La palabra experimento
Asumimos que solo la ciencia podía salvarnos de esta —y que la ciencia no es segura: ofrece probabilidades.


Somos experimentos, tememos los experimentos, condenamos los experimentos. Somos experimentos: nos vamos buscando, a veces encontramos, muchas no. Somos experimentos: probamos, comprobamos, aprobamos, reprobamos, e intentamos seguir adelante. En el experimento sin cesar que es una vida, nos gustaría pensar que sabemos qué hacemos —pero no. Hacemos, está claro, experimentos.
La palabra experimento acepta —como debe— definiciones varias, pero todas coinciden en decir que se trata, en síntesis, del conjunto de pruebas necesarias para saber si algo funciona o no: maneras de buscar. Experimento supone incertidumbre, y las personas siempre le escaparon. Contra la incertidumbre inventaron las religiones, las diversas certezas, los rituales: lo que fuera para no reconocerla.
Así, a puro miedo, creyeron que sabían lo que eran y lo que debían ser, y ni pensaban en cambiarlo. Un dios les había dicho todo; no tenía sentido buscar más. Hasta que sí empezó a tenerlo: muchas de esas cosas que el dios había inventado eran insoportables —tantos males, los reyes, el sudor, la injusticia— y empezaron a ensayar remedios: a hacer experimentos. Se arriesgaban: los curas, cuando los descubrían, los encerraban y torturaban y quemaban. Pero siguieron adelante: intentaron experimentos con los cuerpos, máquinas, maneras; buscaron, fueron cambiando todo aquello que tantos consideraban inmutable: supieron que saber es una búsqueda sin fin. Hace dos o tres siglos la palabra experimento se volvió una clave.
Esas personas construían aquello que, con el tiempo, se llamó “método científico”. El método científico —el juego del ensayo y el error— necesita de los experimentos para saber qué es error y qué no: alguien piensa algo, cree que algo es así o asá, pero nadie tiene por qué creerle hasta que esos experimentos lo confirman. El experimento —el intento— es lo que hace que la ciencia sea lo contrario de la religión: la conciencia de que sabemos casi nada frente a la pretensión de que unos pocos saben todo.
Somos incertidumbre pero tratamos de olvidarla: negar que es la materia de la que estamos hechos. Preferimos vivir creyendo que sabemos, que hay cosas que son seguras y garantizadas. Hasta que algo nos sacude y nos obliga a recordar que no es así: que todo es un experimento. Una peste, digamos, un cataclismo: maneras de romper con las ideologías de la magia. En Lisboa, en 1755, un terremoto mató a decenas de miles de personas. Era el día de Todos los Santos y tantos muertos estaban en iglesias escuchando misas: nadie entendió por qué aquel dios masacraba a sus fieles. El terremoto de Lisboa sacudió las mentes europeas: pocas cosas influyeron tanto en la construcción de esa conciencia crítica que terminaría, décadas después, en la Revolución Francesa. Las garantías de la religión —y los reyes que esa religión imponía— se estaban derrumbando.
Ahora, en estos días, la peste nos puso en otra encrucijada. Nos demostró que la seguridad que suponemos puede romperse de un día para otro —y nos obligó a definir cómo reconstruirla. Por milenios, la primera reacción de muchos frente a tanta amenaza habría sido la superstición: más misas, rogativas, procesiones, súplicas. Ya no: el 13 de marzo de 2020 el vicario del Papa en Roma, la capital católica, cerró sus 900 iglesias para evitar contagios. Fue una fecha decisiva, que alguna vez estará en los libros de historia.
Faltos de magia, nos resignamos a la ciencia; quebradas las certezas, a la duda. No sabemos, sabemos que no sabemos, vivimos un gran experimento: nos prestamos con avidez a una vacuna que nadie había probado. Somos un gran experimento —y nos aterra, pero sabemos que no tenemos más remedio. Salvo algunos trogloditas, los hombres y mujeres asumimos que solo la ciencia podía salvarnos de esta —y que la ciencia no es segura: ofrece probabilidades. Lo que empezó en Lisboa se extendió: necesitábamos, quizás, esta peste para acabar de confirmarlo. El mundo entero, en estos días, aceptó que todo era un experimento y, más aún, que el experimento es la forma de la vida; que nadie sabe y que saberlo es la única manera de quizás, alguna vez, aprender algo.
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