Destrucción
Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien


¿Qué recuerdo? Cada parte. La muesca que se le dibujaba junto a la boca al encender un cigarro; la forma en que fruncía el ceño cuando se reía con pavor, como si se escandalizara por reírse tanto. La raíz espléndida del cuello, la clavícula como una cruz pagana. Tenía unos hombros inexplicables, los hombros de alguien que sufre mucho pero que quiere seguir vivo. Yo era muy joven y él también, y a veces, antes de acercarse, me miraba como si estuviera por cometer un acto sagrado o un sacrilegio. Tenía en el rostro un dolor clásico, una elegancia drástica. Me gustaba, como nos gusta a tantos, que fuera un hombre herido y viera en mí una posibilidad de redención (que yo no iba a darle). Estaba roto, como yo lo estaba, pero su catástrofe era serena y yo, en cambio, era un diablo emergido de una pampa quemada sin sitio al cual volver. Al principio quiso irse, pero lo retuve de manera simple, diciéndole: “Si te vas me da igual”. Hasta que quiso quedarse irreversiblemente. Yo me sentía curiosa y cruel, pero también gentil y emocionada. Había algo en él. Una especie de calma dramática, contagiosa. Un día llegó a mi trabajo con un ramo de flores. Yo no lo esperaba. Sonriendo, tímido y sin trampas, me dijo cosas. Todas las cosas que todos quieren oír alguna vez. Yo reaccioné como una hiena espantada, como un chorro de luz negra, muriática. Recuerdo que en el antebrazo tenía un músculo magnífico. Cuando se tensaba hacía pensar que todo en él estaba hecho de un material fresco, noble y tenaz: que podía llevar la carga. Era un hombre. Al que severa, grave, meticulosamente hice pedazos. No he venido aquí a pedir disculpas sino a decir que arrojen la primera piedra. Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien.
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