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Los guardianes de la alta costura que llevan ocho décadas cuidando la moda

La costura francesa empezó hilvanar su legitimidad en tiempos de Luis XIV. Hoy hace 80 años que se convirtió en una denominación de origen, ley mediante

Con la colección de primavera-verano 2025 de Valentino, Alessandro Michele, que en marzo de 2024 cogió las riendas de la enseña romana después de salir de Gucci, debutaba en la alta costura.

Cada década, año arriba año abajo, los titulares le toman el pulso a la costura y se disponen a pregonar una muerte inminente. Lo hicieron en 1939, cuando Vionnet cerró, Schiaparelli voló a América y Chanel cambió su casa de moda por un oficial alemán y el Ritz. También en los años sesenta, cuando Brigitte Bardot la relegó a “las abuelas”, Courrèges se puso a hacer minifaldas de vinilo y Saint Laurent abrió su Rive Gauche en la calle de Tournon. Pasó en 2009, cuando Lacroix cerró su taller y la reverberación del colapso de Lehman Brothers hizo tambalearse las ventas del lujo un 25%. Y por supuesto en 2020, cuando la pandemia nos hizo replantear nuestra relación con el vestir.

Y, sin embargo, “aquí seguimos”, acoda Sidney Toledano (Casablanca, 74 años), presidente del Comité de la Haute Couture, con la sonrisa del que sabe. Sentado en los salones del 30 de avenida de Montaigne donde monsieur Dior embastó su imperio, el avezado directivo —mano derecha de Bernard Arnault, director ejecutivo de Christian Dior Couture durante casi 20 años y presidente de la división de moda de LVMH otros seis— no estaba de acuerdo con los cantos de cisne entonces y sigue sin estarlo ahora.

Annick Lemoine, comisaria de la exposición 'Worth: The Birth of Haute Couture' en el Petit Palais.

Bastión del virtuosismo sartorial, la costura ha sobrevivido guerras, revoluciones y crisis de todo pelaje. Y ni la recesión económica ni la obsesión por la inmediatez que rigen estos días son diferentes. Cabría esperar que una forma de entender la moda que se deleita en el tiempo y el detalle anduviese a la baja en una sociedad abonada a la fugacidad y la primicia constante. Hacen falta una decena de fittings, seis pares de manos y hasta ocho meses para materializar un diseño cuyo precio no cae de las cinco cifras —y llega a las seis—. Pero “lo que faltan no son clientes, sino manos”, dice Toledano. Petites mains, concretamente. Se calcula que hoy hay solo 2.200 en todo el mundo. Esas avezadas costureras y sastres que operan en la retaguardia sin los que, ya lo decía Lagerfeld, nada de esto existiría. Si la costura puede ser un laboratorio de ideas, un detonante de vanguardia, un salvoconducto para la creatividad, “es porque hay manos capaces de materializarlo. No hay reglas en cuanto al diseño. Pero hay que respetar la entidad del atelier. Alta costura es una manera de hacer las cosas”.

En una industria que se mide en viralidad y likes, la alta costura es un renglón aparte y ese es su atractivo. Hay unos 5.000 compradores en todo el mundo y la mayoría están en las antípodas de la víctima de la moda logotizada. Es aquí donde se aprecia la holgada distancia entre confección y costura. Si la primera aplica a una forma de producir industrial donde más es mejor, la segunda se reserva para una forma de hacer donde prima la unicidad.

Esa idiosincrasia empezó con la casa de Worth, a quien el Petit Palais dedica una exposición con el subtítulo Inventing haute couture y la percha del bicentenario del nacimiento de su fundador, Charles Frederick Worth. “Pronunciado a la manera francesa”, señala Annick Lemoine (París, 56 años), directora del museo. El cambio de declamación, intencionado, fue una de las primeras en la lista de astucias que el inglés, padre de la alta costura, dispuso cuando se instaló en París para vestir a la que ya entonces quería ser capital mundial de la moda.

El Petit Palais de París dedica una exposición a Worth, padre fundador de la alta costura, hasta el 7 de septiembre.

Worth fue el primero en hacer desfiles con modelos —a las que seleccionaba no por su belleza sino por el parecido con sus mejores clientas—. Creó la noción de colección, sujeta a una estacionalidad. Se asoció con artistas y artesanos —incluido un joven Louis Vuitton para crear los baúles donde mandaba sus vestidos—. Su clientela, internacional y de altos vuelos, acudía su casa en la calle de la Paix, y no al revés como venía siendo la costumbre. Empuñó la exclusividad, personalizando cada diseño para que su dueña tuviese una creación única. Equiparó la figura del diseñador a la del artista.

