Las redes antisociales
Todo lo que hizo falta fueron tres clics. Cerré la puerta en Twitter y borré mi cuenta. Me alegra reconocer que finalmente he aprendido la lección


Las últimas semanas han sido las más tranquilas, relajadas y sin estrés desde que tengo memoria. No se ha debido a la medicación, la meditación o incluso a los chocolates calientes Valor diarios (mi descubrimiento milagroso más reciente). Todo lo que hizo falta fueron tres clics con mi ratón: cerré la puerta en Twitter y borré mi cuenta permanentemente.
Siempre sentí que el gigante de las redes sociales era un mal necesario. Como los dentistas, los supositorios o las resacas. Pero no. Son, simplemente, un mal. Un pozo negro plagado de lo que los ingleses llaman pedos cerebrales y los españoles pajas mentales, sin filtros ni censuras. Nos muestra lo peor de la humanidad y también lo saca a flote. Yo también caí bajo su hechizo, tuiteando cosas terribles que nunca hubiera dicho si no fuera por la perezosa inmediatez que va desde la corteza frontal hacia el dedo y después directamente al teclado.
Ha habido buenos momentos, es cierto. He conocido gente maravillosa y me he reído mucho. He sido testigo de un talento extraordinario y me han emocionado las historias de heroísmo y abnegación. Pero el simple hecho de desplazarse por Twitter es una experiencia agotadora, deshumanizante y deprimente: las peleas, la fatalidad y la tristeza, la ira y el odio, la política y la tensión general. Las amenazas de muerte, los constantes estribillos de “vete a tu país de mierda”, “judío maricón”, diputados de Vox llamándome “nene tarado” por haber sido violado o comparándome con un violador. La gota que colmó el vaso fue cuando comencé a recibir cientos de tuits con imágenes de profesores de gimnasia y comentarios como: “¿No echas de menos chuparle la polla?”. (Fui violado por mi profesor de educación física cuando era niño). También fotos mías junto a víctimas de tortura: “Rhodes, antes y después de clase de gimnasia”.
Gran parte de esto ha sido culpa mía por atreverme a hablar de política. Pero, vale, llamadme idiota, pero es difícil quedarse callado cuando se ve a un miembro del Congreso exigiendo públicamente con furia que todos los niños inmigrantes sean deportados (¡menas fuera!) o pidiendo la eliminación total del islam en Europa.
Hace unos días mi novia tuvo un accidente de moto y la llevé a urgencias a un hospital privado. Ella, como residente, está obligada a tener un seguro médico para que el Estado no tenga que pagar sus gastos. Esperamos juntos durante cuatro horas, alguien tomó una foto sin mi permiso y la subió a Twitter. Dijeron que estaba allí para una consulta privada. Fui trending topic número uno en España con el ala de ultraderecha frotándose las manos sucias de alegría. Esto no solo resulta denunciable e invasivo. También incorrecto. Así es Twitter.
Por supuesto, la gente vomitará el argumento de la libertad de expresión. Y sí, la libertad de expresión es sacrosanta. Pero también debe venir acompañada de responsabilidad, algo que Twitter, un sitio inundado de pornografía infantil, incitación al odio, al racismo y la xenofobia, no ofrece. Intenta ir al trabajo mañana y decirle a tu jefe que quieres acostarte con su hija y ver cuánto tiempo conservas tu puesto, mientras lloriqueas por el derecho que te ha dado Dios a la libertad de expresión.
La mayoría de los que leen este periódico son, a diferencia de mí, demasiado sensatos como para que les atraigan las redes. Las personas que difunden el odio en línea leen principalmente panfletos llenos de mentiras y burlas, pero me alegra reconocer que finalmente he aprendido la lección.
Y, a decir verdad, mi vida es inconmensurablemente mejor por eso.
“Mi vida es muchísimo mejor desde que dejé Twitter”, dice el pianista.
Ilustración con foto de Aydin Aksakal (Getty Images)
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