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PALOS DE CIEGO
Columna
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Perderlo todo

De repente comprendo que estoy en tierra de nadie, que no necesito ningún móvil, que perderlo todo es ganarlo todo

Obras de remodelación de la estación de Chamartín-Clara Campoamor.
Javier Cercas

Chamartín es el infierno. O eso me digo mientras arrastro mis maletas por un laberinto caótico, abarrotado y sofocante de pasillos y andenes, en medio del estruendo de las obras que revolucionan la estación, hasta que intento echar mano de mi móvil y, con un sobresalto de pánico, no lo encuentro. Angustiadísimo, pensando que quien pierde el móvil pierde la vida, lo busco por todas partes. Nada. Además de angustiadísimo, me siento huérfano y desnudo: como todo el mundo, yo lo llevo todo en el móvil (agenda, contactos: todo); también me siento culpable, por haber perdido el móvil. La culpabilidad desaparece en cuanto recuerdo a una mujer que hace un rato, en una escalera mecánica, me ha alargado una moneda (“Se le acaba de caer”) mientras un hombre subía pegado a mí, y comprendo que no he perdido el móvil, que la pareja estaba conchabada y que, en un doble movimiento no indigno de sendos bailarines del Ballet Bolshói de visita en nuestro país, me lo han robado. Justo entonces noto que no solo ha desaparecido la culpa, sino también la angustia, y que la orfandad y la desnudez se han trocado en libertad y ligereza: nadie va a llamarme ni va a mandarme un wasap; no puedo llamar a nadie, ni consultar internet, ni nada de nada. De repente comprendo que estoy en tierra de nadie, que no necesito ningún móvil, que perderlo todo es ganarlo todo. De repente siento que Chamartín es el paraíso.

Tras pasar por el hotel, durante horas vagabundeo feliz por Madrid, y al atardecer asisto a un cóctel organizado por mi editorial. Al cabo de cinco minutos, sin embargo, me siento igual que si no hubiera perdido el móvil ni salido de la estación de Chamartín, y recuerdo por qué, desde hace años, el infierno tiene para mí la forma de un cóctel literario, y por qué hago todo lo humanamente posible por evitarlos; la razón es que soy la persona más sociable del mundo: de uno en uno, todos los asistentes al cóctel me interesan muchísimo (sin excluir a los encargados del guardarropa); en pelotón, me aburren todos, porque es imposible conversar de verdad con ninguno, así que siempre salgo de estos sitios con la sensación de no haber hablado con nadie. Al cóctel asisten representantes de toda la fauna literaria del país, desde la humilde y simpatiquísima autora de novelas superventas hasta el escritor sin lectores y con ínfulas de marqués (cuantos menos lectores, más ínfulas: para compensar). El más entrañable es el arribista frustrado, el escritor que de joven soñaba con el éxito, que intentó abrirse paso en el mundillo literario a dentelladas y que, instalado ya en la cincuentena y convencido de su propio fracaso, odia a muerte a todo el mundo, pero sobre todo —y con toda la razón— a esos infelices de provincias que, como quien firma, ni siquiera querían ser escritores —­solo querían escribir— y que, por una de esas injusticias sangrantes del destino, tienen o él cree que tienen lo que siempre anheló (o lo que siempre creyó que anhelaba). ¡Un abrazo, compañero! A todo el que se me acerca le cuento lo del móvil. “Yo, si pierdo el móvil, me muero”, dice uno. “Yo, si pierdo el móvil, me suicido”, dice otro. “Perder el móvil es perder la vida”, dice otro. “¡Pero qué móvil ni qué niño muerto!”, se ríe un amigo, acusándome con un índice burlón. “Tú no has perdido nada, cabronazo: tú te has inventado eso para que te perdonemos por lo bien que te va con tu último libro”.

De regreso en el hotel telefoneo a mi hijo y le cuento con el obligado dramatismo lo ocurrido. “No es ningún drama”, asegura mi hijo. Y mientras me explica que, como soy un buen cliente de mi compañía telefónica, mañana por la mañana tendré un móvil nuevo sin pagar un solo euro, y que puedo rescatar de inmediato mis datos perdidos, porque están guardados en la nube, yo le escucho sin alegría, sintiendo que la libertad y la ligereza se evaporan, que la angustia vuelve, que vuelvo a tierra de todos y que me alejo de nuevo del paraíso y que el paraíso no existe, con la sospecha de que recuperarlo todo es perderlo todo. “¿Lo ves?”, insiste mi hijo. “No es ningún drama”. “Tienes razón”, contesto, bruscamente desdichado. “Ninguno”.

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Sobre la firma

Javier Cercas
Javier Cercas nació en Ibahernando, Cáceres, en 1962. Es autor de 12 novelas que se han traducido a más de 30 idiomas y le han valido prestigiosos galardones nacionales e internacionales. Ha recibido, además, importantes premios de ensayo y periodismo, y diversos reconocimientos al conjunto de su carrera. Es miembro de la Real Academia Española.
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