Revolución
Da lo mismo que aún no se hayan reformado los tipos delictivos, este o aquel artículo del Código Penal, porque lo que pasa en la calle no es una simple revuelta


María Antonieta preguntó qué ocurría al escuchar los furiosos gritos de la plebe. “El pueblo protesta, majestad, porque no tiene pan”, le informaron. “¡Ah!”, replicó la reina, “pues si no tienen pan, que coman bollos”. Supongo que es una leyenda, pero se parece mucho a la correspondencia que se conserva del último zar de Rusia. El tiempo es bueno, muy frío, pero ideal para la caza, era todo lo que Nicolás II escribía a la zarina mientras las mujeres de sus soldados tomaban las calles para pedir pan y, además, bollos. La presunta respuesta de María Antonieta y la probada indiferencia de Nicolás comparten la misma sensatez. Son la expresión del sentido común de sus respectivas épocas, reacciones basadas en la lógica del poder frente a una amenaza de magnitud desconocida. Ambos creían que se hallaban ante una rebelión, de las que habían conocido muchas, y cometieron el mismo error. Estaban, por primera vez, ante una revolución, porque a los oprimidos se les había ocurrido contarse, porque habían descubierto que eran más y que su número les hacía invencibles. Esa es también la situación del tribunal que ha puesto en libertad bajo fianza a los miembros de La Manada. Sus argumentos pueden ser jurídicamente impecables, pero se ajustan a una ley que ha perdido su vigencia social, a una realidad que ha caducado ya. Da lo mismo que aún no se hayan reformado los tipos delictivos, este o aquel artículo del Código Penal, porque lo que pasa en la calle no es una simple revuelta. Las revoluciones arrasan con todo, y ante todo, con la sensatez preexistente, con la lógica del poder que pretenden destruir. Ese es ahora mismo el horizonte de un movimiento que no persigue un auto distinto, sino el fin del patriarcado. Es decir, una revolución.
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