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Albania acelera: viaje a la gran desconocida de Europa

Aislado durante décadas, el país despierta hoy con la fuerza de su potente pasado cultural, su pujanza económica y su eclosión turística, pese a las sombras que planean sobre la corrupción y la especulación

Tirana, vista desde la montaña Dajti.
Berna González Harbour

¿Cómo se retrata un país? Podríamos leer datos, informes oficiales, libros recientes, y todo ello lo haremos, pero aquí y ahora, en la Albania en eclosión de 2025, un simple paseo por la calle nos pinta rápidamente un cuadro vibrante y cosmopolita de un país que vivió demasiado tiempo aislado y que hoy aspira a recuperar a toda prisa el tiempo perdido.

Los patinetes ruedan a velocidad de vértigo en Tirana entre obras de rascacielos de grandes arquitectos, grúas, pitidos y una banda sonora pop que nos acompaña a todas partes: montarse en taxi es como ir a Eurovisión. Andamios, empresas cementeras y de maquinaria conviven con tiendas de móviles o de datos, como los camiones comparten el asfalto con carros tirados por burros y muchos mercedes, todo ello entre terrazas y bloques nuevos que van apoderándose de los escenarios de pobreza. Lo nuevo pugna contra lo viejo, que persiste entre edificios de cables colgantes por las fachadas descascarilladas y pensiones de miseria. Albania es arbolada, montañosa, luminosa, bulliciosa y hoy, 35 años después de la caída del último régimen estalinista de Europa, un país ávido de negocios, de dinero, un trasiego de albaneses que se han ido y de extranjeros que lo llenan en busca de playas paradisiacas y un modo de vida mediterráneo con aroma a antiguo régimen. Romanos, griegos, otomanos, fascistas, nazis o comunistas dejaron huella en esta costa en el pasado, como hoy la dejan inversores como Jared Kushner, yerno de Donald Trump, que proyecta un millonario resort en la zona. O Giorgia Meloni, que exporta hasta aquí a sus inmigrantes. Vamos por partes.

Turistas turcas se hacen un selfi en la Pirámide de Tirana.

“Albania tiene un futuro muy brillante como destino turístico y me gustaría un día entrar en política para que se haga bien. Conozco los valores y los puntos débiles y sé lo que hay que cambiar”. Quien así habla, cargado de energía y de optimismo, es Vilson Lleshi, convertido a sus 29 años en el patriarca de una gran familia que arropa a varias generaciones y ramas extendidas por muchas partes de Europa. Vilson ha montado junto a Roald (28 años) y Armando (22), sus dos hermanos más pequeños, Hola Albania, una agencia de turismo especializada en guiar a españoles o hispanohablantes por Albania, Kosovo y Montenegro después de formarse en la materia y pasar dos años de emigración en Torrelavega (Cantabria). Hay muchísimo que mostrar: el valle del río Mat, lagos, glaciares, montañas de más de 2.000 metros, la antigua Vía Egnatia, que unía las colonias romanas desde el Adriático, y un paisaje siempre abrumador. Sus clientes son solo algunos de los 11,7 millones de turistas que entraron en 2024, un 15,2% más que el año anterior, un auténtico boom en un país de solo 2,4 millones de personas. La población multiplicada por cinco. Como si en España entraran 240 millones de turistas al año.

La familia Lleshi, que impulsa la empresa turística Hola Albania.

Tras perder a su padre hace un año, Vilson asumió como primogénito el liderazgo de una familia en la que la madre cocina para todos —incluidos los turistas—, la abuela cuida a su bebé, Alois, y los menores, básicamente, obedecen. “No mando yo, pero intento decidir lo mejor para todos”, asegura.

Así es la tradición en Albania, tierra de patriarcado tan aislada durante siglos por su propio relieve montañoso que numerosas tradiciones han sobrevivido incluso al comunismo: el Kanun, un código de más de cinco siglos de leyes orales que incluía la venganza de sangre entre familias o la posibilidad de que una hija se convirtiera en hombre a falta de vástagos, tan bien narrada por Elvira Dones en Virgen jurada (Errata Naturae). “Aunque el Kanun fue proscrito durante el comunismo, su espíritu sigue vigente y no solo su espíritu”, asegura Dones. “Tras la caída del régimen, resurgió en medio del debilitamiento de la autoridad estatal y la falta de confianza en las instituciones. Regresaron las vendettas entre miembros de la familia que luchan por motivos económicos y el crimen organizado lo usa como medio de control territorial”.

