Una agenda común
Todos, a izquierda y derecha, conocen y practican el mismo juego: activar nuestros sesgos cognitivos más peligrosos, sabedores de que nuestra atención se desplazará hacia lo escandaloso, lo nihilista


Trump, Bolsonaro, Johnson, Torra… son ejemplos de lo fácil que es caer en el irracionalismo o nihilismo político. A su manera, todos intentan sobrevivir políticamente de la promesa de un mañana mejor, de una religión, del fin de la historia, del advenimiento de algún difuso paraíso terrenal. Pero si hasta ahora fue el pueblo contra la democracia imperfecta lo que encumbró a estos dirigentes, su afán por enfrentar a ese pueblo contra sus instituciones empieza a ponerlos en serios aprietos. Quién lo diría: hoy, nuestra máxima aspiración es volver a una política “normal”, a reformar, planificar, negociar... a gobernar, en suma. Que esto haya cobrado visos de una utopía es lo que de verdad debería estremecernos.
Es curioso, pero la aparente sencillez que describe los mecanismos de una democracia liberal es la que desprendía la reciente sentencia del Tribunal Supremo del Reino Unido. “Palpita en su letra, como en la Oración fúnebre de Pericles, la pátina de una historia gloriosa en peligro de extinción”, escribía Xavier Vidal-Folch en estas páginas. Y es que se nos olvida que todas las cuestiones sobre el retroceso democrático que hoy nos obsesionan se enmarcan en el debate global sobre la legitimidad de un sistema cuestionado de facto por el modelo chino, una contra-utopía o contra-relato que nos enseña el envés de nuestras democracias: ineficaces, lentas, desprestigiadas por otros discursos de mayor caladura emocional.
Es ahí, en el terreno de la emoción, donde pugnan incansables las nuevas narrativas de transformación, cuyas aparentes diferencias no ocultan una agenda aideológica, y por ello menos visible, común a todos nuestros actores políticos. Es la agenda de la competición por el poder, una lógica cruda y unidireccional que no atiende a más razón que la propia hegemonía y que arrasa con todo sin importarle las consecuencias. Todos, a izquierda y derecha, conocen y practican el mismo juego: activar nuestros sesgos cognitivos más peligrosos, sabedores de que nuestra atención se desplazará hacia lo escandaloso, lo negativo, lo nihilista. No hay hoy ningún discurso público que no apele a un estado de emergencia. Podemos, Cs, Vox, incluso PSOE y PP, juegan a lo mismo y de la misma manera: lo importante no es lo que proponen, sino el discurso constante de riesgo o zozobra permanentes. Paradójicamente, nuestra esperanza, hoy, es este sistema tan denostado, pero en realidad asombrosamente resiliente (lo hemos visto con el impeachment o la sentencia del Supremo británico), que se mantiene como firme garante de nuestros derechos frente a la amenaza, siempre demagógica y antidemocrática, de las políticas plebiscitarias.
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