Monasterio de Valbuena, baños termales junto a un claustro del siglo XIII

El 15 de febrero de 1143 la condesa de Urgell, Estefanía de Armengol, ignoraba el destino del monasterio cuya construcción acababa de firmar para el asentamiento de unos monjes benedictinos llegados de Francia con intención de elevar su espíritu sobre los anchos campos de Castilla, en la ribera del río Duero. Un milenio después, o poco menos, tras varias exclaustraciones y una reforma integral atribuida a los seguidores de san Bernardo, el coto monacal se abre enteramente al espacio mundano del balneario turístico con unas instalaciones bendecidas por la gracia de un acuífero mineromedicinal que discurre a 386 metros de profundidad.

Si estas aguas nutrieron durante siglos los viñedos cistercienses orillanos al Duero, hoy nutren la salud y las emociones de los viajeros gracias a la iniciativa de un empresario con sentimientos, Roberto García, capaz de devolver al monumento su expresión más espiritual a través de la sensorialidad termal.

Iglesia, sala capitular, refectorio, celdas monásticas… Parlatorium con bóvedas de crucería. Cimborrio octogonal. Coro plateresco. Altar de Gregorio Fernández. Claustro de arquería baja del siglo XIII y planta superior del siglo XVI con decoración flamígera. Todo ha sido restaurado con respeto a la obra original a fin de acomodar en un entorno botánico de casi cinco hectáreas un hotel impresionante con 2.000 metros cuadrados de piscinas termales, circuitos de contrastes y 16 cabinas de tratamientos. Flanqueado por dos muros de gruesa mampostería, el comedor invita a paladear las hortalizas del propio cenobio sazonadas con las especias cultivadas en los jardines que lo circundan.

Integradas en la antigua hospedería, las 79 habitaciones se disputan entre sí el privilegio de hospedar a los amigos de la historia, cada una con un interiorismo diferente y amoldado a los recovecos de la arquitectura original. Ya quisieran para sí aquellos benedictinos austeros la molicie de los colchones que hoy regalan confort experiencial a sus huéspedes dilectos. Ya habrían deseado la pulcritud de materiales como el corian en sus lavabos y los cosméticos elaborados con el agua mineral de sus surgencias subterráneas. Porque la elevación supina del monasterio es zambullirse en la liquidez sulfatada, sódico-cálcica e hipotermal que llena el transepto de la recreación balnearia de la capilla de San Pedro.