Ana Obregón se hace mayor
La enfermedad de su hijo sume en el silencio y la sobriedad al antiguo símbolo nacional de la alegría y la alergia al paso del tiempo


Hubo un tiempo, mucho antes de que a las reinas de Instagram les salieran los dientes, en el que no empezaba oficialmente el verano hasta que Ana Obregón regalaba al mundo su tradicional posado en biquini en la playa. Al principio, en su calidad de símbolo sexual refrendada por sus largos años aclamada como la mujer más atractiva de España. Luego, como la viva encarnación de la doña añosa que no acaba de hacerse a la idea de que la adolescencia tiene un límite en el calendario. Siempre, como la alegría de la huerta en persona. Después, le fueron cayendo encima todas y cada una de sus décadas y sus circunstancias, como a toda hija de vecina, solo que ella parecía seguir emperrada en llevarle la contraria. Al tiempo. Y a sus zarpas.
Entonces, vinieron la mofa, la befa y el escarnio despiadado de la persona y el personaje por parte de muchos y muchas presuntamente limpios de polvo y bótox y de no pocas ni pocos que tenían bastante por qué callar al respecto. A ella parecía resbalarle bastante el asunto. Sospecho, incluso, que le divertía echar periódicamente más leña a su propia pira alardeando en los medios de sus extensiones cada vez más largas, sus shorts cada vez más cortos y su manga cada vez más ancha. Anita la Fantástica, la llaman desde siempre, aludiendo a su acreditada querencia a adornar y/o aumentar una realidad, la suya, que nunca le fue realmente adversa. Niña bien, señora bien, mamá bien, todo bien. La Obregón de las revistas tenía hasta hace nada o poco de qué quejarse más allá de lo injusta que es la vida así, en general, o sea, te lo juro.
Lo cierto es que, más allá de su propia leyenda, Obregón ha sido pionera en algunos campos. De las divorciadas civilizadas, de las mujeres maduras con novio joven, de las madres coraje que ma-tan por sus hijos y, sobre todo, de las señoras que hacen lo que les da la real gana con su vida diga lo que diga el gallinero. Esa es la Ana Obregón que amamos y odiamos. La que se reía de todo y de todas, la primera, me juego el tipo, de su propia sombra. La que no se callaba ni debajo del jacuzzi, aunque se ahogara en su propia cháchara. Por eso conmueve aún más si cabe el clamoroso silencio en que se hallaba sumida desde que enfermó gravemente Álex, el idolatrado niño de sus ojos. Ayer lo rompió ella misma en Instagram para informar de que su hijo sigue bregando con un cáncer tan cruel y tan injusto como todos los cánceres, solo que este es el de la sangre de su sangre. En la foto se la veía tan joven o tan vieja como uno quiera verla. Pero algo ha cambiado para siempre en su mirada. A veces, la vida nos echa encima de repente todos los años del DNI y algún siglo extra y te haces mayor de una vez por todas tengas la edad que tengas. Le ha pasado a Ana Obregón, como a tantos antes. Y eso no hay agujas ni implantes ni afeites que lo remedien.
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