Albaneses juegan al dominó en las afueras de Tirana.

Palabras mayores: crimen organizado. Todos son conscientes de que buena parte del dinero que entra a espuertas es de origen dudoso, por decirlo suavemente. Unos 4.300 millones de euros circulan fuera del conducto legal. Pero también es contundente el esfuerzo del Gobierno por cumplir con los deberes que le impone Bruselas para realizar su sueño de entrar en 2030 en la Unión Europea, como antes entró en la OTAN, en la OSCE, en el Consejo de Europa y en todos los clubes que le puedan estampar rápidamente el sello en un certificado imaginario en el que parece clamar: “Soy occidental, soy como vosotros, soy homologable y abandono para siempre mi pasado de aislamiento. ¡Acogedme, por favor!”. Volveremos a ello.

Porque Albania intenta dejar atrás el pasado oscuro para abrazar sin matices la luminosidad del presente. Estamos en el Museo de las Hojas de Tirana, una casa envuelta en hiedra que fue sede de los Sigurimi, la policía secreta del régimen para controlar y represaliar a la población. Los viejos aparatos de escucha y grabación parecen hoy trastos de un mercadillo vintage en un mundo de Google e hipercontrol. Las ilustraciones con recomendaciones a los agentes para colocar micros en zapatos, bolsos, pipas, ropas, herramientas, abrigos o en objetos de decoración parecen viñetas de un cómic previo a Mortadelo y Filemón. Y los vídeos de vigilancia dejan a James Bond a la altura de un Nobel de la paz.

Etleva Demollari, directora del Museo de las Hojas, antigua sede de la policía secreta albanesa.

Pero, más allá de cualquier tentación de ridículo, este es el corazón de un régimen, el de Enver Hoxha, que espiaba, denunciaba, torturaba, deportaba y mataba a los ciudadanos que consideraba sospechosos. “Tras esta fachada cubierta de hiedra de este edificio que había sido una clínica, muy pocos sabían la función secreta de vigilancia, interrogatorio, violencia y tortura que guardaba en su interior”, asegura su directora, Etleva Demollari. Las paredes recogen listados aterradores de represaliados cuyo único delito fue pensar diferente. Unos 5.600 fueron ejecutados. 18.000 fueron hechos prisioneros. 30.000 fueron desterrados. Y cerca de 2.000 siguen desa­parecidos, según los cálculos de Enriketa Papa, historiadora. Las familias de los represaliados eran llevadas a campos de reeducación en las montañas en condiciones de hambre, frío y un aislamiento que nadie se atrevía a romper si no quería más castigos aún. “En todas las montañas había agujeros donde ejecutaban a los condenados y muchos cadáveres fueron arrastrados por los ríos”, dice Papa.

Túnel antiatómico que ordenó construir el dictador Hoxha, hoy destino turístico.

Los turistas llenan hoy estas habitaciones que dan testimonio del horror, como también el Blloku, el antiguo y temible barrio de dirigentes en el que la casa de Hoxha convive con pizzerías, discotecas nuevas, edificios de grandes firmas de arquitectos que permanecen sospechosamente vacíos o el enorme túnel antiatómico que el dictador mandó excavar en la montaña para refugiarse, junto a miles de búnkeres que aún agujerean el país dentro de su paranoia. Él creía que Albania era tal paraíso en un mundo decadente que iba a ser objeto de ataque nuclear por las potencias que lo envidiaban: desde el bloque occidental o desde el bloque soviético, con el que rompió después de Stalin. Ese fue el humus que nutrió a la población aterrorizada y orgullosa de tener la suerte de vivir en el que decían que era el mejor país del mundo. Salvo los que podían sintonizar habilidosamente la RAI, claro, esa televisión italiana que diariamente daba pistas de una realidad bastante más rica y feliz.

“Recuerdo muy claramente cuando murió Hoxha, yo era una niña de seis años y para mí fue una pérdida catastrófica”, cuenta Lea Ypi, autora de Libre (Anagrama), hoy entre sonrisas. “Yo sentía el vínculo de integración, quería ser una buena comunista, que tuviéramos la foto de Hoxha en casa…, y me quedé en shock. Cuando me di cuenta de que mi familia no estaba triste en absoluto fue muy extraño”.

