y dos amigos que me encontraron desesperada por la calle. Al final lo encontramos. Fue todo un poco raro. Se lo había llevado una señora mayor a su casa porque, según dijo, le dio pena. La encontraron paseando cerca del parque con Jordan, que estaba tan contento. Cuando en el parque escucho a alguien llamar con angustia a su perro recuerdo aquella noche y el corazón me da un vuelco.
Mi relación con los perros está arraigada en la literatura. En los cuentos y poemas que me leía mi padre de pequeña y en mi lectura compulsiva de Los cinco, de Enid Blyton. Crecí con Los motivos del lobo, de Rubén Darío; La cajita de yesca, de Hans Christian Andersen, y, por encima de todos, La llamada de la selva, de Jack London. Mi padre y yo teníamos muchos secretos sobre perros. Cuando mis padres se separaron me regalaron un dálmata de peluche gigante. Creo que siempre me fijo en los perros blancos por aquel maldito peluche. Lo destrocé de tanto abrazarlo.
Jordan prefiere el cine a los libros. Siempre se pone a mi lado cuando veo una película en casa. Si salen animales, ladra a la pantalla. Le gustan el melón y el hinojo. Cuando se va mi hija, llora, y cuando está mi pareja, no se separa de su lado. Se van a pasear a Madrid Río y cuando él está trabajando en el ordenador, Jordan se pone en modo estatua egipcia y no se mueve de su lado.
Los perros educan. Mi hija sacaba a su perra cada mañana antes de ir al colegio. También hizo sus primeros recados sola por Madrid acompañada de Renata. Llegado el momento, le puse Grizzly Man, la película de Werner Herzog sobre Timothy Treadwell, el activista amante de osos grizzly que acabó devorado por uno.
En El gran libro de los perros, Jorge de Cascante incluyó esta cita de Lydia Davis.
— El perro ya no existe. Lo echamos de menos. Cuando suena el timbre, nadie ladra. Cuando volvemos del trabajo por la noche, nadie nos está esperando. Seguimos encontrando sus pelos blancos por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos una loca esperanza: si recogemos los suficientes pelitos, tal vez podamos armar el perro de nuevo.
Cuando murió Renata me encontraba sus pelos por todas partes y tenía que tragarme las lágrimas. Renata murió un verano en Berlín, en los brazos de mi hija. El veterinario alemán que la atendió le escribió una carta preciosa que tenemos guardada. Yo estaba en el campo en Marruecos y mientras el corazón de Renata dejaba de latir ocurrió algo extraordinario: un halcón cruzó el porche del jardín.
Un perro no sustituye a otro perro, pero cuando miro al bueno de Jordan reviven en él todos mis perros. Jordan también morirá y sé que no será fácil. Cuando paseábamos en silencio por el cementerio de Hartsdale, pensamos en todos nuestros perros muertos. Las lápidas están llenas de amor y agradecimiento. Y el epitafio que más se repite dice: “Gracias, compañero”.

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