“Se ve en el retrato que le hizo Nadar, posando con una boina, como la de Rembrandt. Y en la etiqueta de sus prendas, con un logotipo que era su firma manuscrita, como la de un pintor en un cuadro”, cuenta la comisaria. Y hay más: fue el artífice del dépôt de modèle, una suerte de registro donde se patentaba cada creación para hacer frente a las copias —un negociado que en 1928 le costó a las arcas francesas 500 millones de francos—.

Charles Frederick Worth, retratado por Nadar en 1892.

Con Worth nació en 1868 la Chambre Syndicale de la Couture, des Confectionneurs et des Tailleurs pour Dames et Fillettes para organizar y aupar a los couturiers parisienses. En 1911 le cambiaron el nombre a Chambre Syndicale de la Couture Parisienne. Para 1939, tenía 200 miembros y regulaba todo lo que tenía que ver con esta forma elevada del vestir. Y, sin embargo, las reglas no se establecieron sobre el papel y con aval legal hasta 1945, cuando, recién salidos de la guerra y truncados los planes megalómanos de Hitler de llevárselo todo a Viena y Berlín, Lucien Lelong, presidente de la cámara desde 1937, se dispuso a devolverle su sitio a la moda francesa y convirtió “alta costura” en una denominación de origen protegida. “Como el champán”, dice Toledano.

Con un crecimiento anual del 10%, hoy es un negocio de 5.000 millones de euros. Palidece ante los 364.000 del lujo. “Pero el éxito del perfume se debe a la costura”, sostiene Toledano. ¿Imagen, entonces? “No. Para hacer imagen están los desfiles, las musas, los influencers”. Mantener un taller de 150 personas donde una pieza puede llevar meses de trabajo es complicado y caro. “He capitaneado muchos años esta compañía y siempre he luchado por continuar la costura. Por ella Dior es lo que es hoy. Genera una cultura que se proyecta en todo lo demás”. Un acervo genético que, solo en Dior, vertebra un negocio de 8.700 millones de euros.

El juego es serio y no todo el mundo puede envidar. Hay reglas estrictas para figurar en el calendario oficial de la costura parisiense y más aún para pertenecer a su selecto club de miembros, un privilegio que otorga el Ministerio de Industria. A saber: tener un taller en París con al menos 15 trabajadores y 10 técnicos, desfilar dos veces al año y producir un mínimo de 25 estilismos por temporada. Solían ser 50, pero en 1992 recortaron. La primera de una sucesión de reformas para adaptarse a una realidad cambiante y dejar entrar nueva savia. A Pascal Morand, presidente ejecutivo de la FHCM, le gusta compararlo con el Tratado de Maastricht. Hay flexibilidad. Al caso, Balenciaga y Margiela muestran una vez al año. La última entrega de Iris van Herpen tuvo cinco looks. Y la incursión de vaqueros y sudadera de Vetements en una pasarela que tiende a premiar las milhojas de tul y el alarde de bordados terminó de diluir los límites. La supervivencia nunca está exenta de cambios. La última adición a un calendario que quiere asomarse a los nuevos tiempos son el suizo Germanier y ArdAzAei. Ambos, adalides de la sostenibilidad.

“Worth le dio al diseñador el estatus de artista”, dice Lemoine. La etiqueta de sus prendas “era su firma manuscrita, como la de un pintor en un cuadro”.

De las 27 casas que desfilan este julio —no sin antes ganarse el beneplácito de una comisión que decide quién sí y que no pasa la criba, y de la que Toledano es presidente—, solo siete son miembros de pleno derecho. Tres son corresponsales (no tienen los talleres en París) y los 15 restantes, invitados (una práctica que arrancó en 1998 para dar un empujón al lujo).

La voluntad de hacer de París la capital internacional de la creación no es chovinismo. Al menos no gratuito. “Es una cuestión de legado”, responde Toledano. “En Francia siempre hemos tenido la tradición de la costura. Es curioso, España también la tenía. Pero en algún momento se volvió más democrática”. Si los grandes diseñadores, empezando por Worth, gravitan hacia el Sena es porque aquí encuentran las manos que dan forma a sus ideas. Y porque han querido y sabido proteger ese patrimonio.

Uno de los diseños de la alta costura de primavera-verano 2025 de Dior. Aludiendo a corsés y crinolinas, Maria Grazia Chiuri jugó con el pasado, la modernidad, el significado y la transfiguración del legado sartorial.

La Fédération de la Haute Couture et de la Mode es la prolongación de una inversión de prestigio y legitimidad que viene de largo. Francia lleva siglos dedicada a hacer bandera (y caja) con su moda. Desde que Colbert, ministro de Luis XIV, convirtió a Francia en proveedor planetario del lujo y el buen gusto: sedas, cristalerías, porcelanas y, por supuesto, moda. “No se trata solo de aupar a Francia. Lo que estamos protegiendo es una forma de hacer las cosas”.

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