Ypi, de 45 años, hoy profesora en la London School of Economics, ha narrado en ese libro memorable el choque de una infancia construida en torno al socialismo con una realidad que sus mayores ocultaban para evitar más daños. Los valores comunistas moldearon su formación, inconsciente de que si vivían en casas pésimas fue porque el régimen les había expropiado la suya y de que sus padres vivían, en realidad, represaliados.

Doli y Lani Ypi, madre y hermano de la escritora Lea Ypi, en la casa que les expropió la dictadura.

Su madre, Doli, de 81 años, y su hermano, Lani, de 39, nos reciben hoy en el lugar en que se emplazaba su antigua villa, que les fue arrebatada por el régimen mientras se veían obligados a vivir en sótanos, que recuperaron en la democracia y que han hecho crecer para albergar a la gran familia que componen hoy, llena de miembros diseminados entre Piamonte, Roma, Londres, Viena, Jordania y Turín que siempre acaban recalando aquí. Estamos en Durrës, la ciudad costera más cercana de Tirana, frente a un Adriático esplendoroso ante el que circulan rusas ricas en patines entre señoras humildes de pañuelo en la cabeza y falda larga.

Una mujer, con el pañuelo típico albanés, en la playa de Durrës, enclave turístico de Albania.

Los dos tuvieron que huir precipitadamente desde esta misma playa en 1997, en el otro gran episodio convulso que vivió y marcó la Albania de hoy. Una vez caído el régimen en 1991 e iniciada la democracia, la fiesta capitalista que se desató incluyó una apuesta oficial por una estafa piramidal en la que dos tercios de los albaneses confiaron y que los arruinó. La quiebra desató un enfrentamiento armado en el que murieron cerca de 2.000 albaneses, la destrucción de infraestructuras, vías (aún hoy es un país sin trenes) y la huida de miles de ellos en embarcaciones improvisadas al país que ha sido su cordón umbilical con el exterior: Italia. “De la noche a la mañana nos montamos en un barco que nos llevó a Italia”, narra la madre. “Allí nos acogieron en un centro católico de Cassano y así sobrevivimos. Éramos 80”. Su hijo acabó viviendo en Roma, donde ejerce como trabajador social. Ella va y viene.

Pero esa gran relación con Italia —desde los programas de la RAI que veían los afortunados en la dictadura hasta la acogida masiva que vivieron en los noventa— es la que hoy sustenta y explica una aberración humanitaria como la que ha traído Giorgia Meloni a los pies de una colina fértil donde los campesinos de toda la vida plantan tomates y berzas.

Saludamos a una pareja de lugareños que toma el té al fresco a la puerta de su casa, la piel curtida por el sol y menos dientes que policías en la zona. La intrusión no es bienvenida. Nos miran con recelo. El paisaje que antes contemplaban frente al porche incluía todos los matices del verde y de sus cultivos en un campo visual donde el viejo tractor era el único elemento ajeno a la naturaleza. Hoy, un mastodonte blanco de paredes y verjas escarpadas, videovigilancia extrema y policías italianos (dentro) y albaneses (fuera) ha nacido como un cuerpo extraño al pie de la colina. Es el centro de Gjadër, el nuevo Guantánamo europeo construido por Italia bajo su jurisdicción y bendecido por Ursula von der Leyen, destinado a albergar (encerrar) a un millar de refugiados llegados a las costas italianas. Los reveses judiciales del proyecto lo han dejado, de momento, en unas pocas decenas. Son los presos de la vergüenza en medio del supuesto paraíso.

Centro de deportados construido por Italia en Gjadër.

Los campesinos musitan un saludo sin palabras e insistimos.

—¿Qué opinan de esto? ¿Les ha cambiado la vida?

—Antes veíamos la montaña, el verde. Y ahora miren. Ni siquiera ha traído trabajo a la zona.

Los muros se imponen a la vista. Los coches policiales entran y salen, hay cambio de turno. Los carabinieri que van a hacer la noche llegan en autobús desde un hotel de la zona, la verja se abre y se lo traga sin más señales de vida que las luces palpitantes de las videocámaras. Pero un policía albanés, el que vigila la garita desde el exterior, se acerca. “¿Qué? ¡Ahora vais a ser famosos!”, intenta bromear con los aldeanos, el matrimonio de apellido Tetova.

