¡Y dicen que el pescado es caro!


No sabemos nada, no tenemos ni idea de nada ni de nadie, excepto de nuestro gato o nuestro perro y de sus respectivas cartillas de vacunación. Encendemos la luz de nuestro dormitorio, situado al final del pasillo, y no nos preguntamos cómo los electrones han logrado viajar hasta allí. Abrimos el grifo de la cocina y mana el agua, al parecer de manera espontánea, pues ignoramos desde dónde viene, así como las canalizaciones que fueron precisas para obrar esa maravilla doméstica. Vamos un poco a ciegas por la vida, aceptando que los milagros ocurran sin indagar en la calidad de la trastienda donde se fraguan.
Esas fresas que nos acaban de servir de postre, por ejemplo, ¿cómo llegaron a la mesa de nuestro restaurante? Yo se lo digo: las recogió, sin ir más lejos, la mujer de la foto, de la que ni siquiera hemos logrado averiguar su nombre, en un campo de Huelva. Se trata por tanto de una temporera, de una persona, es decir, que viene de un país del que ni hemos oído hablar para recoger la fruta que nos llevamos a la boca o con la que preparamos un potito para los niños. El viaje resulta agotador, el trabajo dura poco, el salario es escaso y las condiciones en las que vive durante su estancia entre nosotros son ásperas, mucho, muy ásperas, con jornadas agotadoras de las que, llegada la noche, se tomará un respiro echándose en un jergón, a la intemperie o, si es afortunada, bajo un ardiente techo de uralita que compartirá con decenas de braceros que se encuentran en condiciones semejantes. ¿Cómo imaginar que comerse unas fresas le hacía a uno cómplice de esa barbarie?
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