Ella nos dice al fin su nombre —Kristina— y apura su té. Él, Rexhep, se sube al tractor y posa para la foto. El poli local también quiere salir en ella y el ambiente se destensa. El buen rollo albanés, un humor que ha facilitado su supervivencia en los peores tiempos, entra en acción. Y ella se suelta: “Yo soy católica y él musulmán, pero he bautizado a mis hijos”. Curiosa declaración que nos lleva a otra de las grandes especificidades de este país que ha sido cruce de culturas y civilizaciones en toda su historia. El 50% de la población se declara musulmana (suníes y bektashis) y el 17% cristiana (católicos y ortodoxos), además de otras minorías. Enseguida vamos con ello.

Mujeres musulmanas, en el centro de Tirana.

Por supuesto, nos iremos de aquí sin entrar en el centro de deportados. “Deben pedir permiso a la prefectura de Roma”, sentencia por el videoportero el oficial de los carabinieri, sin añadir que jamás nos lo iban a dar, ni en Roma ni en Marte. Y ahí se quedan los campesinos, viendo entrar y salir autobuses con más policías que los pobres deportados aislados en este limbo legal. Y ahí se quedan los inmigrantes, invisibles, ignorados, vidas paradas de golpe entre las paredes de una cárcel blanca en el supuesto paraíso albanés tras navegaciones, traslados y circuitos penosos desde que dejaron atrás su Bangladés, Gambia, Egipto o Costa de Marfil natal. Sin que nadie los pueda ver.

Ahora sí. Hablemos de religiones. La invasión otomana en el siglo XV, que se prolongó durante 500 años hasta las puertas de la I Guerra Mundial, dejó una mayoría musulmana que hoy convive con cristianos católicos y ortodoxos, confesiones todas que han sobrevivido al ateísmo oficial del comunismo y que viven su momento especial de libertad sin conflictos. De vuelta en Tirana, la gran mezquita y la iglesia ortodoxa se miran frente a frente en torno a la plaza de Skanderbeg, el héroe albanés que hizo frente a los turcos, en un país donde los únicos velos, hiyab o niqab son de las turistas del Golfo que abarrotan la vida incandescente de las terrazas.

La plaza de Skanderbeg, en Tirana, donde la mezquita convive con el templo ortodoxo y los nuevos rascacielos de la ciudad.

“Fíjate si la religión tendrá poca importancia que yo solo me enteré de la de mi marido después de casarnos. No es algo que tenga peso”, confiesa Megi Fino, la flamante viceministra de Asuntos Exteriores, de 32 años. “Soy un bebé de la democracia”, ríe. Ella, miembro del Gobierno socialista de Edi Rama, defiende con entusiasmo la transformación de Albania para incorporarse a una Unión Europea que ya está reportando beneficios. “Que seamos de mayoría musulmana no nos va a perjudicar, sino todo lo contrario. Algo que podemos ofrecer precisamente a la UE es la armonía religiosa, única, no se ve fácilmente en el mundo”, concluye.

Megi Fino, viceministra de Asuntos Exteriores.

Hay muchos valores más que los informes de la Comisión Europea han ido recogiendo y aplaudiendo en cada uno de sus avances: la reforma judicial y las medidas contra la corrupción han llevado a la cárcel a alcaldes, a expresidentes, ministros, jueces y figuras públicas que se enriquecieron al manejar su poder. Pero, hablando de valores, la pregunta sale sola:

—¿Y por qué aceptan ese centro de deportados en su país?

—Italia nos abrió los brazos cuando los albaneses necesitaron irse —responde Fino—. Muchos lograron levantar allí su hogar, su medio de vida, sus negocios y hoy tenemos albaneses de segunda y tercera generación en Italia. Es una forma de devolver ese favor. Esa relación para nosotros es estratégica.

La diáspora de albaneses (la población cayó de 3,3 millones al fin del comunismo a los 2,4 actuales, una tendencia que continúa en una preocupante fuga de cerebros y mano de obra) encuentra hoy en Italia su primer destino y ahora, en muestra de esa fusión, son miles los italianos que se instalan en Albania para disfrutar de su pensión, que cunde aquí mucho más, o para montar negocios en este nuevo El Dorado de la zona. Algunas cifras: 1,2 millones de turistas llegaron de Italia en 2024. Y casi 6.000 empresas son o tienen socio italiano. Una de ellas es Maestri Italiani, flamante local en la playa de Durrës donde el maestro heladero Gabriele Maggioreli, florentino de pura cepa y nieto él mismo de heladero, hace girar las aspas para batir sus mezclas artesanales y servir sabores espléndidos a todos los turistas y lugareños que se amontonan entre la playa y los bloques de pisos y hoteles que van creciendo al ritmo de champiñones.

Anfiteatro romano en Durrës.

“Nos proponemos abrir 20 heladerías junto a nuestro socio albanés”, cuenta Maggioreli. “Todos los ingredientes vienen de Italia y todas las mezclas son naturales, hechas por mí”. Él, Angelo Russo, que es su socio napolitano, y Edmond Kusto, su socio albanés, son la imagen de esa nueva Albania de negocios suculentos que prosperan por todas partes. De todos los capítulos que analiza la Comisión Europea con regularidad bruselense, la mayoría merece una calificación que podría traducirse como “necesita mejorar”. Solo hay uno que se lleva la palma de la buena nota y es el de la economía de mercado. Bruselas ahí es rotundo: “Buen nivel de preparación”. El crecimiento de la economía es robusto, el turismo rompe récords, la inversión llega a mansalva, la deuda y el déficit están controlados, el crédito sube y el sector financiero es —se dice— estable.

Basir Cupa, antiguo alcalde de la villa de Klos, nos muestra el recio hotel Bujtina Cupa, que ha logrado construir con ayuda europea en plena montaña, donde solo unas cabezas de ajos en la entrada para ahuyentar el mal fario nos recuerdan que seguimos en la vieja Albania, la de las leyendas y tradiciones. También el formato tradicional de torre con ventanas estrechas para protegerse de las venganzas de sangre. Para llegar hasta aquí, a punto estuvimos de atropellar a un burro que se había soltado de cualquier poste y que caminaba con la cuerda al cuello entre mercedes y audis por la carretera, seguido de cerca por un perro viejo que no lograba controlarlo. Más adelante, una mujer de negro desde el pañuelo de la cabeza hasta los pies, una estampa que parece salida del pasado albanés o español, paraliza el tráfico en plena autovía, sin mostrar miedo a los frenazos, para pedir limosna. Con poco éxito. Los ramales que salen de este asfalto reluciente rumbo a pueblos ignotos pronto empiezan a perder el brillo y a convertirse en flujos de barro seco, socavones y plastajos de alquitrán.

Llegamos de repente a un recodo entre lagos y cordilleras, bajo un puente colgante que enlaza dos montañas y que se tambalea con algunos turistas suspendidos en el aire. No hay muchos lugareños por aquí, pero extranjeros, siempre. Paramos. Un grupo de jóvenes llegados de Bélgica también ha ido a parar a este lugar en medio de la nada. “Nos han retrasado un día nuestro vuelo, hasta mañana, y lo hemos venido a pasar aquí”, celebran alegres estos compañeros de una consultoría entre los que hay belgas, franceses… y un español. “Cada año hacemos un viaje juntos y este ha tocado Albania. Fascinante”.

Turistas belgas comen junto al embalse de Shkopet.

Albania es cálida, luminosa, acogedora, de una belleza natural apabullante, es dinámica, divertida y, según para quién, barata. Lo es para nosotros, europeos occidentales. No lo es para sus pensionistas, que aún cobran 200 euros al mes, ni para sus enfermeras o médicos, sus funcionarios, profesores o profesionales, que pueden rozar los 800 o 1.000 en un país donde los precios de la vivienda, en pleno boom, no distan mucho de los de Madrid. Por ello muchos albaneses nos cuentan apenados las mordidas que deben pagar para que los atiendan bien en el hospital, desde el cirujano al celador, en una realidad cotidiana corrupta que retrata la desigualdad creciente entre los bendecidos por el dinero fácil o la antigua realidad.

Hablando de dinero fácil. Estas costas aún vírgenes en su mayor parte, estas lagunas y ríos que caracterizan un país de naturaleza grandiosa están ya amenazados por un urbanismo salvaje y una hiperconstrucción en la que vuela el dinero. El yerno de Donald Trump, Jared Kushner, logró en enero un estatus especial de inversión estratégica para construir un resort de lujo en la isla de Sazan, un lugar que ni siquiera tiene agua corriente. Son 1.400 millones de euros en juego. También tiene proyectos en la zona protegida de Narte-Zvernec.

Besjana Guri, ecologista, ha ganado este año el premio Goldman -una especie de Nobel verde- por su defensa del río Vjosa, uno de los últimos grandes ríos europeos salvajes. Su movimiento logró parar una presa hidroeléctrica y que el área se declare parque nacional.

Nada de esto es ajeno al inminente aeropuerto de Vlora, al sur del país, en plena construcción para seguir acogiendo a turistas que hoy solo pueden aterrizar en el de Tirana. La nueva instalación ha desatado protestas al situarse junto al río Vjosa, uno de los últimos grandes ríos europeos salvajes. Besjana Guri es una de las ecologistas que ha llevado la causa medioambiental a grandes foros mundiales hasta ganar este año el prestigioso Premio Goldman —considerado el Nobel verde— por conseguir parar una presa hidroeléctrica y que se declare un parque nacional para proteger un río salvaje. “Si queremos ser parte de la UE, el medio ambiente es clave, pero la protección se está quedando solo en el papel”, dice Guri. Como ella, Aleksander Trajce, de la organización de protección medioambiental Ppnea, denuncia que el boom del turismo insostenible es el mayor desafío: “Con el nuevo aeropuerto el Gobierno está infringiendo su propia ley y destruyendo la naturaleza”.

El ecologista Trajce, de la organización PPNEA.

Tampoco es una voz satisfecha la de Xheni Karaj, de 39 años, activista lesbiana que tuvo el valor de iniciar la primera marcha del Orgullo en una Albania que ha reprimido la disidencia sexual. “El amor homosexual aquí se veía como una enfermedad occidental asociada a la pedofilia. Cuando empecé, estábamos en la inexistencia total y esa cultura prosigue”, cuenta esta mujer de ­piercing, rapados, rastas y 39 años que ha desafiado las tradiciones en Albania. “En la primera marcha del Orgullo éramos 12. Era 2012. Ahora somos unos 300, pero ya estamos viendo una regresión que se palpa incluso con ataques en la calle. No seremos un país europeo hasta que una comunidad tan vulnerable no sea libre y esté a salvo”.

Xheni Karaj, de 39 años, activista LGTBI.

Karaj, Guri o Vera Bekteshi, escritora que arrastra las heridas de su destierro cuando su padre, un general destacado, fue represaliado, muestran los lados oscuros de un país de contradicciones que, como dice Remzi Lani, presidente del Albanian Media Institute, “no es blanco ni negro. Nos pintan como un paraíso de belleza o un agujero negro de la corrupción, y hay muchos matices en medio”. La escritora Lea Ypi, quien más luz ha arrojado sobre la desconocida Albania, cree que su país es aún una sociedad muy polarizada que “sigue procesando los traumas del pasado y que hoy se mueve desde el extremo aislamiento hacia la extrema apertura”.

Albania ha pasado del máximo aislamiento a la apertura, y la viceministra de Exteriores reconoce la complejidad: “Era una especie de Corea del Norte en esta parte de Europa y se ha abierto y desarrollado inmensamente en los últimos años. Podemos mirar el futuro con el bagaje de esas experiencias e intentar no volver a cometer errores”. “Ahora es un país en la encrucijada”, dice el ecologista Aleksander Trajce. “Hay una fachada proeuropea, pero la esencia sigue siendo antieuropea. Y por eso muchos jóvenes se van. Para pasar dos semanas Albania es estupendo, pero ¿qué pasa con tu población, tus mayores, tus jóvenes?”.

Réplica de la estatua de la Libertad en el hotel Rafaelo, en Shengjin.

Álvaro Renedo, quien ha sido embajador de España en Tirana hasta hace pocos meses, es un gran defensor del país: “Albania es fascinante, es el país más proamericano del mundo con el sentimiento más proeuropeo del mundo, el más euroatlántico de la zona, estratégico y con un futuro prometedor. Y sus gentes tienen un talento natural inherente a su instinto de supervivencia”.

Otros, como la historiadora Papa, no son tan optimistas: “No es una democracia plena, en absoluto. Es un híbrido porque aún tienes una herencia fuerte del significado de la autoridad. La ves, la sientes, es el legado del culto al líder. Hoy es Edi Rama, que encara el cuarto mandato, un solo hombre que guía la política y el país, como antes era Hoxha. Se llama estabilidadcracia”.

Desde la crítica o la alabanza, todos coinciden, eso sí, en que hay que correr a verlo porque, en 10 años, será distinto. El país que fue parte de la Dalmacia romana, de la República del Véneto, imperio otomano, independiente, luego invadido por la Italia fascista, protectorado nazi, régimen estalinista y hoy democracia, seguirá cambiando. Y, como dice el embajador Renedo, “pronto no sé si será mejor o peor, pero será distinto”.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.
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